martes, 6 de marzo de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XIII)

DGD: Morfograma 13, 2018.



Caballo de Troya

Para el director italiano Michelangelo Antonioni, el proceso es simple. En sus “Reflexiones sobre un actor de cine”, afirma:

El actor de cine no necesita entender, sino sólo ser. Uno podría objetar que, con objeto de ser, el actor necesita entender; con esa verdad, el actor inteligente también será el mejor. El hecho es que la experiencia ha demostrado lo contrario. Cuando un actor es inteligente, trata de ser tres veces mejor y eso profundiza su necesidad de entender, de tomar todo en cuenta, de incluir sutilezas, y al hacerlo pasa a un territorio que no le pertenece. De hecho, crea obstáculos para sí mismo. Sus reflexiones sobre el personaje al que está interpretando, que de acuerdo con la teoría popular lo deben acercar a la caracterización, terminan privándolo de naturalidad.

  El actor de cine debe llegar al rodaje en estado de virginidad. Mientras más intuitivo, más espontáneo será su trabajo. No debe trabajar en el nivel psicológico, sino en el imaginativo. La imaginación es en sí espontánea. No sufrirá bloqueos.

  No es posible tener una colaboración real entre el actor y el director. Ellos trabajan en dos niveles completamente distintos. El director no debe otra explicación al actor que las de naturaleza muy general acerca de la gente en el filme. Es peligroso discutir detalles.

  A veces el director y el actor se vuelven necesariamente enemigos. El director no debe comprometerse al revelar sus intenciones. El actor es una especie de caballo de Troya en el set para el director. Yo prefiero conseguir resultados por medio de un método escondido, que consiste en estimular en el actor ciertas cualidades de las que él no está consciente, para excitar no su inteligencia sino su instinto; para dar no justificaciones sino clarificaciones.

  Uno casi debe engañar al actor pidiéndole una cosa para obtener otra. El director debe saber cómo mandar y cómo distinguir lo que está bien o mal, lo que es útil o superfluo, y reconocer todo lo que el actor puede ofrecer.

  La principal cualidad del director es ver, y esta calidad es también válida cuando trata con los actores. El actor es un elemento dentro de la imagen. Una modificación de su postura o de sus gestos es una modificación de la imagen misma. Una señal dada por un actor de perfil no tiene el mismo efecto que si la da de frente a la cámara. Una frase dicha con la cámara situada arriba del actor no tiene el mismo valor que si la cámara está por debajo de él.

  Estas simples observaciones prueban que es el director quien compone la imagen y quien debe decidir la posición, gestos y movimientos del actor. El mismo principio funciona en cuanto a la entonación del diálogo. La voz es un ruido que se mezcla con otros ruidos en una resonancia que sólo el director conoce. Por lo tanto, le corresponde a él encontrar el balance o desbalance de los sonidos. Es necesario escuchar a distancia a un actor, incluso cuando se equivoca: uno debe dejarlo que se equivoque y al mismo tiempo intentar comprender cómo usar sus errores en el filme, porque estos errores son en el momento la cosa más espontánea que el actor tiene para ofrecer.

  Explicar una escena o un pedazo de diálogo es tratar a todos los actores de la misma manera, porque una escena o un pedazo de diálogo no son cambiados. Por el contrario, cada actor requiere un tratamiento especial. De ahí surge la necesidad de encontrar otro método para guiar al actor poco a poco a la senda correcta, por medio de inocentes correcciones que apenas despiertan sus sospechas.

          Según Antonioni, el actor es barro fresco que debe ser moldeado de tal forma que no se dé cuenta: casi debe engañársele, e incluso aprovechar sus errores, si eso es lo único espontáneo que puede ofrecer. El enemigo del actor es su ego: quiere ser grande. El desafío del director consiste en guiar al actor “por medio de inocentes correcciones que apenas despiertan sus sospechas”.
          El director italiano concluye:

Este método de trabajo podría parecer paradójico, pero es el único que permite al director obtener buenos resultados con actores no profesionales hallados, como dicen, en la calle. El neorrealismo nos enseñó eso. Pero el método es también útil para los actores profesionales, incluso los grandes.

