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DGD: Textiles-Serie roja 8 (clonografía), 2009 |
viernes, 25 de julio de 2014
Notas dispersas a La cura de luz, V (¿Qué con el amor?)
Una
vertiente esencial de este tema tiene que ver con el amor. Swann es un
enamorado del amor. La segunda parte del tomo uno de En busca de tiempo perdido se llama Un amor de Swann y el tomo entero tiene como nombre Por el camino de Swann. Proust nos lleva
por ese camino cuando habla de la luz.
*
No es
que los enamorados cierren los ojos al besarse: es que se les cierran los ojos. Una sabiduría corporal los hace saber que
el misterio del amor florece en donde la visión total no lo lastime. Acaso en
este sentido el amor es visión reflejada.
*
Pocos
poetas asumieron ese lado metafísico del amor como Pedro Salinas. Uno de sus
poemas exclama: “La luz lo malo que tiene / es que no viene de ti. / Es que
viene de los soles, / de los ríos, de la oliva. / Quiero más tu oscuridad”.
Pero acaso el poeta no habla de la
oscuridad sino la luz reflejada, como trasluce en uno de sus poemas
fundamentales:
Si la voz
se sintiera con los ojos,
¡ay, cómo
te vería!
Tu voz
tiene una luz que me ilumina,
luz del
oír.
Al hablar
se
encienden los espacios del sonido,
se le
quiebra al silencio
la gran
oscuridad que es. Tu palabra
tiene visos
de albor, de aurora joven,
cada día,
al venir a mí de nuevo.
Cuando
afirmas,
un gozo
cenital, un mediodía,
impera, ya
sin arte de los ojos.
Noche no
hay si me hablas por la noche.
Ni soledad,
aquí solo en mi cuarto
si tu voz
llega, tan sin cuerpo, leve.
El
poema cumple su más íntima vocación: ser universal porque es intensamente
personal e irrepetible. Todo enamorado conoce esa experiencia: la de estar solo
en su cuarto, esperando una llamada telefónica y apagar la luz cuando se
presenta esa voz que es luz del oír. Y quizás en el otro extremo del hilo la
otra persona hace lo mismo. El amor es pura luz reflejada, una cura recíproca
de la noche que se vuelve día.
*
El
poema termina de este modo:
Porque tu
voz crea su cuerpo. Nacen
en el vacío
espacio, innumerables,
las formas
delicadas y posibles
del cuerpo
de tu voz. Casi se engañan
los labios
y los brazos que te buscan.
Y almas de
labios, almas de los brazos,
buscan
alrededor las, por tu voz
hechas
nacer, divinas criaturas,
invento de
tu hablar.
Y a la luz
del oír, en ese ámbito
que los
ojos no ven, todo radiante,
se besan
por nosotros
los dos
enamorados que no tienen
más día ni
más noche
que tu voz
estrellada, o que tu sol.
*
La
civilización es intensamente visual. Lo sabe don Juan Matus, que advierte a
Carlos Castaneda que el ser humano descifra el mundo ante todo por medio del
sentido de la vista, y le pide concentrarse en el mundo sonoro: la “luz del oír”,
en palabras del poeta. Don Juan era un gran lector de poesía, y consideraba que
los poetas experimentan a veces una especie de iniciación espontánea.
Luego de que Castaneda le lee un poema
de José Gorostiza, don Juan comenta: “Al oír el poema, siento que ese hombre
está viendo la esencia de las cosas y yo veo con él. No me interesa de qué
trata el poema. Sólo me interesan los sentimientos que el anhelo del poeta me ofrece. Siento su anhelo y lo tomo prestado y
tomo prestada la belleza. Y me maravillo ante el hecho de que el poeta, como un
verdadero guerrero, la derroche en los que la reciben, en los que la aprecian, sólo
reteniendo para sí su anhelo”.
*
Probablemente
don Juan diría que esas criaturas divinas adivinadas por Pedro Salinas —esas
almas de los labios, esas almas de los brazos— no sólo son reales —todo es real—
sino que son el amor. Pero el amor es locura, diría cualquier enamorado; ¿podría
ser, también, cura, cura de una locura mayor, que es un mundo sin amor?
