|
DGD:
Redes 167 (clonografía), 2012
|
La vorágine de lo moderno no puede permitirse el
lujo de “malgastar la vida” en reflexión continua; nace así el sentido
occidental del tiempo como algo que no debe malgastarse y que incluso resulta
imprescindible “ahorrar”. Para Occidente es obvio que quien reflexiona,
cuestiona o re-enuncia se aísla del flujo de lo real, es decir, pierde el
tiempo (lo cual significa, en más de un sentido, que se vuelve “irreal”); unos cuantos
individuos —académicos, artistas— tienen una especie de “licencia” para perder
el tiempo, pero el “ciudadano común”, el “hombre de la calle”, puede muy bien
librarse de la molestia de desglosar, de la necesidad de cuestionar, de la
tortura de re-definir. Para que no se “complique la vida”, para que no “malgaste
el tiempo”, para que no se “pierda en explicaciones”, la cultura humana se le
entrega como algo a lo que no tendrá que entender: bastará que la sobreentienda.
El mundo descansa en una avalancha de
sobreentendidos que también pueden llamarse pre-supuestos: lo que se
pre-supone, lo que “por sabido se calla”. Un presupuesto contiene a los demás,
en una escala que va de lo más simple a lo más complejo; por ello, a medida que
se avanza en esa escala resulta más arduo devolver un sobreentendido a sus
términos verbales: una vez alcanzado cierto punto, es ya imposible enunciar de
vuelta, clara y coherentemente, aquello que “se presupone”.
Ya el propio Thomas Jefferson acuña un término
muy significativo en la mismísima Declaración de Independencia norteamericana: self-evident,
las verdades incuestionables, aquellas que en sí son elocuentes y no demandan
abundancia, interrogación o re-conocimiento. Qué fácil para la mecánica de
pre-supuestos bañar con esa “elocuencia” a otras convenciones utilitarias
necesitadas no tanto de ser verdad como de eludir los cuestionamientos. Lo
cotidiano se baña de evidencias a las que resulta absurdo reformular.
Instantáneo y autosuficiente, el pre-supuesto
parece sólo transmitir lo obvio, pero en realidad usa a esa máscara para
conducir cúmulos de información nada evidenciable. El poder se basa en un muy
particular uso de los términos, que a fin de cuentas fomenta el silencio: se
sobreentiende que “no sirve de gran cosa hablar”, porque el barullo atronador
ahoga a cada palabra. La frase “Es absurdo enunciar lo obvio” implica que muy
pronto resulte absurdo enunciar cualquier cosa. El sobreentendido no
“aligera” al pensamiento: lo sustituye.
Los sobreentendidos funcionan por repercusión:
unos dentro de otros, los grandes mueven a los pequeños y éstos a los
infinitesimales. En las artes narrativas, un solo acto, una sola mirada,
entonación o gesto de un personaje realista
implican una vasta cantidad de informaciones sobreentendidas cuya enunciación
escrita —de ser ésta posible— costaría miles de páginas. El poder comienza por
monopolizar (hacer inferir) el sentido de orden: la realidad es caótica
y por tanto el orden propuesto —impuesto— no equivale sino al “menos convulso
de los desórdenes”. Los medios masivos de “comunicación” impactan, conmueven,
arrebatan: tras esa avalancha de “evidencias” nadie duda en reconocer el
callejón sin salida como habitat natural del hombre. Pero el mundo ¿es
obviamente convulso o convulso por evidente?
El dramaturgo Peter Handke busca ese retorno en
el brillante monólogo que articula el libreto teatral Kaspar (1967):
Cada objeto que percibes es tanto más simple cuanto
más simple sea la frase con la cual puedes describirlo: tal objeto es un objeto
en orden, acerca del cual, después de una frase corta y simple, no queda
ninguna pregunta qué hacer; un objeto en orden es aquel que se aclara del todo
mediante una frase corta y simple; un objeto en orden sólo requiere una frase
de tres palabras; está en orden aquel objeto sobre el cual no hay que contar
antes una historia. Un objeto en orden ni siquiera requiere una frase: para un
objeto en orden basta la palabra que lo nombra. Las historias no empiezan sino
con un objeto en desorden. Tú mismo estás en orden cuando ya no necesitas
contar historias acerca de ti: estás en orden cuando tu historia ya no se
distingue de cualquiera otra historia, cuando ninguna afirmación acerca de ti
provoca una negación. No tendrías ya que poderte esconder detrás de frase
alguna. La frase acerca de la agujeta de tu zapato y la frase acerca de ti
deben ser iguales excepto por una palabra; a fin de cuentas deben ser iguales
palabra a palabra.
