miércoles, 6 de mayo de 2015

Dios crea para salir de sí mismo


DGD: Redes 58 (clonografía), 2009

En el año 1600, uno de los más destacados místicos cristianos, Jakob Böhme (1575-1624), experimentó una epifanía al contemplar un rayo de luz solar reflejado en un plato de peltre; ello lo lanzó a una visión extática de la divinidad que penetra a todas las cosas, incluido el abismo del No-Ser. Vio entonces que Dios se expresa mediante cualidades opuestas, entre ellas bien y mal, amor y odio, luz y oscuridad, en una especie de contraposición dialéctica de misteriosa combinatoria que se resolverá al final de los tiempos, con el triunfo de Cristo sobre Satán. Esta y otras experiencias místicas llevaron a Böhme a escribir una serie de oscuros pero poderosos tratados religiosos que le valieron vivir en constante persecución de las autoridades católicas y que influirían poderosamente tanto en el protestantismo como en Hegel, Baader y Von Schelling, así como en los teósofos, místicos y teólogos dialécticos.

En la obra de Böhme, la negatividad, la finitud y el sufrimiento son vistos como aspectos esenciales de Dios, puesto que es sólo a través de la actividad participativa de las criaturas que la divinidad adquiere una completa auto-conciencia de su naturaleza. Se trata de una conmovedora explicación de por qué Dios crea: necesita a sus criaturas para estar plenamente consciente de sí mismo. La divinidad se investiga a través de sus criaturas. Crea para conocerse. “En su profundidad”, escribe Böhme en Aurora (1612), “Dios no sabe lo que es, porque no conoce principio ni final, y tampoco nada que sea parecido a él.”

El estado original de la divinidad era el No-Ser, al que Böhme llama Das Nichts y también Ungrund, el abismo primordial. Pero Dios necesitaba su epifanía en la naturaleza con objeto de hacerse por completo consciente de sí mismo: debía volverse sensible para satisfacer su necesidad de auto-revelación. Este impulso dio origen al universo espiritual y material. La ilimitada unidad divina se autoimpone el aspecto de la limitación; ésta es necesaria para que lo divino sea capaz de aprehenderse a sí mismo. En un estilo profundamente literario, dramático y poético, Böhme describe la diseminación de la esencia divina; el universo es su encarnación activa:

En la divinidad [Gottheit], que carece de naturaleza y no ha sido creada, no hay sino una única voluntad, que es también llamada el Dios único, que no quiere sino encontrarse y abrazarse, salir de sí mismo y, por medio de esta salida de sí, llevarse a la visibilidad [Beschaulichkeit]. Debe ser entendido que esta visibilidad comprende los tres aspectos de la divinidad, así como el espejo de su sabiduría y el ojo por medio del cual él contempla.

Fascinante cosmovisión: Dios crea para salir de sí mismo. Crea para volverse visible y contemplarse. El universo es mirada inquisitiva: Dios es el ojo que se mira. Sin embargo, más allá de la belleza de esta concepción, Böhme se ve obligado a enfrentar el problema del mal. Su respuesta es que la emergencia de Dios desde la Unidad absoluta hasta la diversidad espiritual y material requería confrontarse con la oposición y la contrariedad; de esta lucha creativa entre los principios polares, positivos y negativos, se desarrollan los órdenes de la manifestación, es decir el universo sensible. Era, pues, inevitable y hasta deseable que surgieran el conflicto y el sufrimiento: estos elementos negativos eran los estímulos para la “producción” de los diversos fenómenos de la naturaleza. Aún más: es sólo a través de la batalla con la negatividad que las mentes de las criaturas finitas pueden a su vez volverse conscientes de sí mismas, de su mundo y, ulteriormente, de Dios: “Si la vida natural no tuviera oposición [Widerwaertigkeit] y si careciera de propósito, jamás demandaría el estado original del cual surgió. Entonces, el Dios oculto permanecería desconocido para la vida natural [...], no habría sensación, ni voluntad, ni actividad, ni entendimiento”. Esta afirmación encontraría más tarde la aquiescencia de numerosos pensadores, entre ellos Robert Musil: éste afirma que el bien es parálisis y que el mal resulta indispensable en tanto equivale a lo que pone en movimiento. Böhme describe de este modo a la divinidad esotérica:

Si el Dios oculto, quien no es sino una Sola Esencia y Voluntad, no hubiera salido de sí mismo por su propia voluntad; si no hubiera transformado el conocimiento eterno [...] en una divisibilidad de la voluntad [Schiedlichkeit des Willens]; si no hubiera conducido a la misma divisibilidad hacia una comprensibilidad [Infasslichkeit] dirigida a la vida natural de las criaturas, y si no hubiera sucedido que esta misma divisibilidad de la vida consistiera en una lucha, ¿de qué otra manera podría haber querido que fuera revelada la voluntad oculta de Dios, que en sí mismo es Uno? ¿De qué otro modo podría la voluntad interna de la Unidad convertirse en conocimiento de sí mismo [Erkenntnis seiner selber]?

