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DGD:
Postales, 2022-2025. |
r e t r a t o s (e n)
(c o n) p o s t a l e s
El curso délfico
Manuel Pereira
(fragmentos)
[Para José Lezama Lima (La Habana, diciembre 19 de 1910-La
Habana, agosto 9 de 1976), el desafío del artista es la trascendencia del
tiempo, la superación de la linealidad o sucesividad de la historia con objeto
de percibir el mundo en un eterno presente. El autor de la monumental Paradiso especificaba que para ello era
indispensable una ascesis, el arduo aprendizaje del poeta que tiene como
objetivo el pasar de la experiencia del ritmo sistáltico (sucesivo, profano: la evanescencia temporal, la
sucesión corrosiva de la historia) al hesicástico
(simultáneo, sagrado). Este último es evocado por Lezama en el capítulo XII de Paradiso en la persona de Juan Longo, el
músico que pretende componer una música ajena a la sucesión temporal de los
sonidos, de manera que éstos sean convocados simultáneamente en un momento
único.
Lezama asumió
la transmisión directa de ese aprendizaje: “Siempre me gustó orientar las
lecturas de la gente más joven. Al cabo de estar haciéndolo durante muchos años
se me ocurrió la idea de sistematizar esas orientaciones y poner a disposición
de una persona con preocupaciones e inquietudes intelectuales mi propia
experiencia de lector y no sólo ofrecérsela de manera coherente, sino
facilitarle, al mismo tiempo, ejemplares de aquellos libros que yo considero
formadores o que, al menos lo fueron para mí. Surgió así la idea del Curso
Délfico que yo he dividido en tres etapas: primero, Obertura palatal, que es la
gustación de la buena literatura y que es una etapa que no se cierra nunca porque
se mantiene durante toda la vida. Sigue después la Galería Délfica o Curso
Délfico propiamente dicho, que es ya el estudio en detalle de la historia de la
cultura, y prosigue una fase que yo llamo de las Aporías eleáticas, en donde
caben los juegos de la cultura y la inteligencia”.
Uno de los artistas
noveles que tuvieron el privilegio de ser iniciados en esa ascesis por Lezama en
persona fue el poeta y novelista cubano Manuel Pereira (1948), que registró esa
experiencia en una crónica sustancial, “El curso délfico”; este texto, junto
con “Para llegar a Lezama Lima” de Cortázar (1967), es sin duda el mejor
retrato del gran poeta cubano a quien podría aplicarse una de sus invocaciones:
“guardián del etrusco potens, la
posibilidad infinita”. | Se presentan aquí fragmentos de la crónica de Pereira.
(DGD)]
Como todo cubano de raíz, Lezama fue ante todo un conversador.
Sus diálogos conmigo estaban inspirados en la mayéutica socrática, según me
reveló más tarde. Siempre que yo le devolvía un libro, comenzaba un ciclo de
preguntas, nada académicas, que podían originarse en La Eva futura de Villiers de L’Isle-Adam para terminar en un
monólogo sobre el yin y el yang o las delicias de un mamey. Su abrumadora
erudición, expresada en un torbellino de citas y anécdotas —que iban desde las Vidas paralelas hasta La montaña mágica— entreveradas con
golpes de humor popular, hacía de su charla todo un acontecimiento. Cuando
Lezama empezaba a hablar, el mundo se detenía para escucharlo.
A eso él lo
llamaba “El curso délfico”, que comenzaba con “La obertura palatal” y en el
cual participaron —por separado— otros jóvenes, contados en realidad, porque no
pasábamos de tres. [...]
Lezama no
me enseñó a escribir, sino que me enseñó a leer. Incluso a leer lo que está
escrito en el aire, que es la mejor manera de escribir. Porque es la más
invisible. Esa fue su gran lección. Además, aguzó mi olfato para escoger las
lecturas. “No se pierda en oros falsos”, repetía a cada instante corrigiendo mi
instinto de selección, que por esa época era casi nulo, porque yo solía leer
cuanto me caía en las manos. “Primero los clásicos, luego los clásicos, después
los clásicos y más tarde los clásicos”; ese era su consejo mayor. [...]
