miércoles, 24 de julio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIII: Fluidez y estancamiento)


DGD: Textil 66 (clonografía), 2009

(XXIII) Fluidez y estancamiento

En la hipercomercial y opulenta película Guerra mundial Z, un supuesto científico dice el lema central de toda esta película-negocio: “La madre naturaleza es una asesina serial. No hay nadie mejor, ni más creativo. Pero como todo asesino serial, tiene el terrible deseo de ser descubierta. ¿Para qué cometer crímenes tan brillantes si nadie se lleva el crédito? Así que deja migajas. Lo más difícil, lo que te mantiene una década en la escuela, es reconocer las migajas como los indicios que son. Y a veces, lo que creíste que era el aspecto más cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y le encanta disfrazar las debilidades como fortalezas”.
          El discurso de la conveniencia se forma con este tipo de gotas de un torrente dictatorial y permanente. El darwinismo social gobierna a todas las ideas difundidas por Hollywood. Una vez aceptado que “la madre naturaleza es una asesina serial”, entonces sí conviene reconocer las raíces naturales del hombre, quien por tanto es también un asesino serial, por “herencia”, o, para usar la gran coartada, por naturaleza.

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En biología se utiliza el término palingénesis para aludir a la reproducción exacta de los aspectos ancestrales de la herencia; el opuesto es la cetogénesis, en donde el medio ambiente modifica a las características heredadas. Es este un binomio correspondiente a nature/nurture. Pero el discurso de la conveniencia nunca aceptará el factor educación (la influencia del medio ambiente), puesto que éste implica el libre albedrío, la capacidad de elección, el acto individual de negarse a recibir determinada educación por falsa o perniciosa.

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Oponerse al discurso ideológico de Guerra mundial Z (y de los millares de filmes y series de televisión semejantes) es, por tanto, “antinatural”. La crítica y toda actividad lúcida alternativa se vuelven prácticamente actos “contra-natura”.

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Nurture (la cetogénesis) queda fuera del juego para que reine Nature, que no es en absoluto “la naturaleza”, sino ese específico simulacro (tradición manipulada) que el poder requiere para afirmarse como fatal e inevitable: no hay opciones, no hay libre albedrío: sólo hay palingénesis: el hombre es un asesino serial y punto.

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El propio discurso hollywoodense, entusiasmado por su “evidencia avasallante”, descuida la metáfora. De Hollywood (y de todo el discurso de la conveniencia) puede decirse lo mismo: “Pero como todo asesino serial, tiene el terrible deseo de ser descubierto”. Y aún más: “A veces, lo que creíste que era el aspecto más cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y le encanta disfrazar las debilidades como fortalezas”.

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No puede decirse propiamente que la tradición “tienda a estancarse”: la historia humana prueba que la tradición es un estancamiento; de ahí que la ruptura no resulte “a veces” necesaria, sino incesantemente indispensable. En el terreno de la filosofía, Borges estipula que Macedonio Fernández “no formuló ideas nuevas —acaso no las hay—, [pero] redescubrió y repensó las ideas eternas”.

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El estancamiento en ningún modo es exclusivo de la literatura, pero parece especialmente notable en ella. En una página citada por Borges, T.S. Eliot denunciaba uno de tantos agotamientos, el de la novela policiaca, que —observa Eliot— “se repite peligrosamente: en el primer capítulo el consabido mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal es descubierto por el consabido detective, después de haberlo ya descubierto el consabido lector”. Muy diversos tipos de ruptura intentan salvar el peligro de las repeticiones, pero a la vez el público las acepta y hasta las demanda: es el reconocimiento a las “convenciones de género” que hacen reconocible, en este caso, a la novela policial.

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Los autores buscan, pues, rupturas “moderadas”: suficientemente “renovadoras del género” pero nunca tan definitivas que pudieran escapar por completo al reconocimiento (y menos aún que pudieran contribuir a la desaparición de ese género o subgénero). El público aplaude una “variante novedosa” que le muestra nuevas facetas de las mismas “leyes” pero rechazaría con indignación una ruptura absoluta de esas leyes.
          Los géneros viven, pues, no de sus leyes sino de la graduación (siempre subjetiva, siempre graduada) de las variaciones practicadas sobre ellas. Existe un límite más allá del cual las rupturas dejan de ser moderadas, graduadas y calibradas, y se vuelven definitivas: esa zona off limits es muy temida porque su nombre es caos o, en otros niveles, revolución.
          Pero las revoluciones, cuando surgen, y sobre todo cuando no pueden ser sofocadas a tiempo, son entonces prontamente devueltas al territorio conocido: se institucionalizan, se vuelven tradición, es decir, estancamiento. Y el péndulo comienza de nuevo a moverse. O a la apariencia de moverse, puesto que el péndulo ha sido congelado en su extremo: el de la extrema derecha.

