domingo, 6 de marzo de 2016
Antología mínima (Textos invitados)
¿Por qué no? Una pequeña antología temática cuyo tema
fuera a la vez inasible y evidente. Reunir ciertos textos escritos por autores
sin ninguna relación entre sí, y que puestos en contigüidad parecen piezas de
un solo rompecabezas, o al menos facetas de una única gema: una intuición a la
vez tersa y lacerante. En este caso, tal vez un buen epígrafe sería aquella
frase del capítulo 28 de Rayuela:
“Dice que tengo suficiente inteligencia como para empezar a destruirla
ventajosamente”. [DGD]
1)
Tomás Segovia: fragmento de entrevista
Lo que el romanticismo descubre en el siglo
XVIII —porque el romanticismo es una revolución que sucede en el XVIII y no en
el XIX— es que la razón no sólo ha depurado el lenguaje sino que también lo ha
matado. Lo que los románticos dicen es: “nosotros sabemos lo que Homero dijo
pero también lo que quiso decir sin darse cuenta, cómo se hace un poema épico y
cuál era el contexto histórico que hizo posible su escritura, pero al saber eso
hemos perdido el poder de escribir la Ilíada”.
Tomás
Segovia entrevistado por Eduardo Vázquez Martín:
“Alegato
de un poeta contra la lógica del cálculo egoísta
y a
favor del deseo”, en Fractal n. 33,
abril-julio de 2004.
2) Jonuel
Brigue: De Esa llanura temblorosa
Eran notas tocadas en el piano. Pero yo no
sabía oírlas. Formaban series articuladas como frases de un discurso verbal.
Seguramente tenían su propia significación de discurso musical encerrado en sí
mismo. Pero yo las oía como sucesos emocionales, más aun, las veía como
movimiento de personas en el espacio, como encuentro y alejamiento de pareja,
como danza. Además, me convertían a mí en personaje de dramas y yo combatía
junto con ellas, me debatía en implacables empeños, vivía con sublime
intensidad. Al cesar la música yo moría.
Ahora
sé oír. He aprendido a criticar los discursos musicales. Puedo admirar la
fuerza y el color de las composiciones. Veo lo que hay de tradición y de
creación original en cada una. Disfruto la pasión abstracta y vacía de los
sonidos, sin saltar a otros campos de significación, sin abandonarlos. También
me doy cuenta de la calidad de los ejecutantes. Hablo sabiamente de su nivel
técnico y de su musicalidad. Soy un hombre culto. Sé oír música. Sin embargo,
añoro mi ignorancia de entonces y quisiera escuchar sin saber, dejarme
arrastrar por las incitaciones del sonido, vivir la ilusión del arte sin la
intervención del frío intelecto, sin los brillos manoseados y mañosos del
estudio, con luz no usada, como entonces. [...]
Tanto
Platón como Aristóteles dicen que el asombro es el principio de la filosofía y
de la ciencia. Durante muchos años repetí esa afirmación y la expliqué, o
mejor, la racionalicé como racionalizan las órdenes post hipnóticas. Ahora sigo
siendo amigo de Platón y de Aristóteles; pero soy más amigo de mi verdad.
El
asombro —digo yo— es la más grande maravilla y yo la había estado
trivializando, banalizando y degradando al convertirla en filosofía. Es el más
grande tesoro y yo lo había estado despilfarrando al convertirlo en ciencia.
Me
arrepiento y me convierto.
Cada
vez que yo contaba mi asombro me lo destruían diciéndome respuestas y
explicaciones como si yo hubiera preguntado. Hasta yo mismo me comportaba así
porque el asombro me resultaba insostenible a mí como a los otros y se me
volvía principio de filosofía y de ciencia.
Pero
ahora soy más cuerdo. Conservo mi maravilla y mi tesoro. Cuando cuento mi
asombro espero que se asombren conmigo, que compartan conmigo e intensifiquen
ese estado de gracia y se pongan a la sombra del asombro para que el maldito
sol del intelecto discursivo no nos arruine el gozo.
Me
di cuenta, así comenzó mi nueva cordura. Me di cuenta: al pasar del asombro a
la filosofía y a la ciencia, experimentaba y ocultaba una cierta decepción, una
cierta tristeza. Y no me refiero al grado ni al nivel cualitativo de lo
filosófico y de lo científico. La actitud filosófica y la actitud científica,
por sí solas, bastaban para desvirtuar el asombro, para quitarle su virtud.
Basta. No más.
Jonuel
Brigue (José Manuel Briceño Guerrero):
Esa llanura temblorosa, Óscar Todmann
Editores,
Caracas,
1998.
3) Julio
Cortázar: “Hay que ser realmente idiota para”
Hace años que me doy cuenta y no me importa,
pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy
desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la
palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y
calientita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de
emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos
amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero
ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas
es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda
de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y
comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia
apreciable y que todo va benissimo.
Lo triste es que todo va malissimo
cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y
algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y
es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una
maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o
las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las
manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo
caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o
al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes
extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado
antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los
momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.
Y
así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto
entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los
mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el
anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media altura es absolutamente
inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me
doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que
su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre
hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero
nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e
inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero
que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los
colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y
cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso —lo dicen amablemente, sin
ninguna agresividad— yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha
olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída
repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el
sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y ya no es
más que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines
tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos
que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen
como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón
tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero
en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente
estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para
salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan
poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé
que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por
el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad
deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa,
basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba
de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna
manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros
para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de
retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad
del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por
las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio
que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado
porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes.
Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para
alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y
gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que
han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi
es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que
esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor
es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la
crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan
sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy
seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de
un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al
final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los
lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude
menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando
su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que
corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la
distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja
de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de
un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de
la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete
para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, las
estaciones, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz
(una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan
hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una
especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería
terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de
inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es
posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que
si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué
va a dejar para la noche en que den King
Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es
una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es
inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y
por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor
el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si
me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser
eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste,
sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de
los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y
recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta L’année dernière à Marienbad, ahora me
gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare
de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta
tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que
no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase
inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar
presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a
veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro
pato u otro cartel, y así siempre.
Julio
Cortázar: “Hay que ser realmente idiota para”,
en La vuelta al día en ochenta mundos,
Siglo
XXI Editores, México/Madrid, 1967.
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