miércoles, 5 de octubre de 2016
La luz sonora (10) (y octavo aniversario del blog)
[Gracias
a los amigos y visitantes que han enviado mensajes por el octavo aniversario
del blog. (DGD)]
F
Quien aún dude de que las palabras son
conjuros podría revisar la más difundida (y casi esencial) expresión sintética
en la cultura norteamericana, que al mismo tiempo es la máxima muletilla verbal
incluso en países no angloparlantes: OK (“oquei”). Este automatismo
demuestra, escribe Patricio Marcos, que “las afecciones de las palabras son
causa de las pasiones que marcan la convivencia social”. Marcos elige el más
probable de los orígenes del OK —que abundan como leyendas urbanas— y remonta
la historia: “Dicho ruido se emite hoy para confirmar arreglos de índole
miscelánea, asuntos cotidianos teñidos de una complicidad trivial. Significa
‘está bien’ o ‘en eso quedamos’. No obstante, en sus orígenes es una contraseña
[que] se emplea para constatar la compra fraudulenta de votos electorales.
Martin van Buren es quien gana más fama con dicho procedimiento a fines del
siglo pasado, debido a que perfecciona el expediente del fraude electoral en
los distritos podridos de Nueva York, antes Nueva Ámsterdam”.
El
fraude es “virtud” si lo emprende en el escenario un comediante eficaz en el
uso de las máscaras, las impostaciones y los fingimientos: el imperio, que
tanto valora los espectáculos (el show business), es el virtuoso actor
que ante el público convierte su vacío en representación:
Van Buren, descendiente de las familias holandesas de
Manhattan, es conocido en la historia política angloamericana por un apodo, el
de “pequeño mago”, ganado a pulso tanto por su oficio de prestidigitador en
materia electoral como en razón de su abreviada estatura física. Quizás no esté
de más agregar que con tal arte a cuestas el pequeño mago alcanza la
presidencia de los Estados Unidos durante el periodo 1837-1841. Sin embargo, lo
singular del caso es que Van Buren es oriundo de una aldea de nombre Old
Kinderhoock, la cual, por la manía congénita de la cultura angloamericana
de producir ahorros (la otra cara del excedente monetario aquí aplicado a la
lengua a través de una manera de hablar cada vez más telegráfica, hoy ya
generalizada en la misma escritura), queda reducida a las letras iniciales O y
K, de las que por fonética deriva el okei de marras: el sonido
onomatopéyico de la consigna oligárquica para el fraude electoral.
Ese “mal deseable” se transmite en su
totalidad no sólo al reducir el lenguaje a su expresión más balbuceante
sino al pronunciar, hora con hora, el “estamos de acuerdo”, el “en eso
quedamos” del máximo sobreentendido de la cultura norteamericana: la
complicidad ante un fraude.
Las
letras eran ya antiguos emblemas del poder cuando la Casa de Austria eligió la
divisa Austriœ est imperare orbi universo (“A Austria pertenece gobernar
todo el universo”), que también en alemán ocupaba las cinco vocales: Alles
Erdreich ist Oesterreich unterthan. La fórmula A.E.I.O.U. intenta
manipular a la cábala para igualar el universo al lenguaje (prosodia, sintaxis,
enunciación): dominando a éste se domina a aquél. El orden de las
vocales es “universal”: también lo es el orden político cuyo poder es tan
grande como las vocales (y tan simple). Suprema diferencia entre el lenguaje
del poder y el poder del lenguaje: a los veinte años de edad, Arthur Rimbaud
inventa —reconoce— el color de las vocales: “A negra, E blanca, I roja, O azul,
U verde”. No es difícil —ni excesivo— imaginar que al tomar esas cinco letras,
la Casa de Austria (eco de otros imperios y otros deseos de posesión absoluta),
las cubrió del infinitamente neutro color gris al que Michael Ende describe en Momo
para luego intentar precipitarlas en esa Nada a la que La historia
interminable nos ayuda a reconocer.
El
“OK” es la máxima síntesis, la más rápida y automática respuesta ante todo tipo
de situaciones. ¿Cuántas de las millones de personas que utilizan esta fórmula
numerosas veces al día se preguntan por el origen del vocablo, y aún más, por
aquello en lo que en el fondo están de acuerdo? Una automaticidad
contiene a todas las demás: en cada acto, en cada consentimiento rubricado con
el “OK”, toda una gigantesca cosmovisión se transmite intacta: la gota contiene
al mar y éste resulta tanto más insondable cuanto no sea nombrado (el mundo se
hace más y más opaco incluso a plena luz del mediodía).
Una
muletilla es un vicio verbal que se arraiga en cada quien por facilidad, y que
llega a volverse “subconsciente”; pero el “OK” es algo más, puesto que,
componente esencial del lenguaje del poder, contiene también un resorte que
desalienta a la conciencia, desactiva a los cuestionamientos y vuelve innecesarios
a los actos de dudar y analizar. El imperio está ante todo en sus nombres: el
menos benévolo de los dominios comienza asegurándose de que a nadie se le
ocurrirá investigar el origen mismo de las muletillas, las raíces de la lengua
cotidiana y, en general, todos los automatismos que se incuban en el
“inconsciente colectivo” como los virus incubados en las computadoras.
El
poder no sólo se alimenta del tiempo de los hombres sino convierte el mundo en
una idea intemporal que “eternamente” concuerda consigo misma. A cada
paso, a cada gesto brota un en eso quedamos: “quedamos” en el fraude
perpetuo; “quedamos” en no decir nada para que todo se diga por nosotros;
“quedamos” en rehuir toda forma de transparencia (puesto que se nos ha
demostrado que sólo veríamos los horrores ocultos, la pesadilla que hemos
convenido en disimular).
*
Referencias
Michael Ende: Momo,
Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana
Constante.]
Michael
Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de
Miguel Sáenz.]
Patricio Marcos: Los
nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen,
México, 1991.
Arthur Rimbaud: Une saison en enfer, Alliance Typographique,
Bruselas, 1873. [Una
temporada en el infierno, Monte Ávila Editores, Caracas, 1998.]
Acerca de los sobreentendidos, cf. “Sobreentendidos y
muletillas”, en D.G.D.: Hollywood: la
genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo
Guardado, Monterrey, 2008.
*
[Leer La luz sonora (11).]
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