viernes, 25 de marzo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (segunda parte)

DGD: Paisaje 30 (clonografía), 2001
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La ciencia habla del misterio, pero lo hace casi siempre en el tono de lo que todavía no ha logrado desentrañar (y se agrega un sobreentendido: “pero en eso estamos”), y este último verbo es sinónimo de conquistar (de ahí que una frase como las conquistas de la ciencia sea tan usual y festiva). La mentalidad occidental sólo funciona si cataloga el mundo y no por una verdadera sed de conocimiento sino porque catalogar equivale a dominar. Lo clasificado es lo ordenado, lo normalizado, lo pesado y medido; de ahí que lo inclasificable sólo se entienda como lo que “aún no se ha logrado encasillar en su lugar correcto”, es decir, “lo que está en vías de ser ordenado”; mientras no lo sea, será visto con una creciente desconfianza (y casi diríase con temor creciente) porque representa al caos.

Lo mismo sucede en todos los sistemas de pensamiento en cuanto su positivismo se topa con áreas en donde imperan lo paradójico, lo contradictorio, lo ambiguo, lo irreductible: esas áreas son tratadas como misterios, enigmas, charadas prontos a ser resueltos. Sucede, por supuesto, en la literatura, y aquí queremos hablar precisamente de esa zona incierta, huidiza, esquiva, en donde ciertos escritores han navegado, algunos por fatalidad, otros por vocación, casi siempre fuera de los canales por donde circula lo que tan eufemísticamente se llama “la corriente principal”. Y aunque son ajenos (algunos casi impermeables) a los medios de difusión, de tanto en tanto éstos los rescatan y convocan, lo cual es meritorio, aunque pocas veces sucede a través de un verdadero esfuerzo de comprensión y más bien ese rescate se haga en el mismo tono en que la ciencia habla de “anomalías” y la religión de “corrientes heréticas”, es decir, en una palabra, para reforzar el canon.

Buen ejemplo se halla en un libro aparecido en 1996 cuyo título es Atípicos en la literatura latinoamericana (ILH-Oficina de Publicaciones del CBC, UBA, Buenos Aires, 1996; 431 pp.), compilado por Noé Jitrik y que conjunta ponencias en un encuentro de escritores con un aura de “recuento de fin de siglo”: cada escritor invitado a este coloquio habla de algún autor más o menos ligado a la extrañeza. Este “recuento de la extrañeza literaria del siglo XX” propone, pues, su propio eufemismo: “atípicos”. Entre todos los rubros usados para referirse a los inclasificables, ese es uno de los menos insultantes, pero no deja de tener su zona oscura. Y es que al utilizar la denominación “atípico” se invoca, de manera automática, un “tipismo” en contraposición al cual puede destacarse a lo no-típico. Decir “escritor secreto” implica a todos los que no son secretos, mientras que decir “escritor atípico” vuelve típicos a todos los demás. Al revisar el índice de Atípicos en la literatura latinoamericana resulta notable que sólo tres de los autores de estos ensayos usaron la palabra atípicos en sus respectivos títulos, como si en los demás ensayistas suscitara una especie de pudor, de incomodidad.

Sin embargo, ¿por cuáles palabras ha sido sustituido el término “atípico”? Sonia Romero Gorski da a su artículo sobre Felisberto Hernández el título “Excentricidades al borde del agua”. Graciela Gliemmo presenta el texto “Somos geniales, locos y peligrosos: el nadaísmo colombiano”. Otros ensayistas optan por eufemismos más intrincados; así, Ana María Zubieta llama a Arturo Cancela “un best-seller olvidado”. Mas aun estos textos se hallan incluidos en un libro con un nombre determinado que los baña a todos; así, el lector infiere que “atípico” es algo entre excéntrico, genial, loco, peligroso u olvidado.

El volumen incluye el ensayo “Antonio Porchia, habitante del universo” de Miguel Espejo, y aquí, de modo excepcional, este título produce una curiosa inversión. ¿No somos todos “habitantes del universo”, lo cual corresponde a una tipicidad? Con esa frase, Espejo quiere aludir a una simultaneidad: el maestro argentino Antonio Porchia —el más inclasificable de todos los autores inclasificables—, a diferencia de los demás seres humanos, habita en todo el universo de modo ubicuo, como bien supo verlo su amigo y discípulo, el poeta argentino Roberto Juarroz. Para una lectura profunda, el título juega con lo redundante y obvio con objeto de rescatar lo típico como atípico: todos estamos en el universo, pero sólo unos cuantos son realmente sus habitantes, como lo fue Porchia. No obstante, ¿basta ese hallazgo para singularizar este texto y evitar que se cubra con las inferencias que manejan todos los demás? ¿Será suficiente para entender, no que deba diferenciarse a Antonio Porchia de los demás autores antologados, sino que no hay que igualarlos entre sí por medio de membretes contaminados?

En la lista de autores estudiados en este libro —que como todas es incompleta y arbitraria—, se sobreentiende que cada uno de estos escritores detenta una muy personal “atipificidad”; sin embargo, aún así puede sorprender a ciertos lectores la inclusión de nombres como los de Silvina Ocampo, Elena Poniatowska, Martín Luis Guzmán y Juan Gelman, quienes a todas luces disfrutan de esa difusión y prestigio que se consideran injustamente ausentes en las demás figuras estudiadas (los “atípicos”). Los autores de los respectivos ensayos podrían aducir que, aunque Ocampo, Poniatowska, Guzmán y Gelman son “típicos” (es decir, dentro de la inferencia general del libro, son “conocidos”), hay zonas en sus obras que bien pueden considerarse “atípicas”, en el sentido de partes marginales, zonas subversivas, textos poco conocidos que son heterodoxos o de difícil comprensión.

Sin embargo, ¿no puede aplicarse este mismo razonamiento a cualquier escritor “conocido”, y sobre todo a los más célebres? Si se aceptan “áreas atípicas en escritores típicos”, ¿por qué entonces no incluir a Borges, por mencionar el ejemplo más inmediato de un autor tipificado por la celebridad y desconocido en sus laderas menos estudiadas? Cualquier gran nombre de la literatura, por lo tanto, podría incluirse en el libro. ¿Qué es entonces, lo “atípico”?

Cuando se dice “blanco” o “negro”, estos conceptos se sobreentienden como polos de una escala que los conecta: entre ambos se localizan los “matices del gris” tan requeridos por quienes rechazan el “maniqueísmo”. El libro Atípicos en la literatura latinoamericana crea, pues, una escala que iría de “lo más a lo menos atípico”, pero ello, en lugar de dar armas al lector, lo invita y casi obliga a establecer la escala contrapuesta: la que va de “lo más a lo menos típico”. Ambas escalas se conectarían en un punto medio en el que podría encontrarse a escritores que son a la vez “menos atípicos” y “menos típicos”. Puede sustituirse el adjetivo y hablar de escritores “más bien conocidos que desconocidos”, “más amables que peligrosos”, “más superficiales que subterráneos”, etcétera. En ese caso estarían Ocampo, Poniatowska, Guzmán y Gelman, autores que también resaltarían en una imaginaria antología de lo “típico” (antología que nadie emprende porque en ese caso lo “típico” se revelaría como lo que es, un rubro denigrante).

Pero todos estos acomodos resultan arbitrarios en cuanto se examinan casos particulares. Miguel de Cervantes luchó por ser algo más que “el autor del Quijote”; lo mismo hicieron Michael Ende respecto a La historia interminable o Julio Cortázar después de Rayuela. Pocos son los autores “típicos” que no hayan luchado contra la tipificación (que significa ser petrificados, encasillados, vueltos previsibles), y el resultado es que la crítica utiliza a esa actitud con el fin primordial de tipificarlos con redoblado ímpetu. Más aún, en la balanza de la mentalidad binaria se incrementa a cada instante el sobreentendido de que todo escritor “atípico” necesariamente aspira a ser tipificado. ¿Y no es el término “atípico” la más impune de las tipificaciones porque surge desde fuera, generalmente sobre autores que ya no pueden defenderse?

En el mundo de la ciencia, estudiar las excepciones sirve para probar la fortaleza y resistencia de las reglas, y ulteriormente para confirmarlas; lo mismo sucede cuando se analiza la obra literaria de los “atípicos”. Lo típico no es concebido como lo define el diccionario, “característico de un tipo” o “peculiar de un grupo, país, región, época”, sino tajantemente como la norma. De nada sirve la certeza de que, apenas se analiza a fondo lo más típico, puede encontrarse ahí una multitud de elementos atípicos; de nada sirve que las excepciones abunden en las reglas más monolíticas; de nada sirve que la heterodoxia se revele a cada paso no como “defecto” de lo ortodoxo sino como su base misma. Lo atípico sigue viéndose como caos, es decir, amenaza a lo típico, que es el orden.

En Atípicos en la literatura latinoamericana, la presencia de Antonio Porchia irradia algo que va más allá de precarios rubros como “atípico” y se traduce en algo que sólo puede denominarse como extrañeza. Aunque el texto de Miguel Espejo es respetuoso, elige dos soportes: uno es la literatura; otro, la marginalidad indefinible de Antonio Porchia (1885-1968), autor de un solo libro, portentoso, llamado Voces.[1] En el primer caso, el mundo literario es visto como una norma que se desentiende de todo aquello que amenaza a su estabilidad. En el segundo, sucede lo mismo con la sociedad. En ambos casos se trata de un orden que es cuestionado desde dentro por un caos que no puede comprenderse, y no puede comprenderse porque se tiende a definirlo con los términos de su opuesto, el orden.

En términos generales, todas las magnitudes estudiadas de esta manera sufren grandes deformaciones: la literatura, la sociedad, la vida y obra de un autor determinado. La norma se encadena a lo “anormal”, lo ortodoxo a lo heterodoxo, la regla a sus excepciones, pero no en un diálogo sino en una cacería de brujas. La norma, la ortodoxia, la regla requieren combatir y destruir a lo que las cuestiona para finalmente “incorporarlo”, es decir para usarlo como prueba de la resistencia de la norma, de la solidez de la ortodoxia, de la permanencia del orden instituido. La mentalidad occidental se vendría abajo si contemplara a lo “atípico” de modo independiente de lo típico, es decir, con un nombre que no aludiera automáticamente a su opuesto. La presencia de Antonio Porchia en ese libro, sin embargo, pronuncia ese nombre: extrañeza. Y acaso, todavía mejor, extrañamiento. Un extrañamiento que, por una vez, no se mide respecto a lo no-extraño, sino que lo envuelve en la misma aura de otredad. Acaso nada hay más subversivo.

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Nota

[1] Puede verse, en este mismo blog, un texto dedicado a Porchia, haciendo click aquí.

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