Hablando un
día de la supuesta “oscuridad” de sus versos, me dijo: “La oscuridad está en el
que oye, para los que tienen luz nada es oscuro”, y yo sentí un escalofrío, porque
recordé el verso martiano: “como un monstruo cargado de crímenes, todo el que
lleva luz se queda solo”. Se lo comenté y abrió los ojos asustado, porque para
Lezama no había nombre más grandioso que el de José Martí. Podía hablar de los
etruscos, de los griegos, de los celtas, de los egipcios, de los fenicios, pero
siempre acababa hablando de Martí. Porque también Martí fue universalmente
cubano. [...]
Su consigna
conmigo era la frase que él atribuía al oráculo de Delfos: “Sólo lo difícil
estimula”. Todo en Lezama era así, maravillosamente difícil. Pero no se trataba
de una retórica caprichosamente hermética, ni mucho menos rebuscada. Su
exuberancia conceptual y su lenguaje, que poseía la estructura de una cuántica
musical, eran dones de su naturaleza. Lezama habló, pensó y escribió como
respiraba. En su asma se confundía Góngora con Quevedo. [...]
Así fue
como él me impartió sus lecciones de literatura. El maestro de un escritor no
es quien lo enseña a poner una palabra detrás de otra. Eso no se aprende, eso
sería como enseñar a respirar. El verdadero maestro es el que propone lecturas
inolvidables y descubre sutilezas ahí en donde no se sospechan, mostrándonos el
modo de acomodar la mirada; adiestrando, educando nuestros sentidos hasta
hacerlos capaces de estremecerse ante un sonido, un color, una forma, un
silencio o una idea. Lejos de ser un catálogo de axiomas, su magisterio fue una
magia total. Cuando yo no entendía algo, me estimulaba diciendo: “No entender
es ya una manera de entender”.
Con frecuencia
yo olvidaba la intriga, el nudo y la trama de las novelas que él me prestaba.
Cuando se lo comuniqué, me alivió así: “No se inquiete por eso; lo importante,
lo esencial en un libro no es la anécdota sino esa arenilla que se nos queda
adentro, porque olvidar es a veces también una forma de saber”. Ese día me
recomendó en una dedicatoria: “Ilumínese dentro de la transparencia y
oscurézcase como la noche de los vegetales”. [...]
Lezama era
algo más que un escritor. No era un profesor, ni tampoco un magister; no era un místico, ni un
sabio, ni un filósofo; Lezama fue mucho más que todo eso: Lezama fue un mago.
Su magia no era un oficio —que eso es la prestidigitación—; su taumaturgia
consistía, ante todo, en estar hechizado de sí mismo. A partir de esa premisa,
podía hechizarnos a todos. Yo nunca me aburrí oyéndolo y eso que no siempre lo
entendí todo. Porque yo ya tenía la llave maestra, el ábrete Sésamo. Yo ya sabía que más importante que entender es
emocionarse. No porque él me lo dijera explícitamente, sino porque esa fue la
disciplina más sutil que se desprendió de aquellas lecturas dialogadas. A él
nunca le gustaron las clasificaciones harto ceñidas. Siempre dijo que “definir
es cenizar”.
* * *
Manuel
Pereira, novelista, poeta, traductor, crítico, periodista, ensayista, guionista
cinematográfico, nació en 1948 en La Habana, Cuba. Estudió artes plásticas en
la Academia de San Alejandro. Sus dos primeras novelas fueron El Comandante Veneno (1977) y El ruso (1982). En 1988 publicó un libro
de ensayos, La quinta nave de los locos.
Su novela Insolación apareció en
2006; ese mismo año recibió el Premio Internacional Cortes de Cádiz por el
libro de cuentos Mataperros.
*
Ciro Bianchi: Así hablaba Lezama Lima. Entrevistas, Instituto Cubano del Libro,
La Habana, 2013.
Julio Cortázar: “Para llegar a Lezama
Lima”, en La vuelta al día en ochenta
mundos, Siglo XXI, México, 1967.
Carlos Espinosa (editor): Cercanía de Lezama Lima, Letras Cubanas,
La Habana, 1986.
José Lezama Lima: Diarios (1939-49/1956-58), Era, México, 1994.
Manuel Pereira: “El curso délfico”, en Literal. Latin American Voices/Voces
latinoamericanas, México, 2020.
*
[Leer Lichtenberg: inmensidad de lo pequeño]
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