En el fondo, la pregunta sigue viva: ¿está, pues, incluido el mal en la naturaleza divina, o es precisamente el resultado del acto mismo de crear? Böhme responde con apasionada imaginación; en la búsqueda divina de auto-manifestación, dice, se presentó un primerísimo dilema: por una parte, su pureza eterna y libertad consistían en la condición del Ungrund, el abismo primordial, que carecía de cualquier limitación; por otra parte, la total ausencia de oposiciones dentro de ese abismo significaba que Dios era incapaz tanto de aprender de sí como de manifestarse. En la eternidad, lo divino era, de hecho, una “nada” (ein Nichts). Sin embargo, ¿cómo podría la nada experimentar deseo: de crear, de conocerse, de manifestarse? Y aún aceptado este arduo punto, ¿el propio acto de manifestarse no implica en sí que Dios tuviera que negar su propia esencia, así como su libertad eterna? Y todavía más allá: suponiendo que esa negación fuera posible, ¿en qué modo podría llamarse al supremo acto creativo una verdadera revelación y no, como resulta muy posible en una “creación primeriza”, una distorsión de lo que la divinidad buscaba manifestar?

La respuesta de Böhme no está exenta de belleza: el abismo primordial, afirma, no era “irreal” de manera absoluta sino relativa; su “nada” era una especie de “algo en potencia”. Aunque indiferenciado, el abismo poseía la capacidad inherente de volverse “algo” real y concreto, y la primera manifestación de esta capacidad era la experiencia del “ansia”, es decir, del “deseo”. La voluntad divina deseaba revelarse en su libertad primordial, lo que significa que no contenía ningún otro aspecto o atributo que la sola voluntad de tornarse sensible. Así, esta voluntad sólo podía manifestar lo que ella misma era, la “calidad del deseo”. Esta voluntad, al volverse deseo, podía encontrar y sentir; así pues, había dado el primer paso significativo para la auto-manifestación. Sin embargo, lo primero que reveló esta voluntad/deseo fue sólo un reflejo imperfecto de su propia esencia. El ansia espiritual comenzó como una oscuridad, es decir como una sombra que ocultaba a la pureza del abismo primordial.

Luego de establecer la existencia de una “sombra primigenia”, Böhme describe una serie de estadios de desarrollo a través de los cuales tuvo que pasar el proceso de la creación de mundos. El impulso surge de una contradicción: la originada cuando el propósito original choca con una voluntad “ensombrecida”. Para solucionar el dilema, surge entonces una segunda voluntad cuyo objetivo es retornar a la original condición de unidad y, al mismo tiempo, controlar a la oscuridad, que hasta entonces había sido el único producto de la voluntad divina hacia la manifestación. Este doble movimiento significó una contradicción en el centro mismo del ser y será la base (Grund) de los subsecuentes estadios de la creación.

A estas alturas Böhme accede a un tono revelatorio semejante al de Juan en el Apocalipsis: debido a que el “deseo introvertido” parecía incapaz de satisfacerse, tomó la forma de un “fuego” terrible y caótico que ardía sin producir luz. Era la ira divina o amargura (Grimmigkeit) que perpetuamente se vuelve sobre sí misma y consume a su propia sustancia; esta auto-destrucción causa un enorme dolor y angustia en la naturaleza divina: el primer sufrimiento que conoció el universo. Böhme describe este primer principio como “el ardiente deseo de recogerse en sí mismo”. Pese al aspecto destructivo de la ira divina, ella fue esencial como fundamento de todos los desarrollos posteriores; sin ella no podrían haber existido la luz, la vida o la alegría. Así pues, la amargura es la creadora de todas las cosas en tanto Dios Padre. Cuando el principio dirigió hacia sí mismo su amargura primordial, se produjo una dramática inversión: la negación de un libre auto-manifestarse fue a su vez negada; con el rugido de un millón de truenos, el principio superó su negatividad y apareció una primera luz y, con ella, la armonía y el orden en el caos original. El segundo principio, el del amor divino, fue triunfador en tanto Dios Hijo.

La interacción entre el Padre y el Hijo (ira y amor, No y Sí) produjo el impulso creativo a partir del cual evolucionó el universo en toda su diversidad. Curiosamente, estas fuerzas eran cooperativas y no dejaron de “producir” luego de la creación del universo, porque ambas eran necesarias para mantenerlo. Aquí Böhme describe al tercer principio, identificado con el Espíritu Santo, que es precisamente el continuo movimiento entre los otros dos principios: la respiración viva del cosmos. Curiosa forma de aludir a un “primer principio” malvado y a un “segundo principio” bondadoso, así como al pacto entre ambos.

Extasiados en sus múltiples debates, los teólogos pisan a veces el territorio de la ciencia (o incluso de la ciencia-ficción); así sucede en la cuestión de los universos posibles. Tanto el teólogo como el científico aceptan que es imposible responder por qué este universo en particular se debió crear en lugar de otro, puesto que el ser humano es incapaz de imaginar cualquier universo que no sea éste. Pero sólo el teólogo es capaz de imaginar la pregunta siguiente: ¿por qué Dios eligió manifestarse por vía de la creación, en lugar (o además) de cualquiera otra vía por medio de la cual pudo haber alcanzado el mismo fin? Acaso el misterio de la creación no es mayor que aquel otro representado por el mal. Y acaso se trata de un solo misterio.

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Bibliografía
Jakob Böhme: Saemtliche schriften (1730), Frommanns, Stuttgart, 1955-1961. Ed.: Will-Erich Peuckert.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]

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