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Borges aporta un matiz a esta discusión eterna y aparentemente irresoluble: “los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de realismo”. Acaso esta oración puede parafrasearse por medio de sustituir los sustantivos: tradición y ruptura no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es una tradición o una ruptura, o en qué niveles podría considerarse esto o aquello.
          Evidentemente no es ni una cosa ni la otra; tradición y ruptura son formas humanas de mirar (modos de adjudicar niveles a posteriori), y por lo general es el discurso de la conveniencia el que determina que el universo sea visto como tradición o como ruptura (o como tradición de la ruptura, o como traición de la tradición).

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Twice Told Tales (Cuentos dos veces contados) es el título de una colección de cuentos en dos volúmenes de Nathaniel Hawthorne publicada en la primavera de 1837. Ese título estaba inspirado en un fragmento de The Life and Death of King John (acto 3, escena 4) de William Shakespeare: Life is as tedious as a twice-told tale / Vexing the dull ear of a drowsy man (“La vida es tan aburrida como un cuento contado dos veces / Que fatiga el oído sordo de un hombre somnoliento”).
          La repetición mata a la novedad y no hay como repetir un suceso insólito para volverlo tradición y con ello devolverlo a lo tedioso.
          Escribe Sergio Pitol que, sin la existencia de la literatura, “el lenguaje sería gris, plano, reiterativo. Es la literatura la que lo alimenta, lo transforma, lo castiga a veces, pero le otorga una luminosidad que sólo ella es capaz de crear”. En este párrafo podría sustituirse “lenguaje” por “tradición” y “literatura” por “ruptura”.

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La vida es una tradición que depende, para perdurar, de sus rupturas incesantes (si no se producen se las inventa), impredecibles (aunque no sólo se las predice sino se las provoca) y totalmente novedosas (aunque los elementos que barajan son tradicionales y aun las combinatorias más afortunadas se volverán rápidamente tradición).

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Uno de los niveles más curiosos de este fenómeno es la juventud, que es tradicionalmente definida como ruptura en sí misma. Sin embargo, el culto generalizado hacia ella la infiere como sólida tradición. La edad madura del ser humano, que tendría que ser lo tradicional respecto a lo cual la juventud es ruptura, se vuelve, por tanto, ruptura de la tradición que es la juventud. El anciano que realiza obras o demuestra vitalidad se vuelve anómalo, y, como ruptura, se cubre de los atributos de lo heterodoxo: la culpabilidad (por no ser joven), la envidia (a quienes son físicamente jóvenes), la sed de expiación (no por haber vivido sino por haber sido joven una vez).

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“Cuando fracasan”, dice Dostoievski en Crimen y castigo, “incluso los mejores proyectos parecen estúpidos.” En la mentalidad capitalista el fracaso es la tradición: está por todas partes y es el más probable de los resultados en todo esfuerzo individual por “destacar”; por tanto, el triunfo es la ruptura. Pero qué curiosa ruptura, cuando todos tienden a ella y, sobre todo cuando, al conseguirla, ella se convierte en parte de una tradición secreta, la de los triunfadores, los reguladores y líderes de la comunidad. Los peores proyectos parecen magníficos si triunfan, mientras que los mejores resultan estúpidos si fracasan. El carácter particular de cada proyecto importa mucho menos que su inserción en la contradictoria categoría de “tradición” (el fracaso que espera a todos, el triunfo designado para unos cuantos) o de “ruptura” (el triunfo que vuelve glorioso a lo que toca, el fracaso que vuelve vil a lo que no puede separarse de él).

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Uno de los personajes de Paradiso de Lezama Lima “siente el tiempo como un castigo”. El devenir temporal es visto a veces como tradición, cuya ruptura es paradójicamente la eternidad (como los instantes sagrados que experimentan Proust y Borges), y a veces como ruptura de una tradición que es la eternidad.