Los sujetos y objetos en orden no merecen una
historia: sobre ellos todo se calla, se sobreentiende. Conviene abundar
en este componente intrínseco de la cultura occidental.
Imaginemos que en una charla cotidiana alguien
nos dijera “Me lastimé un dedo” y entonces añadiera, con la misma seriedad: “El
dedo está en la mano”. Quedaríamos estupefactos porque, a diferencia de la
primera frase, la segunda es superflua: no es necesario decir “está en la mano”
porque los dedos, en su ordenamiento normal (el orden tan caro a Occidente), están
en la mano. Basta decir “el dedo” para que se sobre-entienda una mano, y para
que de inmediato se asocie la “disposición natural” del dedo. Es obvio, se
calla por sabido, no hay que decirlo: si el motivo de la frase fuera otro, también
se infiere que el autor de ella habría añadido el matiz
correspondiente.
Por tanto, la frase “el dedo está en la mano” es
repetitiva, ociosa, aun atentatoria (en cuanto arrebata tiempo provechoso para
mejores actividades del pensamiento): todos saben que el dedo está en la mano,
hay un acuerdo general, un tácito consentimiento al respecto. Si alguien nos
dijera esa frase con la misma entonación y matiz que, por ejemplo, “el día está
frío” o “la sopa está en la mesa”, lo miraríamos sospechosamente: ¿acaso duda
de nuestras más elementales seguridades?, ¿cree que hemos nacido ayer? Esa
frase es incluso peligrosa: quien así la pronunciara incurriría en agresión; al
fatigar lo evidente, se estaría burlando de nosotros: quedaría fuera de
orden (fuera de realidad). Si ese mismo individuo insistiera en tal frase o
en otras similares, con ello abriría la puerta a un cúmulo de equívocos
celosamente tasados en el orden social y que culminan en la impugnación
represiva por antonomasia: locura.
(Esa es la gran impugnación hecha a Perogrullo,
que fue convertido en el bufón de la Historia por haber tenido el supremo, casi
inconcebible valor no sólo de llamar puño a la mano cerrada sino de re-enunciar
todos los sobreentendidos ocultos en las definiciones más automáticas, en los
lugares más comunes, en las frases hechas.)
“Me lastimé un dedo” es una historia que, como
todas las rupturas al orden, despierta nuestro inmediato interés; en cambio,
“El dedo está en la mano” es una pérdida de tiempo, una burla, una agresión. La
naturaleza y el universo mismo no tienen historia, excepto cuando lo social,
norma civilizada, desorden ordenado, choca con ellos (como bien simboliza
Robinson Crusoe). La demencia equivale al máximo desorden: toda historia tiene
su clímax en la locura, y en todo caso, cuando al final de ella no se puede
restablecer el orden, es la historia misma la que enloquece.
Las más elementales seguridades que todos
manejamos son ordenaciones que se afianzan y confirman a través de las
historias: todas ellas tejen una sola historia, un monumental relato que se
transmite íntegro a cada instante, en cada obviedad, en cada acto de callar lo
sabido. Occidente cuenta la única historia de un orden amenazado, roto, que
vence a la irrupción y al final se restituye. Sin embargo, lo que cada historia
particular restituye no es ese específico orden del que ella partió sino el de
la gran historia general: el orden del poder. El aparato de poder define al
mundo y da a cada individuo un papel y una historia. Puesto que
no nacimos ayer, puesto que no somos ingenuos, únicamente contaremos historias
para devolver el mundo al orden, es decir, para silenciarlo, para que vuelva a
callar por sabido. La cultura occidental convierte a la realidad en una gran
historia realista para que el mundo
vuelva al orden y así pueda seguir siendo sobreentendido.
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario