miércoles, 15 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XVI: La tradición es lo opuesto a la felicidad)


DGD: Textiles-Serie negra 35 (clonografía), 2012

(XVI) La tradición es lo opuesto a la felicidad

Cyril Connolly se hace una gran pregunta: “Con el deseo de progresar viene anexo el temor a no progresar, el sentimiento de culpa. Si no hubiera padres que se empeñaran en que seamos buenos, ni maestros que nos convencieran de que aprendiéramos, ni nadie que quisiera sentirse orgulloso de nosotros, ¿no viviríamos felices?”. De ahí se deduce fácilmente que la tradición es lo opuesto de la felicidad, o al menos que no la tiene como fin supremo. Más bien, si hubiera que pensar en su meta, vendrían de inmediato a la mente palabras como deber (ser buenos) y trabajo (ser útiles o productivos).

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De maneras siempre oportunas, los “incentivos” o los “correctivos” nos son ofrecidos por ciertas entidades abstractas: el “Estado”, la “Iglesia”, la “sociedad”, la “humanidad”, la “familia”, la “escuela”, e incluso por figuras que no tendrían por qué considerarse abstractas (pero que lo son en cuanto representan a la misma tradición): el amigo(a), el novio(a), el esposo(a), los hijos, los padres, los maestros, los jefes.
          De ahí también que resuenen como irresponsables o escapistas los esfuerzos por reivindicar el ocio emprendidos por Rabelais, Stevenson o Wilde, puesto que el ocio es independencia y libertad respecto a quienes con su orgullo o indignación nos dan tamaño y dirección. La primera expectativa de todas esas entidades abstractas es modelar a los seres a partir del miedo a no satisfacer lo que se espera de cada uno.

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“¡Qué puede importar a la naturaleza”, exclama Connolly, “si progresamos o no! Sus instintos son la satisfacción del hambre y del sexo, la destrucción de los enemigos y la protección de su progenie. ¿Qué monstruo sería el primero que resbaló a la idea del progreso? ¿Quién destruyó nuestra concepción estática de la felicidad con estos dolores del crecimiento?”

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La tradición es lo que se espera. La ruptura es lo inesperado. Pero tan regulado está aquello como esto. Una tradición regulada es algo que se espera, pero ¿cómo puede lo inesperado ser objeto de la misma regulación?
          Las contradicciones en todos estos planteamientos resultan incluso desquiciantes. Connolly habla de “nuestra concepción estática de la felicidad”, con lo que la identifica con una tradición (que es reposo, inmovilidad o estancamiento). Entonces viene la “idea del progreso” con sus “dolores del crecimiento”, y por tanto esta propia movilidad identifica a la idea del progreso con la ruptura.
          ¿Pensar en la felicidad como tradición y en el progreso como ruptura no es más que otra modalidad del discurso de la conveniencia? ¿O se trata de una confusión entre los elementos que nos permiten identificar a la tradición (estatismo) y a la ruptura (movimiento)? ¿O bien sencillamente sucede que hay aquí niveles distintos que no fueron cuidadosamente desbrozados?

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¿La tradición es la felicidad o lo que nos impide ser felices? Depende como se defina tradición. Evidentemente, una tradición verdadera, ligada a las raíces arquetípicas de lo humano (aquella que, en los términos y niveles planteados por Connolly, es la felicidad, no entendida como autogratificación burguesa sino como plenitud humana), ha sido retirada del ámbito social para ser suplantada por otra “tradición”, la que impone el “progreso” como meta ciega de la modernidad y desvía a los destinos individuales hasta hacerlos servir al aparato. Esta es la tradición manipulada, que con toda evidencia es —dice Connolly— la que sistemáticamente (todo el Sistema radica en esto) nos impide ser felices.

