viernes, 27 de mayo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (octava y última parte)

DGD: Textil 72 (clonografía), 2009

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La extrañeza bien puede entenderse metafóricamente como un atisbo del otro lado. Hemos mencionado aquí al maestro argentino Antonio Porchia; el poeta Roberto Juarroz, que disfrutó de la amistad de Porchia, lo describe de este modo: “Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes, y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que él lo hacía ‘desde el otro lado’, que por otra parte se volvía infinitamente próximo, mucho más que este lado”. Acaso ese otro lado al que alude Juarroz pueda entreverse si —de modo experimental— es primero identificada la magnitud opuesta, este lado.

Cuando el hombre piensa, una serie de corrientes intervienen directamente en ese proceso: el espíritu de los tiempos, la opinión pública, la modernidad, la cultura y, ante todo, la educación que ha recibido. Qué parte de ese pensamiento realmente le pertenece, es una cuestión que sigue debatiéndose, pero lo más probable es que, por más original e irrepetible que sea el pensar de un individuo, en todo caso se sirve, como los demás seres humanos, de una única base mental, definida ésta como la forma de traducir el pensamiento a las palabras que lo expresan.

Es precisamente la base mental lo que primero aprenden los seres humanos, aquello que los forma: en primer lugar la mentalidad binaria (la dialéctica, la lucha de los opuestos) y todos los mecanismos racionales asociados a ella. Dicho en términos llanos: el hombre piensa según la forma en que ha aprendido a traducir sus pensamientos. En todo caso los individuos reacomodan los módulos, fórmulas y núcleos constitutivos de esa base mental, pero nunca inventan nuevos sistemas cognoscitivos. Para ello sería necesaria otra mentalidad. En este sentido un pensamiento “puro”, es decir totalmente ajeno a los paradigmas y sistemas culturales, resultaría la mayor y más inalcanzable de las abstracciones. La base mental parece, pues, inamovible.

Si el hombre no hace sino reacomodar módulos, fórmulas y núcleos preexistentes, a veces se presentan reacomodos absolutamente imprevisibles: es a esto a lo que se llama genio. Sin embargo, incluso este altísimo registro no es más que una combinatoria inaudita, no la invención de otra base mental. (En casos como los de Leonardo Da Vinci y otros grandes creadores, lo que los modernos creemos entender es la parte de su pensamiento que se aproxima a nuestra base mental, aquella que nos permite reconocer un discurso y validarlo.) Porque la característica de tal base, fabricada por la razón, es ser exclusiva, es decir que construye su coherencia a partir de negar cualquiera otra base de pensamiento. Tanto Occidente como el Oriente occidentalizado contemplan como incoherencia, e incluso como locura o delirio, a módulos, fórmulas o núcleos que no sean los que determinan su base mental. Aun el pensamiento más radical, más esforzado por salirse de los paradigmas culturales, permanece, así, de “este lado”.

La noción de un “pensamiento puro” tiene una larga historia en el mundo de la filosofía. Mientras que los geómetras griegos pedían “aferrar la realidad con el pensamiento puro” (que fue más tarde el sueño de Einstein), Parménides —para quien ser y pensar son sinónimos: lo que no puede ser pensado no existe— aseveraba que la mayor dificultad del pensamiento puro está en alcanzar algún conocimiento del contenido de su objeto. Es por eso que un refrán afirma: “Un pensamiento puro es más penetrante que el filo de una cuchilla de afeitar”. Se trata del correspondiente de lo que, en otras esferas, Buda enseñaba: un solo pensamiento puro constituye en sí un momento de iluminación.

El problema del lenguaje como traducción del pensamiento es abordado en un texto poco conocido del metafísico René Guénon llamado “Discurso contra los discursos” (dictado en 1917 en plena guerra mundial), al que pertenece este fragmento:



Se ha dicho, sin duda bromeando, que el lenguaje fue dado al hombre para disfrazar su pensamiento; pero esto encierra una verdad más profunda de lo que podría suponerse a primera vista, a condición, no obstante, de añadir que este disfraz puede ser inconsciente e involuntario. En efecto, la función esencial del lenguaje es la de expresar el pensamiento, es decir la de revestirlo de una forma exterior y sensible, por medio de la cual podamos comunicarlo a nuestros semejantes, en la medida, al menos, en que sea comunicable: y es bajo esta restricción que quiero llamar más particularmente la atención de ustedes.


