viernes, 15 de enero de 2016

Auras y rasgos del ensayo (VIII)



DGD: Redes 164 (clonografía), 2012


17. Descripción y reflexión. Que el ensayo sea considerado un género es en sí una enorme ganancia, puesto que con ello ha reclamado un lugar, un territorio en donde puede desarrollarse sin ser confundido o relegado. Pero esa ganancia de territorio invita a continuarla: la pregunta de fondo es si no cabría más bien hablar de dos géneros-madre, lo narrativo y lo ensayístico, y si no son en realidad uno solo, en cuanto polos de una única escala, o de un único rostro.

Ya la literatura suele dividirse entre descripción y reflexión. No hay narrador que, aunque sea una sola vez, no detenga los sucesos que está describiendo para comentarlos, cavilar sobre ellos, interpretarlos, colocarlos en un plano más amplio. El puro describir, el mero enumerar acciones y diálogos termina por volverse seco y luego hueco; el narrador acaba por sentirse un mero vehículo del argumento, un simple amanuense de las cosas, un pasivo servidor de lo anecdótico; de estas molestas sensaciones sólo puede librarse si hace algo con la historia que está contando, si al menos una vez se pregunta por el sentido de esas acciones, por la significación que tienen en la vida profunda de los personajes; y buscar el sentido de una sola acción que parece muy simple, es preguntarse por el sentido de quien realiza esa acción, y de este personaje en la humanidad, y de ésta en el mundo, y de este mundo en el cosmos. Que el escritor se detenga o limite a buscar el sentido de una acción “simple” es eso precisamente, un deliberado detenerse, un voluntario limitarse, porque bien podría continuar de modo indefinido en la cadena del sentido.

El realismo como estilo dramático implica precisamente esa autolimitación, precisamente a partir de la falaz idea de que basta la descripción de sucesos para que ella por sí misma genere una especie de reflexión en el lector; ello sucede, sin duda, en el nivel más elemental (la indignación ante la injusticia, por ejemplo, o la piedad ante la desventura), y son numerosos los autores que parecen conformarse con ese nivel elemental, ante todo porque los excluye de la responsabilidad de dar su punto de vista (lo cual es visto como una parcialidad, incluso como un inaceptable moralismo que atentaría contra la objetividad de la narración), o sencillamente porque los exonera del esfuerzo de la reflexión, ya suficientemente atosigados por el de la descripción. Pero la posibilidad de continuar de modo indefinido en la cadena del sentido no espanta, afortunadamente, a todo narrador.

Incluso puede decirse que, si esa momentánea detención de la peripecia no responde a la mera necesidad de una pausa entre sucesos, ahí radica el núcleo mismo del cuento o novela, su declaración de principios, el motivo de su existencia, la hipótesis que fue anterior a la invención de personajes, móviles y situaciones. Esa hipótesis no es necesariamente una “idea”: bien puede consistir en una interrogación, una intuición oscura, la sugerencia fugaz de un misterio que el personaje, el narrador o el autor intuyen de manera vaga y a la que transmiten tal como la perciben. En este sentido puede decirse que el ensayo no siempre requiere partir de una idea precisa, de una hipótesis claramente demarcada. Algunos de los más grandes ensayos de la historia han sido los que transmiten un misterio, un enigma, sin resolverlo, y con ello los mantienen vivos. Este es un rasgo importante: el ensayo puede encontrar respuestas, pero su esencia es plantear preguntas inusitadas y enseñarse (y enseñarnos) a preguntar.

18. Necesidad de cuestionar. En todo caso, aunque el narrador de historias sólo haya hecho un pequeño detenimiento pasajero para introducir una cierta meditación sobre esa misma historia, podría decirse que es precisamente entonces cuando se convierte, de narrador, en escritor, porque es esa pregunta la que inserta a su historia en una perspectiva más honda. Aunque sea en una medida modesta ha luchado contra una apariencia, ha intentado entrever lo que se oculta en lo inmediato. En términos llanos podría decirse que, al cuestionar lo obvio, al sospechar lo invisible detrás de lo visible, al formular esa pregunta ha introducido un ensayo en su novela, relato, cuento, libreto, guión. Este es un rasgo esencial del ensayo: un cuestionamiento particular que mantiene viva la necesidad de cuestionar. De cuestionarlo todo, especialmente aquello que no parece necesitar ser cuestionado, es decir, puesto entre signos de interrogación.

19. Suspensión. Es, pues, posible, definir al ensayo como una suspensión, un detenimiento, de manera muy parecida a aquello que en teatro se llama aparte. Cortázar los llama “altos en la hipnosis, en los que el autor reclama una vigilia activa del lector”. En este sentido, el ensayo sería un aparte en la inmensa corriente de la vida cotidiana que es en sí su propia narrativa.

A veces es el narrador omnisciente el que se detiene un momento a reflexionar; a veces es el personaje el que se aísla y comienza a analizar, desmenuzar, deconstruir. Otras veces el personaje es casi obligado a especular, por ejemplo cuando es aislado a la fuerza. Edmundo Dantés en el castillo de If es un gran ejemplo, del que Ítalo Calvino ha derivado una fábula espléndida.

20. Literatura policial. Esta es, por cierto, la razón de que a Borges le gustara tanto la novela policial, porque esto es lo que sucede en ese “subgénero” no como incidencia o casualidad sino como una de las reglas del juego: el detective está obligado a estudiar las evidencias, a dudar de lo aparente, a sospechar verdades ocultas, a ver más que los demás personajes. Esto es la máxima virtud del subgénero policial, pero a la vez resulta en una autolimitación: todo está basado en un ejercicio de razonamiento y en una aplicación rigurosa de la lógica que terminan por afirmar a la ciencia positivista y al materialismo ortodoxo. De manera inusitada, Borges usa a la razón y a la lógica características de la “novela negra” para abordar el territorio de la metafísica (como en El jardín de senderos que se bifurcan, que cuestiona la naturaleza del tiempo).

Dentro de los “subgéneros” narrativos, la literatura policial es la única que tiene como regla el uso obligatorio de la deducción. No está de más, entonces, considerar que el ensayista utiliza con frecuencia técnicas detectivescas, formas del razonamiento deductivo, y de ahí una de las grandes características del ensayo, que es el de considerar un enigma a determinada parte de la realidad a la que nadie ve como enigmática, y a veces entender de ese modo a la realidad misma en su conjunto. De ahí la evidente y constante relación del ensayo con la filosofía, e incluso, a veces, con la mística y la metafísica.

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Bibliografía
Jorge Luis Borges: “El jardín de los senderos que se bifurcan”, en Ficciones, Sur, Buenos Aires, 1944.
Ítalo Calvino: “Il Conte di Montecristo”, en Ti con zero, 1967. [“El Conde de Montecristo”, en Tiempo cero, Minotauro, Buenos Aires, 1971; trad. de Aurora Bernárdez.]
Alexandre Dumas: Le Comte de Monte-Cristo, 1845. [El conde de Montecristo, Anaya, Barcelona, 1999; trad. de Pollux Hernúñez y José María Holguera.]

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