miércoles, 15 de junio de 2022

Creer (XI)

DGD: Postales, 2022.

 

Eso no es prueba suficiente, / y no lo puedes creer de quien no dudas.

Shakespeare: Cimbelino, II, iv

 

En ciertas excepcionales ocasiones, “no lo puedo creer” significa “no quiero creerlo porque si creo en ello lo vuelvo ordinario, y yo necesito seguir no creyendo en lo extraordinario”.

          ¿Por qué decirlo así, por qué ese uso tan extraño de una “negación afirmativa”? No creo en lo extraordinario, pero a cada tanto algo me recuerda precisamente a aquello en lo que no creo; podría decirse que lo tengo más presente que aquello en lo que sí creo. En efecto, resulta más poderoso un enfático y frecuente no creo, que su contrario. Podría incluso decirse que necesito más a la negación que a la afirmación. ¿Qué necesidad es esta de mantener constantemente a lo ordinario bajo sospecha?

 

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Según la dispensa cristiana, nadie sabe a ciencia cierta si se salvará, ni siquiera el más recto, dado que un mero traspié en su fe podría tumbarlo de espaldas, como a un patinador, cuando ya estuviera deslizándose suavemente hacia su paraíso. Así pues, sea cual sea la certeza de fe que a uno quepa encontrar en los hechos, la certeza de los individuos en lo tocante a su propia felicidad o su propia miseria no es mayor de lo que era bajo Júpiter.

Lord Byron: Diarios (enero 25 de 1824)

 

El creer es universal e intemporal en ese sentido: en cualquier época y lugar parece consistir en encontrar en los hechos una determinada certeza de fe. (La gran pregunta es: ¿encontrar lo que ahí estaba oculto, o dar con lo que fue puesto ahí precisamente para ser “encontrado”?)

 

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Probablemente con el acto de creer pase lo mismo que con las matemáticas. Éstas no son otra cosa que propiedades y las relaciones entre esas propiedades. Los especialistas más imaginativos y a la vez más críticos definen a la matemática como algo que es al mismo tiempo un inventar y un descubrir. El gran ejemplo es el descubrimiento de Plutón. Nadie suponía ahí un planeta desconocido sino hasta que Urano comenzó a desviarse de su órbita. No había razón para ese desvío, hasta que a alguien se le ocurrió aplicar la ecuación de Galileo/Newton sobre la gravedad: suponer que algo estaba atrayendo a Urano, algo que no podía verse y cuya existencia sólo era “matemática”, es decir imaginativa, hipotética, una invención. La invención dio paso al descubrimiento. El creer se quiere también una invención que inventa al descubrimiento; una hipótesis que fuerza a la tesis a existir; una cuestión totalmente mental que se convierte en un quod erat demostrandum (“lo que se quería demostrar”); una idea que modifica a la realidad.

          Gran ejemplo sería la teoría de la relatividad desde el año 1907 en que Einstein la publicó hasta los años veinte en que pudo ser demostrada. O los debates sobre la gran pirámide de Gizah o la isla de Pascua, que más parecen una carrera entre hipótesis que luchan por imponerse y modificar la realidad a su favor.

 

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En toda cuestión metafísica, aunque se plantee en el estadio de la lógica, hay siempre un conflicto de creencias encontradas. Porque todo es creer, amigos, y tan creencia es el sí como el no. Nada importante se refuta ni se demuestra, aunque se pase de creer lo uno a creer lo otro.

Antonio Machado: Juan de Mairena

 

En Santa Juana de Bernard Shaw, un arzobispo dice: “Un milagro, amigo mío, es un hecho que crea fe. Esa es la finalidad y la naturaleza de los milagros. Pueden parecer formidables a los ojos de los que lo ven y muy simples para quienes los realizan. Eso no importa: Si crean o confirman la fe, son verdaderos milagros”. Su escandalizado interlocutor le pregunta: “¿Incluso cuando son fraudes, quiere usted decir?”. El arzobispo concluye de manera tajante: “El fraude engaña. Un acto que crea fe no engaña: por tanto no es un fraude, sino un milagro”.

          De la misma forma podría decirse que todo lo que nos rodea crea fe, o al menos creencia, o al menos convicción, o al menos confianza, respecto a una u otra cosa. La cultura, la época, el zeitgeist, es la suma de estas cosas. Estas cosas, a la vista de quien diseña el poder, no engañan, porque crean fe. Por lo tanto no son fraudes, sino normalidad, naturaleza, destino, y en última instancia, realidad.

          Ese arzobispo pone un ejemplo para que su interlocutor, lento en entender las “sutilezas teológicas”, logre darse cuenta de la gran utilidad del acto de creer, de su precisa necesidad: “¿Podría hacer que sus ciudadanos pagaran impuestos de guerra o que los soldados sacrificaran sus vidas si supieran lo que realmente sucede en vez de lo que les parece a ellos que sucede?”. El creer que sucede es más importante que el suceder real. Y evidentemente ese parecerles no es fruto de una creencia personal sino de un convencimiento exterior convertido en convicción interior. Se les convence no de que tal o cual cosa sucede, sino de creer que sucede. (Eso no sólo significa aceptar la posibilidad sino colocarla por encima de las demás.)

          Creer es la manipulación de un impulso esencial para que, en el lugar del saber sea colocado un creer que se sabe (nadie supone realmente estar al tanto de la verdad, pero sí de la mayor cantidad de posibilidades de que eso bien podría ser verdadero). “Los milagros”, dice el arzobispo, “no son fraudes debido al simple hecho de que son con frecuencia (no digo siempre) muy simples e inocentes mañas por las que el sacerdote fortifica la fe de su rebaño.” Es claro que el poder dominante fortifica una sola cosa en el mundo dominado: no la fe del rebaño (que a fin de cuentas presupone la existencia de un mundo en el que el dominio no existe o no tiene por qué existir) sino la creencia básica (la de que no hay otra forma: ni del mundo ni del poder).

 

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 [Leer Creer (XII).]

 

 

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