¿Puede decirse que la expresión sea alguna vez adecuada al pensamiento?, ¿y no es cualquier traducción, por su misma naturaleza, forzosamente infiel? Traduttore, traditore, dice un proverbio italiano bien conocido, que aunque parezca un poco un juego de palabras por su extrema concisión, no por ello es menos justo, y hasta tal punto que es extremadamente difícil y raro encontrar en dos lenguas diferentes, e incluso bastante cercanas la una a la otra, dos términos que se correspondan exactamente, de tal modo que cuanto más una traducción quiere ser literal, a menudo más se aleja del espíritu del texto.


Y si esto ocurre cuando se trata simplemente de pasar de una lengua a otra, es decir de cierta forma sensible a otra forma de la misma naturaleza —de cambiar de alguna manera el vestido del pensamiento—, ¿cómo no será todavía más difícil hacer entrar en las formas estrechas y rígidas del lenguaje a ese mismo pensamiento, que es esencialmente independiente de cualquier signo exterior y radicalmente heterogéneo respecto a su expresión? Para comprender hasta qué punto el puro pensamiento debe verse por ello disminuido, reducido y como esquematizado, sólo hace falta un instante de reflexión, a menos que se parta de las ilusiones de ciertos filósofos que, cegados por el espíritu de sistema, han creído que el pensamiento entero podía y debía encerrarse en una especie de fórmula concebida según el tipo matemático.



Lo que es cierto, por el contrario, es que lo que expresan las palabras o los signos no es nunca la totalidad del pensamiento, que éste contiene siempre en sí mismo una parte inexpresable, luego incomunicable, y que esta parte es tanto mayor cuanto más elevado sea el orden de este pensamiento, puesto que más alejado está entonces de cualquier figuración sensible. Lo que podemos confiar a nuestros semejantes no es pues nuestro pensamiento mismo, sino sólo un reflejo más o menos indirecto y lejano de él, un símbolo más o menos oscuro y velado; y es por ello que el lenguaje, vestido del pensamiento, es también forzosamente y por el mismo motivo, su disfraz.

Guénon toca aquí un fenómeno esencial que bien puede ejemplificarse en el hecho de que, de manera opuesta a las ambiciones de Descartes, el pensamiento sólo existe como palabra y discurso. El tan añorado “pensamiento puro” no aparece en la civilización humana como tal, sino sólo en su traducción a la palabra. Aun quien se aísla y piensa a solas, no hace otra cosa que seguir hablándose a sí mismo; él es su propio traductor, puesto que lo que llama pensar es la búsqueda de fórmulas que le permitan “entender” su propio pensamiento.
Se crean nuevos términos cuando no hay fórmulas lingüísticas para determinadas dimensiones del pensar que no se entienden mediante el lenguaje existente. Esos términos nuevos son eminentemente técnicos, y de ahí que la ciencia sea la primera en inventar conceptos para sus interpretaciones de la realidad. El pensamiento humano es discursivo o dialogal, pero no se identifica con la palabra, no es su prisionero: supera al verbo y lo precede. Por ello se dice que el lenguaje es un disfraz del pensamiento. Guénon enfrenta esta difícil cuestión:




Sin embargo, que el lenguaje sea un disfraz del pensamiento, supone evidentemente que hay un pensamiento escondido detrás de las palabras: ¿es siempre así para todos los hombres? Se puede estar tentado de dudarlo, y de preguntarnos si, para algunos, las palabras mismas no llegan a ocupar casi por completo el lugar de un pensamiento ausente. ¿No hay demasiados que, incapaces de pensar verdadera y profundamente, llegan sin embargo a darse la impresión a sí mismos, y a veces a los demás, de que son capaces de hacerlo, encadenando, con más o menos habilidad y arte, palabras que no son más que formas vacías, sonidos que, aun ofreciendo tal vez un conjunto armonioso, están en cambio desprovistos de significación real?


Ciertamente, el lenguaje rinde al pensamiento grandes y preciosos servicios, no solamente suministrándonos un medio de transmitirlo en la medida de lo posible, sino también ayudándonos a precisarlo y permitiendo definírnoslo mejor a nosotros mismos, y hacerlo consciente de una manera más clara y completa. Pero al lado de estas ventajas incontestables, el lenguaje, o mejor, su abuso, da lugar a graves inconvenientes, el menor de los cuales no es el verbalismo que ahora mismo denunciaba yo aquí ante ustedes, verbalismo cuya deplorable manifestación es lo que se ha convenido en llamar elocuencia. [...]


Es tan raro que un mismo hombre reúna dones tan diversos como los del escritor y el orador: el escritor, que no tiene a su disposición los mismos medios exteriores, necesita cualidades de otro orden, quizás menos brillantes, pero también menos superficiales y más sólidas en el fondo. Y además la obra del orador solamente tiene su razón de ser en una circunstancia determinada y pasajera, mientras que la del escritor debe tener normalmente un alcance más duradero. Al menos debería ser así, pero desde luego hay escritores cuyas frases no contienen más pensamiento que las de los oradores [...], y mucha de la literatura que en suma no es más que mala elocuencia, y que, fijada sobre el papel, ya ni siquiera tiene los encantos artificiales que podría prestarle una dicción agradable o sabia. Y naturalmente, al atacar a la elocuencia verbal, incluyo también con el mismo título, a toda esta vana literatura.

Guénon se aplica entonces a rastrear las causas de ese verbalismo hueco y estéril; si bien algunas parecen inherentes a la naturaleza humana en general, o bien al temperamento de ciertos pueblos o de ciertas personas, el factor esencial es la educación. Y aquí se lamenta de la educación helenística que él mismo recibió, puramente verbal: “En lugar de que la idea fuera independiente de la palabra, como debe serlo naturalmente, era la palabra la que, al contrario, se hacía independiente de la idea y usurpaba su lugar”.

Por un lado está el inalcanzable pensamiento puro; por otro, su traducción a las palabras; finalmente, la usurpación que hace el lenguaje al pensamiento. Es por ello que Guénon, no sin cierta amargura, termina por advertir: “Parece ser, hoy más que nunca, que el dominio del pensamiento puro debe permanecer como patrimonio de un pequeño número, y quizás es bueno que así sea, si es verdad que la especulación y la acción normalmente van bastante mal juntas”. Y concluye: “No nos dejemos engañar más por las palabras, como nos ha sucedido demasiado a menudo; sepamos de ahora en adelante, en todos los dominios, mirar las realidades cara a cara, verlas tal y como son”. Sin embargo, con objeto de mirar frontalmente a las realidades como son, hace falta estar lo más lejos que sea posible de “este lado”. Un logro enorme y casi impensable.

El pensamiento de Antonio Porchia no es “puro” en el sentido usual, y sin embargo, de un modo asombroso y apabullante, contiene una forma de la pureza que resulta radicalmente inédita:


Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras.
En las sentencias de Porchia, a las que él mismo denominó voces, están los módulos, fórmulas y núcleos preexistentes en la base mental humana:


Y si no hay nada que es igual al pensamiento y no hay nada sin el pensamiento, o el pensamiento es sólo pensamiento o el pensamiento es todo.
Precisamente porque Porchia habla “como todos”, Occidente puede reconocer una coherencia en las voces; por ello, la mentalidad occidental se ve impedida de descartarlas bajo la acusación de incoherencia, irracionalidad o delirio. No obstante, Porchia “habla como todos” situado en un punto anterior al establecimiento de esa base mental común —y acaso de cualquiera otra base mental posible.


Si yo fuese como una roca y no como una nube, mi pensar, que es como el viento, me abandonaría.
Y, sobre todo:


Mirando las nubes he visto que mi pensamiento no tiene su cuerpo solamente en mi cuerpo.
Qué portentoso el reconocer que el pensamiento tiene su propio cuerpo, y que éste es complementario pero no del todo equivalente al cuerpo físico. Mi pensamiento tiene un cuerpo que sólo en parte incluye a mi cuerpo material y que, con toda naturalidad incluye, por ejemplo, a las nubes.

Notable analogía y portentosa metáfora, porque las nubes tienen un cuerpo flexible, cambiante, que a veces se comprime hasta la forma de un cirrocúmulo y a veces se extiende por todo el firmamento como un tapiz algodonoso. Si soy capaz de contemplar así el cuerpo de mi pensamiento, ya no resulta tan delirante dar el salto y decir: “así también es el pensamiento de mi cuerpo”; no sólo mi cerebro piensa, del mismo modo en que mi pensamiento no sólo procede de lo que considero mi cuerpo y sus fronteras. Mirando las nubes no sólo veo cómo piensa mi pensamiento, sino veo el cuerpo del que procede ese pensamiento mío, y tal cuerpo incluye a las nubes y a todo lo que me parece “exterior” a mí, distinto y ajeno. Lo que resulta antinatural o incluso demencial desde una determinada base mental, es perfectamente natural apenas se aborda otra base.

