domingo, 16 de noviembre de 2014

El dios colérico


DGD: Redes 205 (clonografía), 2012

Los maniqueos consideraban que el Antiguo Testamento, en donde habla el Creador malvado, debía separarse del Nuevo Testamento, en donde habla el Dios bueno, padre de Jesucristo. Para los gnósticos (especialmente los del siglo II, Basílides, Marción y Valentino), la creación es esencialmente perversa: además del Dios bueno, existe otro Dios creador del mundo y, por lo tanto, responsable del mal, a cuyo gobierno sobre lo creado habría venido Jesucristo a poner fin.

Aunque la sospecha de un Dios malvado resulta dolorosa y hasta aterradora, ella tiene apoyos suficientes en la propia Escritura. En Isaías 45, por ejemplo, Yahvé en persona afirma ser el autor del mal, y a la vez implica el no querer evitarlo:

Yo mismo iré ante ti
y allanaré las pendientes;
portones de bronce romperé
y quebraré cerrojos de hierro;
te daré tesoros ocultos,
riquezas escondidas,
para que sepas que yo soy Yahvé,
quien te llama por tu nombre,
el Dios de Israel. [...]
Yo, Yahvé, y nadie más;
fuera de mí no hay ningún dios.
Te ciño sin que me conozcas,
para que se sepa, desde el sol naciente
y desde el occidente,
que no hay otro fuera de mí.
Yo, Yahvé, y nadie más.
Yo, que formo la luz y creo las tinieblas,
que hago la felicidad y creo la desgracia.
Soy yo, Yahvé, quien hace todo esto.

¿En qué sentido este dios colérico, celoso, vengativo, amenazante, coercitivo y aterrador puede ser a la vez infinitamente bueno? Por más esfuerzos que se hace para representarlo cómo únicamente creador de luz y felicidad, y más o menos afligido por lo que de tinieblas y desgracia brota en su creación, la pregunta por el origen del mal sigue atormentando a toda alma sensible. Basta pensar en el cúmulo de atrocidades que comete este dios en el Antiguo Testamento: el herem, el mandato expreso que hace Yahvé del exterminio de pueblos enemigos, sin piedad alguna hacia ancianos, enfermos, mujeres o niños; o los castigos colectivos “hasta la tercera y cuarta generación”; o las penalidades arbitrarias, como la del hijo del sumo sacerdote que quería salvar el Arca: “David tuvo miedo del Señor aquel día” (II Samuel 6:9).

También puede mencionarse una de las más antiguas preguntas acerca del origen del mal: no sólo por qué el Creador del mundo dejó suelto al demonio, sino cómo este último se hizo malvado sin ningún otro demonio que lo convirtiera a la maldad. Si se atribuye el mal al castigo por el pecado original, bastantes elementos existen para volver a la imagen de un dios malvado; por ejemplo, el ceremonial del bautismo católico presupone que el niño está bajo el poder del mal; de ahí los exorcismos y el rechazo a Satanás que hace el padrino del niño en nombre de este último. Casi todas las doctrinas llamadas “heréticas” han señalado con horror a un Dios que, pudiendo evitarlo, somete a millones de hombres al castigo por un pecado que en la más remota antigüedad fue cometido por los primeros antepasados del ser humano.

Una y otra vez se ha preguntado si cualquier persona con un mínimo de sentido moral se atrevería a castigar siquiera a un solo descendiente de quien hubiera cometido un delito. La respuesta de la Iglesia católica ha indignado por su carácter político, es decir de apoyo al poder y a la autoridad incuestionable: “El Creador, cuyos dones no son debidos a la humanidad”, dice la Enciclopedia católica, “tenía perfecto derecho de otorgarlos en las condiciones en que quisiera y hacer depender su conservación de la fidelidad del jefe de la familia. Un príncipe puede conferir honores hereditarios bajo la condición de que quien los recibe se mantenga fiel y de que, en caso de rebelarse, se le despojará de tal dignidad, y en consecuencia, también a sus descendientes”.

O bien puede plantearse: ¿cómo es que Dios no evitó ya el primer pecado si preveía la catástrofe y podía impedirla en su mismo origen? Herbert Haag, teólogo católico de Tubinga, llega a unir la teología arcaica con el derecho penal moderno y nos hace recordar que la ley humana “da por sentado que no se hace culpable solamente al que causa el mal, sino también al que no lo evita”. Mas esto puede también aplicarse a ese Dios del Antiguo Testamento. Por lo demás, qué sospechosamente humano resulta un Dios que odia; como dice el refrán, “Sabrás que has hecho a Dios a tu imagen cuando Él odia a la misma gente que tú”.

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Bibliografía
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil?], Piper, Münich-Zürich, 1978.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]

2 comentarios:

Unknown dijo...

Muchas gracias... por los textos en tú blog, realmente muchas gracias...

jsevilla dijo...

Qué excelente artículo, dentro de muchos otros también fantásticos. Gracias