domingo, 6 de julio de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, III


DGD: Textiles-Serie blanca 32 (clonografía), 2012

La luminoterapia no guarda sino una vaga semejanza con el bronceado. Quien se broncea usa un antifaz: tiene los ojos cubiertos, es decir, no ve la luz, mientras que el que recibe la cura de luz debe verla. Verla es ya una parte sustancial de la curación. Acaso porque ver la luz es verse, mientras que la oscuridad es precisamente la negación de la mirada. Aquel cuya lámpara se apaga en las tinieblas pierde no sólo la mirada (el camino, el rumbo) sino los contornos (la memoria, el sentido).

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La idea de una “cura” tiene también implicaciones muy profundas en las artes narrativas: “La función esencial de la obra dramática (como la del cuento de hadas)”, escribe David Mamet, “consiste en ofrecer una solución a un problema que no es asequible a la razón. La obra dramática eficaz es la que nos induce a dejar en suspenso nuestro juicio racional para seguir la lógica interna de la obra, de forma que nuestro placer (nuestra ‘cura’) sea la sensación de liberación al final de la historia. Disfrutamos la satisfacción de ser partícipes en el proceso de solución antes que el logro intelectual de haber observado el proceso de construcción”.
          La catarsis es también una cura: el espectador busca una liberación de algo que lo oprime y para lo que no existe definición racional. Busca luz en una oscuridad que no tiene nombre. Dicho de otra manera: la luz es el nombre.

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Con lucidez genésica, Dylan Thomas exclama: “La luz irrumpe en donde ningún sol brilla, / en donde no se alza mar alguno”. La luz precede a los soles, y también a los mares. “Las aguas del corazón”, canta el poeta, “impulsan a las mareas.”

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Y la luz es el misterio. No la oscuridad. Tomás Segovia lo destaca: “El misterio no es sombra sino luz; incluso para aquellos a quienes se les revela entre las sombras no es sombra, sino luz entre las sombras”. En contra de la definición usual, el misterio no es lo que se oculta en las tinieblas sino lo que se revela a la luz, es decir, en la luz. Se dice en aquel fragmento de la poética evangélica: “No se puede esconder una ciudad cuando está situada sobre una montaña. No se enciende una luz y se pone debajo de la cesta de medir, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa” (Mateo 5:14-15).
          Segovia escribe:

Lo que define al misterio no es el estar escondido, sino el ser indestructible. Lo que está escondido puede ser descubierto y es difícil o es oscuro, pero no misterioso. El misterio no puede ser descubierto porque no está cubierto: es radiante. [...] El misterio no es lo que no se ve, sino lo que no se explica. [...] El misterio es evidencia y no ocultación, y si a veces creemos que se esconde o más bien que nos huye, es por una confusión: lo que pasa es que no se deja penetrar. [...] El que esconde un misterio podemos estar seguros de que miente: si de veras fuera un misterio no tendría miedo de que la mirada o el examen lo disiparan, como sucede a los falsos poetas, que aborrecen las preguntas porque creen que contestarlas es convertirse en maestros de escuela o porque no las saben contestar.

El misterio existe a plena luz: es la plena luz.

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“¿De quién son los ojos que miran?”, se pregunta Ítalo Calvino. Fecunda polisemia, porque si bien en primera instancia esa pregunta podría re-enunciarse como “¿a qué persona pertenecen esos ojos que miran?” (son los ojos “de”, pertenecen “a”), en segunda instancia podría estar sugiriendo que esos ojos que miran pertenecen a alguien o algo distinto de esa persona, a alguien o algo que estaría “detrás” de esos ojos y mira a través de ellos (los ojos de A tienen detrás a la mirada de B; por tanto, los ojos de A son de B: pertenecen a B; y aún más: pertenecen a A porque son de B). En este último sentido, la aguda pregunta de Calvino podría tener un cierto rumbo de respuesta: “Los ojos que miran pertenecen a la luz”.

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