  A veces me pregunto si en verdad existe tal cosa como un gran actor de cine. El actor que piensa demasiado está movido por la ambición de ser grande. Este es un obstáculo terrible que amenaza con borrar la espontaneidad de su interpretación. Yo no meramente creo tener dos piernas: las tengo. Si el actor busca entender, piensa. Si piensa, le será difícil ser humilde, y la humildad es el mejor punto de partida en la búsqueda de la verdad.

  A veces un actor no es lo suficientemente inteligente como para vencer sus limitaciones naturales y encontrar una senda correcta por sí mismo. Esto demuestra la necesidad de emplear el método que acabo de ilustrar. Cuando esto sucede, el actor tiene las cualidades de un director.

          La malicia del director comienza, según Antonioni, protegiendo a la inocencia del actor, separándolo de su ego sin despertar sus sospechas para llevarlo “en la dirección correcta”. Y esto funciona desde en el nivel del actor no profesional hasta en el de los actores consagrados. Mientras menos sepan, entiendan y descifren —opina el director italiano—, mejor será su desempeño, puesto que éste no depende de lo intelectual sino de lo instintivo.
          En su libro de memorias, Ingmar Bergman registra el sustantivo consejo que le dio un maestro suyo, Herbert Grevenius (1901-1993), guionista sueco autor de una treintena de filmes entre 1943 y 1980: “Un mediocre nunca debe ser interpretado por un mediocre, ni una mujer vulgar por una mujer vulgar, ni una diva vanidosa por una diva vanidosa”.
          Entre muchos otros actores, lo confirma Gene Hackman: “Lo que quiero de un director es guía, apoyo. Lo que no quiero es dirección. Cuando me dirigen demasiado siento que me pierdo en la dirección y me olvido de todo lo demás” (VIII-2, 14-10-2001.)
          Antonioni sugiere que el actor debe ser engañado por el director; una concepción opuesta es la de Roy London (1943-1993), actor, escritor y entrenador de actores. London —que estudió actuación en el Herbert Berghof Studio con Uta Hagen y fue miembro del vanguardista Open Theater de Joseph Chaiken— actuó en más de 150 roles en Broadway, el Off-Broadway, The Royal Shakespeare Company, largometrajes y televisión, y sintetizó técnicas de diversas escuelas con un enfoque en los resultados; con esta técnica entrenó a innumerables actores y actrices hollywoodenses. Una de ellas, Geena Davis, da este testimonio:

Con Roy London analizábamos cada guión en gran detalle; él tenía magníficas ideas afines a las mías y me enseñó cómo encontrar la intención más interesante para cada momento del guión, de tal manera que yo llegaba al set muy preparada pero también muy abierta. Sabía lo que quería lograr pero no cómo. Él me enseñó cómo ser dirigida de tal manera que si tienes fuertes intenciones, aun si el director te pide algo totalmente opuesto, tú de todas maneras puedes usar tus intenciones y hacer pensar al director que estás usando las suyas, y nunca vender a tu personaje. A fin de cuentas el actor es el dueño del personaje. [VI-6, 9-4-2000.]

          Aquí es el actor, “dueño del personaje”, quien engaña al director haciéndole creer que está usando las intenciones de éste y en realidad utilizando las propias. Curioso juego de espejos: la gente en la vida cotidiana oculta su interioridad: el dramaturgo o el guionista hacen lo mismo cuando representan a lo cotidiano en el set o en el escenario. En otras palabras: si el hombre de la calle esconde siempre sus intenciones, el autor, el director y el actor encubren las suyas, se engañan unos a otros y es en esta suma de ocultamientos y engaños mutuos en donde el espectador reconoce (o no) la verdad de la vida.




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