Resulta muy probable que Roberto Juarroz se refiera, con la frase “el otro lado”, a ese punto desde donde Porchia se sitúa para hablar del mundo humano. Y, en efecto, Juarroz es el primero en advertir que Porchia “está en este universo pero podría estar en cualquier otro”, lo que implica que si Porchia habla de lo humano no es por fatalidad (el hombre piensa según la forma en que aprende a pensar) sino por decisión:


Mi palabra olvidada es la otra palabra que pronuncio; es todas mis palabras.
En efecto, la lectura profunda de la obra de Antonio Porchia lleva a la intuición —que es casi una certeza extralingüística— de que el autor eligió la base mental por medio de la cual sería entendido, es decir, el modo en que, al menos en una primera instancia, sería entendida la forma en que tradujo su pensamiento, en sí infragmentable:


Todos mis pensamientos son uno solo. Porque no he dejado nunca de pensar.
Sin embargo, a la vez sabemos que de igual modo podría haber utilizado otra base mental para esa traducción. Porchia lo sabía muy bien:


Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo.
Y:


El ocaso de las primeras palabras comienza en las segundas palabras.
Detrás de las palabras brota siempre lo no dicho, lo que no necesita traducción. El pensamiento en Porchia es algo que sale por completo de la base mental en la que sin embargo se sitúa para hablar: es una nube que por decisión habla como roca. El pensamiento de “este lado”, el de las rocas, es el que aleja de lo real: “Parece que mi pensar, cuando se encuentra conmigo, pierde las alas”, exclama Porchia. Y en otro momento: “Dejo y sé qué dejo; mas si pienso qué dejo, no sé qué dejo”. Sin embargo, existe también el otro lado:


Cuando pienso yo, pienso como pienso yo, no “seriamente”.
Una gran parte de las voces, independientemente de su discurso particular, parecen ser módulos, fórmulas o núcleos destinados a mostrar el acceso a otra base mental, e incluso podría decirse que a una mente sin bases, es decir a una mentalidad capaz de usar la base que desee, pero que no depende de ninguna de ellas. Es como un árbol que lo fuera por decisión —casi diríase por gusto—, y que si así lo quisiera podría ser nube, o roca, o ambas, o nada. Al hombre de la modernidad, en cambio, no le queda de otra: está convencido de que eso es precisamente lo que lo vuelve hombre, el no quedarle “de otra”, es decir que, esté en donde esté, se halla siempre y fatalmente de este lado, con lo que el otro lado se mantiene permanentemente en las antípodas: es lo imposible, lo más opuesto al hombre, aquello que éste no podría visitar sin dejar, automáticamente, de ser hombre.

Es sin duda a esto a lo que Porchia alude con ese uso tan agudo que hace del adverbio seriamente. Cuando el hombre piensa, lo hace como piensa el hombre; pensar seriamente equivaldría al impensable acto de hacer a un lado a los lados, de dejar de concebirse respecto a, de ser hombre porque no se es nube, roca, árbol. La extrañeza no es sino eso: pensar seriamente. En suma: las voces de Antonio Porchia son a la vez el lenguaje y la traducción universal de éste, la codificación para traducirlas a cualquier base mental posible. Está, por ejemplo, la forma de convertir el pensamiento de las rocas en el de las nubes:



Lo que me digo, ¿quién lo dice? ¿A quién lo dice?


Con las palabras que no he dicho he desarmado mis armas.


Las veces que hablo conmigo, algunas cosas no me las digo.


La verdad, cuando la pienso, no la digo.


Está, también, la más profunda experiencia humana:



Habla con su propia palabra sólo la herida.


Para que tu tristeza muda no oyese mis palabras, te hablé bajito.


A veces una palabra que parece de más no está de más, porque acompaña.


Las voces saben desligarse del espíritu de los tiempos, de la opinión pública, de la modernidad, de la cultura, de este lado:



Lo que quiero es lo que quiero si no pienso. Si pienso es lo que piensas.


Y enfocan la diferencia entre lo que el hombre es y lo que cree o piensa ser:



Sí, sufro siempre, pero sólo en algunos momentos, porque sólo en algunos momentos pienso que sufro siempre.


Y si no puedo decirte nada sin lo que yo me digo; lo que yo te digo, ¿es lo que yo te digo o es lo que yo me digo?


Antonio Porchia no está “lo más lejos posible de este lado” sino que se sitúa y habla desde el otro lado, lo cual significa, en primer lugar, que no hay lados para su pensamiento, es decir, que no los necesita para pensar:



Cuando me parece que escuchas mis palabras, me parecen tuyas mis palabras y escucho mis palabras.


Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo.


Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo.


Y seguiré eliminando las palabras malas que puse en mi todo, aunque mi todo se quede sin palabras.


Acaso la magnitud del milagro implícito en las voces sólo podrá ser apreciado en el futuro (Palabras que me dijeron en otros tiempos, las oigo hoy), en un tiempo en que el hombre sea capaz de abandonar una base mental, y no para acceder a otra sino para aprender a usarlas todas; eso es la extrañeza a la que hemos intentado entrever aquí en tan diversos registros: traducir cualesquiera bases mentales una a otra, por decisión, por gusto, según la magnitud de ese único deseo intemporal que nos vuelve humanos.



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