domingo, 15 de septiembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXVIII: Más sobre el tótem)


DGD: Textiles-Serie negra 1 (clonografía), 2003

(XXVIII) Más sobre el tótem

En Tótem y tabú, Freud inventa un mito y así lo llama él mismo, “El mito de la horda primitiva”. Puede sintetizarse así: los hermanos, excluidos de la sexualidad y de la palabra por un padre que goza de todas las mujeres, se conjuran para matarlo y así lo crean como padre simbólico. Entonces se sienten culpables de haberlo matado y deciden renunciar al objeto del deseo por el que se habían conjurado, a la vez que mitifican al padre por medio de convertirlo en tótem fundador del grupo.
          De este mito, el padre del psicoanálisis saca conclusiones perentorias: la civilización comienza por un crimen cometido en común, el parricidio; éste crea a la cultura por medio de introducir al hombre al mundo de la culpa y la renuncia. Nace entonces la tradición, encarnada en una instancia reguladora, una institución cuyo fin es impedir la satisfacción inmediata de las “pulsiones”. La sociedad y la civilización misma nacen de esta represión fundamental. La palabra, cargada de culpabilidad, y lo simbólico, expresión ulterior de lo reprimido, invaden y dominan a la totalidad del campo social.
          En este panorama, la sexualidad aparece no sólo como problema sino como conflicto, es decir, como guerra, regulada por códigos y tabúes y dominada por un lenguaje creado precisamente para dominarla. La sustitución del principio del placer por el principio de realidad es, según Freud, el gran suceso traumático en el desarrollo de la humanidad; de hecho, ese desarrollo no tiene otro sentido.

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El parricidio, afirma Freud, se repite continuamente en la historia, se hereda: esta es la tradición, cuyas entretelas son la represión, la renuncia y su resultado “natural”, la guerra. En todos los niveles no hay paz sino treguas, que se consiguen por medio de la sumisión: por un lado, al poder del padre o de su sustituto el Estado, y por otro, a la imposición del principio de realidad en la primera infancia, primero por los padres, después por los educadores y, en términos “globales”, por los medios masivos de “comunicación”.
          En la visión freudiana, la historia del hombre es la historia del parricidio. La cultura es malestar, y debe su existencia a la represión y a la renuncia al principio del placer. El gran Wilhelm Reich intenta retornar todo este mito al mero terreno especulativo al que pertenece: “Lo que hay de verdad en esa teoría”, escribe, “es simplemente que la represión sexual de base psicológica colectiva crea una cierta cultura, a saber, la cultura patriarcal en todas sus modalidades, lo que no quiere decir, en absoluto, que sea la base de la cultura en general”.

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La fuerza del “mito de la horda primitiva” se basa en el poder que se erige para interpretarlo. Es sólo por eso que, de ser “un” mito, pasó a ser “el” mito por medio de “evidencia” y exclusión; si impera es porque resulta el mito perfecto para la fundación y legitimación del poder. (Sucede lo mismo en otros casos tan significativos como el mito originario del andrógino, manipulado para fundamentar la religión sexual del Estado.)*

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La única evidencia es que “una cierta cultura” se convirtió en “la” cultura; de ahí se desprende que lo que hay que sanear primero es el mito fundador.

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Puede partirse de este párrafo de Wilde: “así como el arte de un país adquiere, solamente por contacto con el arte de países extranjeros, esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de igual manera, por una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad, el crítico puede interpretar la personalidad artística de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta esa interpretación”.
          Idea significativa: lo propio sólo se adquiere por medio del contacto con lo otro. En sus cuadernos de notas, Tomás Segovia habla de ese desgarramiento que se produce cuando una minoría quiere ser reconocida en su distintividad, en su unicidad, en su diferencia, y a la vez desea ser tratada en igualdad por los demás. Pero ese distintivo sólo existe si hay de qué distinguirse. Si únicamente existiera en el mundo esa minoría, no sería “minoría” ni tendría conciencia de ninguna diferencia. Es ahí en donde entra el tótem, porque en donde se habla de minoría, de grupo, de tribu, podría en determinado nivel hablarse también de endogamia; el tótem abre los clanes cerrados y los pone en convivencia unos con otros; provoca un cambio de perspectiva en el que existe un solo clan mayor formado por clanes, una sola familia humana en la que ya no hay islas sino un archipiélago.
          Nada ha cambiado y todo ha cambiado: antes había contacto entre clanes y después lo sigue habiendo, pero el concepto, la definición misma del contacto es “otra”: ya no se trata de extraños sino de iguales. Antes un clan se consideraba principio y fin de sí mismo, es decir superior, por la “pureza de sangre”, a los demás, a los que contemplaba como ajenidad absoluta. Después de la aparición del tótem puede seguir considerándose un clan, pero en función de los otros que ya no son ajenos, puesto que con ellos está ahora metafóricamente emparentado. Es en el contacto en donde reside el tótem.

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Antes y después el contacto existe, pero antes no tenía significado y ahora el contacto es significado, es significación. Parafraseando el párrafo de Wilde: “un clan adquiere su unicidad solamente por contacto con la unicidad respectiva de los otros clanes, esa vida propia e independiente que llamamos cultura”, e incluso puede decirse que mientras más intenta diferenciarse de los demás clanes, más enriquece la igualdad de todos. (La igualdad “en” la diferencia: igualdad no manipulada.)
          Pero el tótem actúa de manera análogamente poderosa en cuanto a lo individual: “sólo intensificando su propia personalidad, el individuo puede interpretar la individualidad de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta esa interpretación”.
          Es acaso ahí en donde entra la manipulación: en la definición misma de individualidad, es decir, en el modo impuesto de intensificar lo individual. La tendencia originaria del tótem es intensificar la individualidad para enriquecer a la colectividad; la posterior manipulación del tótem consiste en hacer que cada quien intensifique su individualidad para empobrecer a lo colectivo (y por tanto, a la inversa).
          Wilde lo entrevé a su manera: “con el desarrollo del espíritu crítico llegaremos a comprender finalmente, no sólo nuestras vidas, sino la vida de todos, de la raza, haciéndonos así absolutamente modernos en el auténtico significado de la palabra modernidad”. Subrayemos auténtico (no manipulado).

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Wilde habla de volver al tótem originario cuando escribe: “La crítica aniquilará a los prejuicios raciales, insistiendo sobre la unidad del espíritu humano en la variedad de sus formas. Cuando sintamos la tentación de guerrear con otra nación nos recordaremos que eso significaría querer destruir un elemento de nuestra propia cultura, quizás el principal”. Y aquí agrega uno de sus aforismos característicos: “Mientras se considere a la guerra como nefasta, conservará su fascinación. Cuando se la juzgue vulgar, cesará su popularidad”. Lo mismo puede decirse de los mitos manipulados.

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Y también habla del tótem cuando agrega: “aquel para quien el presente es la única cosa presente, no sabe nada del siglo en el que vive. Para comprender al siglo XIX, hay que comprender primero a los siglos precedentes, aquellos que contribuyeron a su formación. Para saber algo de uno mismo, hay que saberlo todo de los demás. No debe existir ningún estado de alma con el que no se pueda simpatizar, ni ningún extinto modo de vida que no pueda volver a la vida de nuevo”.
          Wilde habla de la unidad, cuyo otro nombre es diversidad. Qué lejano ese lema de la modernidad que ha manipulado a la tradición con objeto de que sólo exista un estado de alma, un modo de vida, es decir, a fin de cuentas, una exclusión de lo diverso y de lo otro.





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