* * *
martes, 15 de julio de 2014
Notas dispersas a La cura de luz, IV
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DGD: Textiles-Serie negra 5 (clonografía), 2008 |
La
orden genésica Fiat Lux (“Hágase la
luz”) es una mala traducción del lenguaje divino. Se trata de una traducción
sucesivista que convierte a una creación plural y simultánea en un acto único e
irrepetible. Menos equívocos habría habido si en el canon se hubiera registrado
la orden como Fieri Lux. No “Hágase”
sino “Dé en hacerse”.
La luz hecha sólo puede contemplarse
desde fuera, lo mismo que sucede con la frase hecha y el hombre hecho.
En cambio, de la luz por hacerse (o mejor, en
hacerse), sólo podrían desprenderse una frase que nunca puede terminar de
pronunciarse y un hombre haciéndose sin fin.
La luz no significa nada si se mira
desde fuera; el hombre carece de sentido si se concibe como mero espectador de
un universo ajeno, incomprensible, indiferente y amenazador. La luz y el hombre
no han sido “hechos” sino dados en
hacerse: fueron hechos para darse y fueron dados para hacerse desde dentro.
*
En la
noche 284 de Las mil y una noches, Ibrahim
ben-Sayar pregunta: “¿Qué cinco cosas creó el Altísimo antes que a Adán?”. La
respuesta es: “¡El agua, la tierra, la luz, las tinieblas y el fuego!”.
He aquí un giro inquietante, puesto
que casi todos los libros sagrados coinciden en que “En el principio era la
oscuridad”. Queda el recurso de considerar, por un lado, a la oscuridad
primigenia, y por otro a las tinieblas creadas junto con la luz, del mismo modo
en que podría concebirse a esa oscuridad “primera” (u originaria) como un
eufemismo del vacío o la nada; las tinieblas ya serían “algo”, del mismo modo
en que lo es la materia oscura.
Porque la orden genésica no fue “Hágase
la oscuridad”. En la fórmula sagrada “En el principio era la oscuridad”, las
tres primeras palabras son retóricas (equivalen al imposible “antes del origen”,
es decir, “antes de que fuera posible decir antes”).
“En el principio” es una fórmula humana: la oscuridad era. No estaba “hecha”:
era. Y era absoluta. No puede, por tanto, llamársele originaria; después de esa
oscuridad vendrían las tinieblas, que apenas se le asemejan, sobre todo porque
ellas sí pueden ser reconocidas como originarias.
*
Puesto
experimentalmente en términos sucesivos: había vacío y de pronto hubo oscuridad;
ésta es el principio porque, si se
hace caso a la dialéctica, lo oscuro implica a lo luminoso, del mismo modo en
que lo alto implica a lo bajo o lo caliente a lo frío. En otras palabras:
oscuridad es sinónimo de ausencia de luz.
La oscuridad era el principio y,
podría decirse, también el final. Pero aún si fuera así, se trataría de dos
oscuridades diferentes. Una, la del principio, es aquella que ignora que es
ausencia de luz: no la conoce, sólo la implica. Ignora que está enferma. La
oscuridad del final, en cambio, es la que ha conocido a la luz y su viaje
portentoso. Es una oscuridad curada.
*
La
oscuridad no es sólo el principio: es también el Creador. El primer acto de la
cura de luz fue crear a la divinidad capaz de pronunciar el sagrado Fiat lux.
*
Acaso
el Fiat lux es “Hágase la cura”, y
otro modo de decirlo sería “Hágase la conciencia”. Y otro modo de decirlo es “Sea
Yo consciente”. Y otro modo de decirlo es “Sea Yo”.
* * *
domingo, 6 de julio de 2014
Notas dispersas a La cura de luz, III
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DGD: Textiles-Serie blanca 32 (clonografía), 2012 |
La
luminoterapia no guarda sino una vaga semejanza con el bronceado. Quien se
broncea usa un antifaz: tiene los ojos cubiertos, es decir, no ve la luz, mientras
que el que recibe la cura de luz debe verla.
Verla es ya una parte sustancial de la curación. Acaso porque ver la luz es verse, mientras que la oscuridad es precisamente
la negación de la mirada. Aquel cuya lámpara se apaga en las tinieblas pierde
no sólo la mirada (el camino, el rumbo) sino los contornos (la memoria, el
sentido).
*
La idea
de una “cura” tiene también implicaciones muy profundas en las artes
narrativas: “La función esencial de la obra dramática (como la del cuento de
hadas)”, escribe David Mamet, “consiste en ofrecer una solución a un problema
que no es asequible a la razón. La obra dramática eficaz es la que nos induce a
dejar en suspenso nuestro juicio racional para seguir la lógica interna de la
obra, de forma que nuestro placer (nuestra ‘cura’) sea la sensación de
liberación al final de la historia. Disfrutamos la satisfacción de ser
partícipes en el proceso de solución antes que el logro intelectual de haber
observado el proceso de construcción”.
La catarsis es también una cura: el
espectador busca una liberación de algo que lo oprime y para lo que no existe
definición racional. Busca luz en una oscuridad que no tiene nombre. Dicho de
otra manera: la luz es el nombre.
*
Con
lucidez genésica, Dylan Thomas exclama: “La luz irrumpe en donde ningún sol
brilla, / en donde no se alza mar alguno”. La luz precede a los soles, y
también a los mares. “Las aguas del corazón”, canta el poeta, “impulsan a las
mareas.”
*
Y la
luz es el misterio. No la oscuridad. Tomás Segovia lo destaca: “El misterio no
es sombra sino luz; incluso para aquellos a quienes se les revela entre las
sombras no es sombra, sino luz entre las sombras”. En contra de la definición
usual, el misterio no es lo que se oculta en las tinieblas sino lo que se
revela a la luz, es decir, en la luz.
Se dice en aquel fragmento de la poética evangélica: “No se puede esconder una
ciudad cuando está situada sobre una montaña. No se enciende una luz y se pone
debajo de la cesta de medir, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que
están en la casa” (Mateo 5:14-15).
Segovia escribe:
Lo que
define al misterio no es el estar escondido, sino el ser indestructible. Lo que
está escondido puede ser descubierto y es difícil o es oscuro, pero no
misterioso. El misterio no puede ser descubierto porque no está cubierto: es
radiante. [...] El misterio no es lo que no se ve, sino lo que no se explica.
[...] El misterio es evidencia y no ocultación, y si a veces creemos que se
esconde o más bien que nos huye, es por una confusión: lo que pasa es que no se
deja penetrar. [...] El que esconde
un misterio podemos estar seguros de que miente: si de veras fuera un misterio
no tendría miedo de que la mirada o el examen lo disiparan, como sucede a los
falsos poetas, que aborrecen las preguntas porque creen que contestarlas es
convertirse en maestros de escuela o porque no las saben contestar.
El
misterio existe a plena luz: es la
plena luz.
*
“¿De
quién son los ojos que miran?”, se pregunta Ítalo Calvino. Fecunda polisemia,
porque si bien en primera instancia esa pregunta podría re-enunciarse como “¿a
qué persona pertenecen esos ojos que miran?” (son los ojos “de”, pertenecen “a”),
en segunda instancia podría estar sugiriendo que esos ojos que miran pertenecen
a alguien o algo distinto de esa persona, a alguien o algo que estaría “detrás”
de esos ojos y mira a través de ellos (los ojos de A tienen detrás a la mirada
de B; por tanto, los ojos de A son de B: pertenecen a B; y aún más: pertenecen
a A porque son de B). En este último
sentido, la aguda pregunta de Calvino podría tener un cierto rumbo de
respuesta: “Los ojos que miran pertenecen a la luz”.
