jueves, 15 de agosto de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXV: Pensar y dudar)


DGD: Textil 126 (clonografía), 2010

(XXV) Pensar y dudar

Una de las tácticas principales de la modernidad consiste en “olvidar” partes de las citas que usa para fundamentarse. El gran ejemplo es la sentencia de Séneca, Errare humanum est, “errar es humano”, que sirve para justificarlo todo cuando ya no quedan coartadas posibles, y que, dicho así y en ese nivel primario en que se dice todo en la modernidad, no significa que el ser humano también se equivoca, sino que el error es la esencia de lo humano. Y es que de una manera muy mañosa se ha eliminado la segunda parte de esa sentencia: errare humanum est, sed perseverare diabolicum, “errar es humano, pero perseverar [en el error] es diabólico”.
          Otro gran ejemplo se halla en la archiconocida máxima cartesiana je pense, donc je suis (Discours de la Méthode, 1637), vertida por el propio Descartes al latín como ego sum, ego existo (Meditationes de Prima Philosophia, 1641) y como ego cogito, ergo sum (Principia Philosophiae, 1644), de donde procede la celebérrima derivación cogito ergo sum, traducida generalmente como “pienso, luego existo” y que es el slogan fundamental del racionalismo positivista.
          Citado así, no podría sonar de modo más fehaciente y “constructivo”, es decir, productivo, puesto que tanto el pensar como el existir son concebidos como “actividades” y aún más, como producciones (en el sentido exacto de “producción en serie”, es decir, de progreso).

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Y sin embargo, en la célebre locución se ha omitido el primer elemento. Uno de los principales intérpretes y admiradores de Descartes, el crítico literario Antoine-Léonard Thomas (Éloge de René Descartes, 1765), rescató ese elemento “perdido” cuando supo leerla de este modo: Puisque je doute, je pense; puisque je pense, j’existe, es decir, “dudo, luego pienso; pienso, luego existo”, o en una posterior versión latina: dubito ergo cogito, ergo sum.
          No es una interpretación: Thomas se limita a extender (se le llama precisamente “el cogito extendido”) lo que ahí estaba implícito y luego fue “olvidado”, y se basa en la subsiguiente declaración en las Meditationes de Descartes: Ego sum res cogitans, id est dubitans, affirmans, negans, pauca intelligens, multa ignorans (“Soy una cosa pensante que es un ser que duda, afirma, niega, conoce unos cuantos objetos e ignora la mayoría de ellos”). En su elogio reverente, Thomas reivindica el papel que Descartes había aplicado a la duda, y coloca este acto antes que cualquier otro (afirmar, negar, conocer, ignorar). La duda no sólo se sitúa antes del pensamiento sino que es su mismísimo origen.

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El razonamiento completo —dubito ergo cogito, ergo sum— implica que si dudo de que existo, ello es una prueba de mi existencia, puesto que hay alguien que duda. Se trata de un uso deliberadamente parcial del acto de dudar, porque se aplica solamente en una dirección (dudo de que existo), al tiempo que se eliminan las otras direcciones posibles (por ejemplo, dudo de que pienso, e incluso dudo de que dudo).
          Cuando Descartes dice “dudo”, quiere significar sólo la parte de la duda que conviene a su sistema filosófico: sopesar, comparar, poner en acción a la lógica para que ella vaya eliminando falsos razonamientos y llegue a donde este filósofo quiere llegar. Descartes nunca implica llevar la duda hasta las últimas consecuencias, que implicarían dudar de todo, incluso de la validez de su propio sistema de pensamiento y hasta de la razón misma como método para conocer el mundo.
          Por medio de la parcialidad unidireccional se demuestra la conclusión predeterminada: el pensamiento es la prueba de que existo, y la existencia es la prueba de que pienso.

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Brillante gambito: convertir a la duda en confirmación y hasta en prueba de la existencia y solidez de aquello respecto de lo cual se duda. Si dudo de la tradición, si la cuestiono, esa duda es ya en sí misma una ruptura a esa tradición; sin embargo, la manipulación del cogito (gemela a la manipulación de esa tradición) causa, por enésima vez, que de todas formas la ruptura termine confirmando no sólo la existencia de la tradición, sino su invulnerabilidad.

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Más allá de las minucias filosóficas (nos referimos aquí al uso que se le da en el nivel de los media, no en los claustros académicos), se trata de un magnífico pilar para el positivismo optimista y bobalicón de la modernidad, que de ese modo se afirma y justifica: pensar es la prueba de la existencia, y la existencia es la prueba del progreso.

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La “filosofía” de la modernidad se deshace del dubito y erige como único centro al cogito. Las razones son evidentes: el mundo moderno no se beneficia en absoluto si promueve en sus habitantes la duda; intuye muy bien que ésta es un mecanismo que se muerde la cola: dudo, dudo de que dudo, dudo de que dudo de que dudo, etcétera. Así nace la “tradición” que consiste en evitar al hombre de la calle confusiones, ambigüedades, descolocaciones, conflictos innecesarios.

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Sobre todo en el nivel de los media no es en absoluto conveniente reconocer el papel de la duda y menos fomentarla en los ciudadanos: nada menos deseado que sugerirles, por ejemplo, el acto de aplicar la duda a la autoridad, o a la solidez del mundo moderno, o a sus instituciones, o al papel asignado a cada ciudadano en esa maquinaria.
          Un ciudadano que sistemáticamente pusiera en práctica la duda se “debilitaría” y, peor aún, se desadaptaría (sufriría un extrañamiento, se saldría del carril). Al eliminar el dubito del lema fundamental del positivismo racionalista, la modernidad paternalista y totalitaria desactiva la parte más fecunda de la duda: la de poner en cuestionamiento, que es asimismo la necesidad de responder.

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En cuanto a la necesidad de responder, una de las más hondas respuestas (rupturas) a la soberbia del cogito, ergo sum (tradición) ha sido dada por Tomás Segovia en sus cuadernos de notas:

“Pienso, luego existo” no es bastante evidencia. Es una demostración, pero no una seguridad. Las pruebas sólo pueden ser seguridades para otras pruebas; los hombres necesitan más. La verdadera seguridad la tenemos al exclamar “Yo sufro”. La duda metódica deja de ser comprobable cuando llegamos al “yo pienso”; pero no deja de ser satisfactoria hasta que llegamos al “¡ay!”, al grito de dolor. Lo que exclamamos entonces no es “Sufro, luego existo”, sino: “Sufro, luego soy yo”. “Existo” no es satisfactorio porque no nos asegura la realidad de ese yo que sabemos que existe; y aunque nos la asegurara, no nos asegura la realidad de eso que el “yo” piensa. Una cosa real sólo puede definirse, delimitarse en su realidad frente a otra cosa real. ¿Cómo podría una cosa irreal definir, delimitar a una cosa real? La realidad del yo sólo puede acabar donde empieza la realidad del no-yo, no donde empieza su irrealidad. El “Yo sufro” nos asegura la realidad del yo, y la realidad de lo que hace sufrir al yo. Y nos marca además la frontera de estas dos realidades, que se definen la una por la otra.

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Eliminar el dubito como primer paso del cogito tiende ante todo a exaltar ese hedonismo burgués que nada quiere saber del dolor y que es la falsa imagen de la felicidad que venden la publicidad y la propaganda. Pero aún existe un más grave resultado: condenar al olvido la antigua certeza de que dudar no es un debilitamiento, de que responder no es una altanería, de que cuestionar no es perder el tiempo.

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