miércoles, 15 de mayo de 2019

El misterio de los cien monos (V)

DGD: Morfograma 56, 2019.


Verdad y sentido

Es justamente ese tipo mayor de la verosimilitud, aunado a la simplicidad de la anécdota, el que delata el parentesco de la fábula de los cien monos con una trama de antiguas visiones que no pertenecen del todo a la ciencia porque requieren, para ser aglutinadas, de una suerte de intuición más bien atribuida a filósofos, visionarios, místicos y poetas. Esa forma de la intuición es desprestigiosa en el mundo académico. La mayoría de los científicos aprende a moverse sólo dentro de los límites de la verosimilitud menor, sabedores de que si trasponen esos límites claramente marcados se saldrán de consenso y perderán a su vez toda verosimilitud. A esto se refiere William James: aun los severos oponentes de una nueva teoría terminan por aceptarla cuando ella se vuelve parte del consenso, y no para ampliar los límites de la verosimilitud menor, sino simplemente para cambiar los términos que la definen. El territorio limitado no se amplía: sencillamente cambia los términos del consenso que lo limita.
          No obstante, ciertos científicos inconformes no tienen tanto miedo de trasponer los límites y algunos de ellos niegan de plano la supuesta importancia del consenso. En tanto hijos pródigos que avanzan en el territorio de la verosimilitud mayor, cada uno se ve obligado a encontrar un método personalísimo para permanecer en el territorio científico y a la vez defender sus intuiciones. Einstein, Jung, Faraday, Pauli, Heisenberg, Gödel, Asimov, Koestler, Clarke, Bohm, Fritjof Capra o Rupert Sheldrake son pensadores que no se detienen ante lo contradictorio, lo paradójico, lo inexplicable por el método científico, y no desdeñan ese nebuloso territorio denominado “paranormal” que se sitúa a mitad de camino entre la ciencia y el misticismo. El propio Einstein enunció el lema de este tipo de investigador: “Lo más bello que podemos experimentar es lo misterioso. El misterio es la fuente de todo arte verdadero y de toda ciencia. Aquel para quien esta emoción es extraña, aquel que es incapaz de hacer una pausa para maravillarse, es como si hubiera muerto: sus ojos están cerrados”.[1]
          La ciencia más libre habla de misterio sin convertirlo en “leyes todavía no descubiertas”, lo mismo que la religión menos dogmática toca a esa noción sin transformarla en artículos de fe. Ante este tipo de intuiciones, la ciencia y la religión parecen volver, así sea por un momento, a la unidad de la que una vez formaron parte. Y, en efecto, numerosos teóricos de uno u otro lado parecen demandar la reunificación, no sólo como única alternativa para los respectivos estancamientos, sino para que tales intuiciones no se pierdan por estar en la tierra de nadie, es decir “a mitad de camino” entre lo científico y lo religioso. Sin embargo, ¿pueden ambos territorios re-fusionarse? En la Crítica de la razón pura (1871), Kant se preguntaba si la metafísica puede tener una ciencia. Existen ante todo dos posibles respuestas. Una es: “Jamás podrá haber una ciencia metafísica porque la ciencia, por su propia naturaleza, se consagra al análisis recóndito de cosas tangibles dentro del reino del tiempo y el espacio”. La otra respuesta surge cada vez con mayor fuerza a medida que ciertos científicos inquietos notan la profunda pérdida que significa reducirlo todo a lo material (origen de esa suerte de imperialismo que la ciencia ha ejercido en la modernidad), y también a medida que ciertos religiosos vanguardistas perciben los graves peligros del fundamentalismo.
          El propio Jung señaló en varias ocasiones que la falta de contacto del hombre moderno con lo metafísico lo ha vuelto vulnerable a toda clase de histerias políticas, sociales y económicas que, en efecto, plagaron de una catástrofe tras otra al siglo XX, así como al inicio del XXI. Para Ken Wilber, los polos que se encuentran trabados en este enfrentamiento no son meras áreas de “especialidad”, sino los respectivos encargados de buscar dos conceptos esenciales para la vida humana: verdad y sentido:

La ciencia es uno de los más profundos métodos que la humanidad ha desarrollado para encontrar la verdad, mientras que la religión permanece como la más grande fuerza para generar sentido. [...] Esta es la extraña estructura del mundo actual: un marco científico que es global en su alcance y omnipresente en sus redes de comunicación e información, que forma un esqueleto sin sentido dentro del cual cientos de religiones locales y premodernas crean sentido y valores para miles de millones de personas. Y cada uno, la ciencia y la religión, tienden a negar al otro no sólo significado sino incluso realidad. Este es un cisma masivo y violento y una ruptura en los órganos internos de la cultura global de hoy, y es la razón de que muchos analistas sociales crean que si no se da pronto una suerte de reconciliación entre ciencia y religión, el futuro de la humanidad será, en el mejor de los casos, precario.[2]