*
viernes, 27 de junio de 2014
Notas dispersas a La cura de luz, II
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DGD: Redes 116 (clonografía), 2009 |
En
ciertas ciudades cercanas al ecuador hay un exceso de luz y de calor. Las
actividades se detienen por varias horas poco después de medio día, y en pleno
furor solar las personas suelen tomar una siesta corta. Se refugian en lo
fresco de las habitaciones, en lo oscuro de sí mismas, pero no pueden separarse
del todo de un ámbito en el que, unos cuantos metros más allá de donde duermen,
vocifera el incendio. Estas siestas deben ser cortas si son curaciones, porque
si se prolongan se vuelven contraproducentes: si se le da tiempo, el incendio
circundante parecería que alcanza a llegar al sueño: al despertar el individuo
se siente letárgico, pesado, probablemente lo aqueja dolor de cabeza.
*
Otra
cosa es el jet-lag, los efectos del
cambio de horario en aquellos viajeros que cambian de continente y llevan la
noche de un hemisferio al día del otro. Ante todo los pilotos de aviación conocen
este trastorno, que a veces combaten con antidepresivos: una atroz somnolencia combinada
con insomnio. Un estar atrapado a mitad de camino, sin poder dormir, sin poder
despertar. El jet-lag (también llamado
descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios)
se parece en eso al sonambulismo: ambos son un requerimiento de luz, ya sea la
luz refleja (noche) para inmovilizar al cuerpo físico y movilizar al cuerpo
sutil (sueño: un estar en todas partes), o bien la luz directa (día) para movilizar
a los músculos e inmovilizar a la conciencia (vigilia: un estar aquí y ahora).
*
Pero
hay un jet-lag colectivo, un sonambulismo
apenas metafórico; no son pocos los autores que advierten que, en las sociedades
occidentales, el individuo “recorre los días de su vida como un autómata,
anestesiado, atrapado por el engranaje de la máquina del mundo” (Charles Reich, The Greening of America). En
realidad son innumerables las voces que se han levantado en esta denuncia, y
sin embargo la opinión pública las sigue escuchando (cuando las escucha) como
casos aislados: aislados, precisamente, por el carácter tan polémico como fundamentado
de la denuncia.
Neil Postman afirma que este
sonambulismo se debe a la rendición total de la cultura a la tecnología (Technopoly, 1992), y Langdon Winner
agrega que, dominados por la “tecnomanía”, “caminamos como sonámbulos por el
mundo que hemos creado, ajenos a lo que hemos perdido, sin pensar en las
consecuencias de las decisiones que no hemos tomado” (Newsday, noviembre 23 de 1997). Este “insomnio sonámbulo” colectivo
ya no tiene que ver con la situación geográfica y la presencia o ausencia de
luz solar, sino con una especie de oscuridad apenas metafórica que cubre al
mundo dominado por el tecnopolio.
*
Los estragos
que causa en el individuo la presencia del día en la noche y de la noche en el
día parecen multiplicarse en la colectividad. El ser humano parece exclamar,
como Tamino en La flauta mágica,
cuando de noche se queda solo en el patio del palacio: “¡Oh, noche oscura!
¿Cuándo vas a desaparecer? ¿Cuándo voy a encontrar luz en las tinieblas?”.
*
Es una
pesadilla recurrente en la historia humana, la de andar en un entorno oscuro
con una débil lámpara en las manos. Qué antigua la admonición de Proverbios 20:20: “Se
le apagará su lámpara en oscuridad tenebrosa”. En la literatura abundan
descripciones como “De pronto se apagó la luz y todo quedó a oscuras”. Pero el
mito indica lo contrario: de pronto se
encendió la oscuridad y todo quedó iluminado. Podría argumentarse que no
hay ninguna simetría: cuando la luz se apaga, en efecto, todo queda a oscuras, pero cuando la oscuridad se enciende es
apenas “algo” lo que queda iluminado, en comparación con lo que permanece en
las tinieblas. Así pues, aquella frase debería terminar “y mi camino quedó
iluminado”, lo cual implica un matiz esencial: “yo quedé iluminado”. Esa
esencialidad implicada podría enunciarse de otra forma: “de pronto se encendió
la oscuridad y yo recordé que soy luz”.