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En inglés existe el adjetivo human (“humano”), pero esta misma lengua se ha visto misteriosamente obligada a acuñar otro adjetivo que difiere de aquél en una sola letra: humane, que significa “humanitario” (en el sentido de civilizado, noble, íntegro, ético). En la balanza, la otra palabra genérica, human, se cubre de barbarie. ¿Cuál de las dos es la tradición y cuál la ruptura? Responderá la conveniencia, una vez más. Cuando un sistema, una institución o un individuo quieren legitimarse, dirán “I’m humane” (con lo que el sistema se vuelve democrático, la institución se hace benéfica —de beneficencia— y el individuo deviene altruista), pero cuando conviene volver “inevitables” a la guerra, la competitividad o la crueldad, se perderá esa letra “e” y se dirá, resignadamente, “I’m human”, con una palabra intermedia sobreentendida: “I’m only human” (“Soy sólo humano”), en eco de aquel dictum de Séneca el joven: Errare humanum est, que, dicho así y en ese contexto, convierte al “error” en la esencia de lo humano. Hábilmente es escatimada la segunda parte de esa locución: errare humanum est, sed perseverare diabolicum, “errar es humano, pero perseverar [en el error] es diabólico”. Sin duda el discurso de la conveniencia es diabólico.

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En su célebre invención de la abadía de Thelema en Pantagruel, Rabelais expone su convicción de que el hombre tiende de manera espontánea a la bondad; el mal surge cuando aparecen los aparatos represores (Iglesia, Estado) que quieren obligarlo a hacer el bien —aquello para lo que ya estaba naturalmente inclinado— y le ordenan “no hagas el mal”; en ese momento ha nacido el mal, puesto que el ser humano tiende, por rebeldía, a desear lo prohibido.
          Unos cuantos siglos después, un personaje de Melville (en The Confidence Man) coloca esa idea en un contexto ya ni siquiera de nature sino de nurture, esto es, de la mera conveniencia individual: “¿Qué criatura que no sea demente no optaría por hacer el bien y no el mal, cuando está claro que, haga el bien o el mal, le será devuelto?” (For, what creature but a madman would not rather do good than ill, when it is plain that, good or ill, it must return upon himself?).

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La decisión de este personaje se parece mucho a la atrición, es decir el acatamiento de las reglas (religiosas, legales, sociales) menos por convicción que por miedo al castigo, o más bien, en este caso, por comodidad. Este personaje de Melville opta por el bien ya sin importarle si está o no naturalmente inclinado a él, y ni siquiera le importa que exista o no un castigo para el mal; elige el bien por mera conveniencia e incluso por egoísmo puro cuando entiende que es medido con la misma vara que usa para medir a los otros y que todo lo que haga se le revierte.

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El bien de Rabelais es una característica humana, una inmanencia; el de Melville, una simple herramienta práctica, un resultado del sentido común, de la más elemental sensatez. He aquí un uso práctico de la conveniencia que no está contemplado en el discurso del poder dominante en Occidente.

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Porque no es ese el uso regulado, establecido y mayoritario de la conveniencia egoísta en sociedad. Ejemplo palpable: cuando así nos conviene, festejamos el romper moldes, el arriesgarnos en territorios no frecuentados, el desobedecer ciertas reglas, el ser un poco audaces, aventureros, imprevisibles; pero cuando se trata de ir más allá de ciertos límites que cuestionan nuestro propio orden simbólico, nuestras más íntimas seguridades y hasta nuestra identidad genérica, entonces todo aquello a lo que antes festejábamos se cubre de un cariz siniestro y se vuelve inaceptable, inimaginable e incluso monstruoso.
          No se trata de criticar esta especie de doble moral del individuo (a fin de cuentas cada quien tiene perfecto derecho de establecer sus propios límites, de proteger lo que considera que debe protegerse), sino de observar que si hay una ruptura “simbólica” (ese pequeño margen de juego, de representación, que no podemos evitar el concedernos, así sea a través de pequeños simulacros, para desahogar el siempre urgente deseo de trascendencia), ello a la vez demuestra que existe una tradición simbólica (arquetípica, integral, simultánea) y que la necesitamos con mayor urgencia que nunca precisamente porque más que nunca está desterrada del mundo cotidiano.



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