A estos elementos el filósofo catalán Eugeni D’Ors añade uno más: “La libertad no constituye materia de ciencia, sino un imperativo de creencia, es decir de religión. Así el núcleo de la religión se identifica con el hecho irreductible de la libertad. La ciencia es el sistema representativo de la fatalidad. La religión es el mismo hecho de la libertad incognoscible”.[3]


Un territorio entre física y metafísica

La ciencia no se preocupa más que por la objetividad, la predictibilidad, el control y lo cuantitativo (fatalidad). La religión ha vuelto suyos los valores, el propósito, el sentido y lo cualitativo (libertad). La ciencia, corrompida por sus excesos, se vuelve cientismo, el desprecio a toda vía de conocimiento distinta al método científico (y la reducción de todo lo real a la materia). La religión, igualmente corrompida por sus excesos, desemboca en el fundamentalismo, la violenta negación de todo lo que cuestiona o contradice a su definición de las esencias. La cantidad sin la calidad depara un universo vacío, inerte y ominoso. La calidad sin la cantidad ayuda a los individuos a vivir, pero al mismo tiempo los encierra en una esfera desde donde la conciencia no puede entrever otros horizontes.
          El método, pues, consistiría en encontrar un tercer territorio entre física y metafísica que tome lo mejor de ambos y emprenda sin miedo su propio camino. En el intento de reunificar ciencia y religión, no se trata de “eliminar las diferencias” entre las diversas ciencias para poder decir “ciencia”, o entre las diversas religiones para poder decir “religión”, sino de celebrar las diferencias y la diversidad, contempladas desde un punto esencial. Resacralizar el mundo significa también devolver el carácter sagrado a lo diverso, como oportunamente escribe el rabino inglés Jonathan Sacks: “Las diferencias en religión y cultura son una parte esencial de la propia creación, tanto como las variedades en la naturaleza”.[4]
          Durante siglos, los dos “antagonistas” se estudiaron entre sí con objeto de reafirmar sus verdades respectivas apoyándose en las “supersticiones” o “herejías” del antagonista, lo que no hizo sino recrudecer la pugna e incrementar la distancia que los separaba. Mas en el siglo XX esa mutua observación pareció cambiar de propósito. Y es que cuando se habla de religión resulta indispensable tomar en cuenta un párrafo de Las formas elementales de la vida religiosa (1912) de Émile Durkheim:

Existen fenómenos religiosos que no remiten a ninguna religión determinada, como pasa con aquellos que constituyen la materia del folclor. Por lo general son restos de religiones desaparecidas, supervivencias desorganizadas; pero también los hay que se han formado espontáneamente bajo la influencia de causas locales. En nuestros países europeos, el cristianismo se ha esforzado por absorberlos y asimilarlos, imprimiéndoles un color cristiano. Con todo, hay muchos que han persistido hasta fechas recientes, o que aún persisten con relativa autonomía: fiestas del árbol de mayo, del solsticio de verano, del carnaval, creencias diversas relativas a genios, a demonios locales, etcétera. Si bien el carácter religioso de esos hechos ya está desapareciendo, su importancia religiosa es finalmente tanta que han permitido a Mannhardt y a su escuela renovar la ciencia de las religiones. Una definición que no los tuviera en cuenta no comprendería todo lo que es religioso.[5]


La antigua certeza de que la ciencia no es sino uno más de los posibles métodos válidos para conocer, y que por tanto puede coexistir con las doctrinas espirituales, vuelve hoy en día bajo el nombre de “pluralismo epistemológico”.[6] En esta línea, el estudio del conocimiento científico ha llegado incluso a postular la necesidad de un anarquismo epistemológico, nombre de una teoría desarrollada por el austríaco Paul Feyerabend.


