martes, 5 de mayo de 2020

El misterio de los cien monos (XL)

DGD: Morfograma 91, 2020.



El nivel artificialmente fijo al que se llama realidad

Si la experiencia interdependiente del actor contemplado por su espectador se coloca en el caso de la persona observada en una situación cotidiana, ello podría sugerir que la llamada conciencia “diurna” no es, como se cree, un estado fijo y estable (y mucho menos el único “verdadero”), sino una oscilación constante, una elasticidad de la que únicamente se privilegia el “punto medio”, al que se llama no sólo normalidad sino realidad. Acaso para mantener la conciencia cotidiana artificialmente fija, “jalamos” sin cesar a los demás al punto medio por el simple expediente de mirarlos, así como ellos nos lo hacen al mirarnos. Aquí aparece, más que nunca, la tan extendida asociación de “real” y “verdadero” como sinónimos (expresada con especial ahínco en la lengua inglesa). Mas una actuación virtuosa revela que puede existir algo real y a la vez falso (por ejemplo, lo que no es “verdadero” dentro del mundo “real” de un personaje ficticio), así como la repercusión en la mirada cotidiana prueba que puede existir algo irreal y a la vez verdadero (por ejemplo, la distracción de esa persona de su entorno: cuando miramos a alguien lo hacemos real en más de un sentido, lo arrancamos de su “irrealidad”).
          Lo falso no es intrínsecamente falso: se define como tal por comparación con las verdades que lo rodean. Tampoco lo verdadero es intrínsecamente verdadero, sino que es destacado por las falsedades que lo limitan. Si real y verdadero son sinónimos, entonces lo mismo que se dice sobre lo falso-verdadero puede afirmarse acerca de lo real-irreal. En el actor admiramos lo que no nos gusta en las personas que nos rodean: la oscilación, la elasticidad, la navegación entre estados de conciencia, la distracción del nivel artificialmente fijo al que llamamos realidad.
          El juego de realidades para el actor es muy claramente definido por Stanislavski:

Esto no quiere decir que el actor en el escenario deba rendirse a una alucinación ni que al actuar deba perder el sentido de la realidad, tomando la escenografía por árboles reales, etcétera. Al contrario: una parte de sus sentidos debe permanecer libre de la sujeción de la obra [...]. Él no olvida que lo rodean decorados, utilería, etcétera, pero todo eso pierde significado para él, ya no le interesa. Se dice: “Sé que a mi alrededor hay una tosca simulación de la realidad. Es falsa. Pero si fuera real, veamos cómo me dejaría llevar por una escena así: entonces actuaría”. Y en ese instante, cuando surge en su mente ese artístico “supongamos” rodeando a su vida real, pierde interés en ésta y es transportado a otro plano, creado para él, de vida imaginaria. [...] Sólo a través de un fuertemente desarrollado sentido de la verdad puede lograr una sola belleza interna en la cual, a diferencia de los gestos y posturas convencionales en el teatro, la verdadera condición del personaje es expresada en cada una de sus actitudes y gestos externos.


La atención flexible

La palabra clave es supongamos. El acento, pues, no se halla en la enajenación sino en la navegación por las instancias. No se trata de “escapar” de una realidad fija (la fuga es la base misma de la industria del entertainment) sólo para acceder a otra y volverla igualmente inamovible, es decir enajenante. Tampoco se trata de inventar verdades arbitrarias para cada nivel, y mucho menos de demostrar la “realidad de las convenciones” (que es el lema final de los media: la ulterior irrealidad del individuo). De lo que se trata es de usar la atención flexible de modo tan voluntario como un sintonizador en un aparato de radio o de televisión (parafraseando a Stanislavski: “una parte de sus sentidos debe permanecer libre de la sujeción de lo cotidiano”). Se trata de que el lazo viviente implique la apertura de la conciencia y no su constante sujeción cotidiana. El gran pecado del arte (que bien puede ser trasladado a la religión y a la ciencia) es el de mantener inmóvil a la mirada.
          Lo que aquí se ha aludido como “parpadeo pesado”, pues, resulta apenas uno de los numerosos signos que revelan que, en efecto, la realidad nace en los ojos. Para la neurofisiología es un hecho que los sentidos humanos funcionan por medio de figuras: bastan uno o dos estímulos parciales, unos cuantos datos incompletos, para que el cerebro forme el conjunto de modo inconsciente y veloz. Reconocemos a una persona por un perfil visto en sombras (la memoria de la percepción reúne sus características y las pone en relación unas con otras); ciertas apreciaciones parciales, sonidos u olores, crean para los sentidos la imagen total del entorno. Dicho de otra forma: enormes poblaciones de neuronas sensoriales se turnan y trabajan juntas para permitirnos ver el mundo de una forma unificada, esto es, producen una respuesta mayor que la suma de sus partes. Lo que percibimos no es sino una representación visual estable de la realidad. El cerebro, basado en la información de que dispone y en simples suposiciones, realiza las conjeturas para las que ha sido educado. De ahí que Anthony Movshon, investigador de la Universidad de Nueva York, sugiera que “uno puede imaginar a los sistemas sensoriales como a pequeños científicos que generan hipótesis acerca del mundo”. Sin cesar, los sentidos también se dicen supongamos, que es la palabra fundamental en todo juego. Nuestra percepción actúa en el sentido en que Stanislawski habla de ese artístico “supongamos” que rodea a la vida real del actor.
          ¿Por qué la educación sensorial se supone terminada en la primera infancia, etapa en la que se espera que ya no broten las posibles hipótesis acerca del mundo? Sin duda, debido a una mezcla de hábito y resistencia al cambio. “Nuestros receptores táctiles”, escribe Diana Ackerman, “tan alertas al principio y tan hambrientos de novedades, después de un tiempo parecen decir el equivalente eléctrico de ‘Oh, eso de nuevo’, y comienzan a dormitar; entonces podemos seguir adelante con nuestras vidas” (A Natural History of the Senses, 1990). Lo que no experimenta cambio deja de ser percibido y se invisibiliza para los sentidos en el trasfondo de lo cotidiano. Esto es justamente lo invisible: toda imagen que no sufre modificaciones se transforma en parte del escenario y, en su vasta mayoría, no es vista, del mismo modo en que los sonidos habituales se vuelven ruido de fondo, lo no escuchado, lo estacionario, lo que no llama la atención. Para el cerebro, el cuerpo es también una figura, un mapa extendido a lo largo de una franja vertical en la corteza cerebral, cerca del cráneo. Se trata de una figura abierta, como toda hipótesis. ¿Y qué es una hipótesis sino un “supongamos”?

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Libros citados
Ackerman, Diana: A Natural History of the Senses, Random House, Nueva York, 1990.
Movshon, J. Anthony, y Michael Landy (eds.): Computational Models of Visual Processing, The MIT Press, Cambridge, 1991.
Stanislavski, Konstantin: Actor’s Handbook: an Alphabetical Arrangement of Concise States on Aspects of Acting, Theatre Arts Books, Nueva York, 1987.
——: Acting: A Handbook of the Stanislavski Method, Crown Publishing, Nueva York, 1995. Antologador: Toby Cole.






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