Anarquismo epistemológico

“Lo que me fascina no son las ideas”, escribe Roger Caillois, “sino los datos del mundo, los llamados de las vastas tinieblas tras las cuales el universo olvida pronto sus leyes y sus hábitos, la penumbra en la cual disimula los modelos de sus mecanismos, así como la fuente de la energía que lo mueve.”[7] En el mundo humano, la costumbre, sorprendentemente, es un ejemplo de simultaneísmo: se concibe a sí misma como una cadena sin principio ni final (su automatismo se debe a una ausencia de reflexividad) y sólo por eso el individuo puede realizar actos sin pensar (acciones sin ideas). Una forma superior de referirse a las costumbres es “tradición”, un concepto muy poderoso y casi totalitario en las religiones. Pero también la ciencia tiene sus tradiciones, aunque en este caso vestidas de “leyes”.
            Un poderoso automatismo (al que bien podría llamarse  inercia) es el gran enemigo de la religión (porque la lleva a olvidar sus hábitos o, mejor dicho, a ya no contemplarlos como tales) y también de la ciencia (porque la hace olvidar la necesidad de revisar sus leyes).
            Uno de los intentos más valerosos de conjurar el fundamentalismo de la ciencia ha sido, en efecto, el anarquismo epistemológico de Paul Feyerabend, filósofo de la ciencia que sostiene que “no hay reglas metodológicas útiles o libres de excepciones, que rijan el progreso de la ciencia o del desarrollo de los conocimientos”. A una ciencia que actúa a partir de normas fijas y universales, Feyerabend la califica como perniciosa y perjudicial para sí misma. En cambio, propone una epistemología móvil y abierta bajo la forma de una serie de herramientas de investigación científica capaces de adaptarse a cada contexto pero no afirmadas como leyes inamovibles. En Contra el método, Feyerabend parte de una frase de honesta contundencia: el método científico no detenta el monopolio de la verdad, y el actual dominio de la ciencia en la sociedad es autoritario e injustificado.
            Feyerabend se da cuenta de que la ciencia tiende a olvidar el paradigma de la revolución científica: las teorías no corresponden a la “verdad” y deben evaluarse constantemente no por desconfianza sino porque esa es su esencia: lo funcional de hoy, no la ley de siempre. En libros como La ciencia en una sociedad libre y Adiós a la razón (y en eco de otros pensadores como Bachelard, Guattari, Imre Lakatos o Gregorio Klimovsky, sin contar como gran precursor al perspectivismo de Leibniz, desarrollado por Nietzsche), Feyerabend pide no olvidar que las leyes son hábitos creados por seres humanos en épocas determinadas, juicios de valor aceptados e impuestos por la élite científica. Es en esta línea que define como un rasgo de salud el aceptar al mismo tiempo diferentes métodos de acercamiento, no trabados en una lucha por la supremacía sino en una colaboración que no ignora a la diversidad y a la pluralidad de perspectivas.
            En última instancia, Feyerabend entiende que no podrán abordarse plenamente las posibilidades de la ciencia sino hasta que se sustituya el racionalismo por el anarquismo epistemológico. Evidentemente, su teoría, generada a partir de la buena fe, no hizo sino ganar al autor el título de “el peor enemigo de la ciencia”.[8]

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Notas
[1] Albert Einstein: Ideas and Opinions, Bonanza Books, Nueva York, 1988.
[2] Ken Wilber: The Marriage of Sense and Soul: Integrating Science and Religion, Broadway Books-Random House, Londres, 1999.
[3] Eugeni D’Ors: Religio et libertas, Cuadernos Literarios, Madrid, 1925.
[4] Jonathan Sacks: Dignity of Difference: How to Avoid the Clash of Civilizations, Continuum Publishing Group, Londres-Nueva York, 2002.
[5] Émile Durkheim: Les formes élémentaires de la vie religieuse. Le système totémique en Australie, Félix Alcan, París, 1912. [Las formas elementales de la vida religiosa: El sistema totémico en Australia, FCE/UAM/UI, México, 2012; trad. Jesús Héctor Ruiz Rivas.]
[6] Cf. Gregory Bateson: Angels Fear: Towards an Epistemology of the Sacred, MacMillan, Basingstoke (Hampshire), 1987.
[7] Roger Caillois: Intenciones, Sur, Buenos Aires, 1980. 
[8] T. Theocharis y M. Psimopoulos: “Where Science Has Gone Wrong?”, en Nature 329, octubre 15 de 1987; los autores llaman a Feyerabend “el Salvador Dalí de la filosofía académica y actualmente el peor enemigo de la ciencia”. Este último mote pasará a identificar a Feyerabend, como muestra un muy citado artículo de John Horgan: “Profile: Paul Karl Feyerabend - The Worst Enemy of Science” (Scientific American 268, 1993). Incluso un volumen de reivindicación y revaloración llevará tal etiqueta en el título: The Worst Enemy of Science?: Essays in Memory of Paul Feyerabend, Oxford University Press, Nueva York, 2000; eds.: John Preston, Gonzalo Munevar y David Lamb.


Libros citados
Bachelard, Gaston: Epistemología, Anagrama, Barcelona, 1973.
——: La formación del espíritu científico, Siglo XXI, Buenos Aires, 1972.
Feyerabend, Paul: Contra el método, Ariel, Barcelona, 1976.
——: El mito de la ciencia y su papel en la sociedad, Cuadernos Teorema, Valencia, 1979.
——: La ciencia en una sociedad libre, Siglo XXI, Madrid, 1982.
——: Adiós a la razón, Tecnos, Madrid, 1987.
Klimovsky, Gregorio: Las desventuras del conocimiento científico, a-Z editora, 1995.
Lakatos, Imre: Historia de la ciencia y sus reconstrucciones racionales, Madrid, 1974.






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