domingo, 15 de junio de 2014
Notas dispersas a La cura de luz, I
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DGD: Textil 131 (clonografía), 2011 |
Resulta notable que Swann no dice que la
oscuridad sea la que no deja moverse a las hojas, a las olas o a los músculos,
sino la luz de la luna. La luz nocturna, la luz del sol reflejada en la luna,
la luz enfriada, la luz detenida, no sólo inmoviliza a los músculos sino que
moviliza a la conciencia: la actividad se detiene en la vigilia para que
comience la actividad en el sueño. ¿Una es la causa de la otra? (Para Swann no
hay luz y oscuridad: hay luz directa y luz reflejada.)
*
La luz inmoviliza a la materia, o mejor dicho,
a la materia oscura, para movilizar
al espíritu, o mejor dicho, a la materia luminosa.
*
En la Noche 286 de Las mil y una noches parece haber una respuesta arquetípica:
Hay un fuego que come y no bebe: el fuego del mundo;
un fuego que come y bebe: el fuego del infierno; un fuego que bebe y no come:
el fuego del sol; por último, un fuego que no come ni bebe: el fuego de la
luna.
Basta sustituir fuego por luz:
Hay una luz que come y no bebe: la luz del mundo; una
luz que come y bebe: la luz del infierno; una luz que bebe y no come: la luz
del sol; por último, una luz que no come ni bebe: la luz de la luna.
En esta espléndida visión mítica hay un mapa
vertical: sol, luna, mundo, infierno. La luz tiene dos acciones posibles, comer
y beber, de las que puede abstenerse total o parcialmente, y esa abstención
(esa graduación) es lo que le da su carácter (personalidad, sitio, propósito,
destino). En este caso el mapa horizontal va de la luz de la luna (no come ni
bebe) a la luz del infierno (come y bebe); en medio se encuentran la luz del
sol (bebe y no come) y la luz del mundo (come y no bebe).
*
Pero ¿cuál es la diferencia que se marca aquí
entre comer y beber?, ¿la misma que entre devorar y absorber?
Acaso
una clave está en la misma Noche 286, cuando se plantea este enigma: “Me
alimento sin tener boca ni vientre, y me nutro de árboles y animales. ¡Los
alimentos solos prolongan mi vida, en tanto que cualquier bebida me mata!”. La
respuesta es el fuego.
*
Y tal vez otro matiz provenga de lo que se
dice en la noche 279: “para dar un temperamento a Adán, el Creador reunió en él
los cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire. He aquí por qué el
temperamento bilioso tiene la naturaleza del fuego, que es cálido y seco; el
temperamento nervioso tiene la naturaleza de la tierra, que es seca; el
linfático tiene la naturaleza del agua, que es fría y húmeda; y el sanguíneo la
naturaleza del aire, que es cálido y seco”.
Y
de seguro interviene este apunte de la noche 282:
El sol es el sultán del día, como la luna es la
sultana de las noches. Y dijo Alah en el Libro: “Soy yo quien otorgó su luz al
sol y su resplandor a la luna y quien les asignó lugares matemáticos que
permitieran conocer el cálculo de los días y los años. ¡Yo soy quien fijó un
límite a la carrera de los astros y prohibió a la luna que jamás esperara al
sol, así como a la noche que se adelantara al día! ¡Por eso el día y la noche,
las tinieblas y la luz, sin nunca mezclar su esencia, se identifican
continuamente!”.
Luz y resplandor: el mito no consiente
sinónimos.
*
En la Noche 284 se da un diálogo muy revelador
entre el sabio Ibrahim ben-Sayar y la bella y sapientísima esclava llamada
Simpatía:
Ben-Sayar: “¿Qué obras son las formadas por las
propias manos del Todopoderoso y no por el simple efecto de su voluntad, como
fueron creadas todas las demás cosas?”.
Simpatía: “¡El
Trono, el Árbol del Paraíso, el Edén y Adán! ¡Sí, por las propias manos de Alah
se crearon estas cuatro cosas, mientras que para crear todas las demás cosas,
dijo: ‘¡sean!’ y fueron!”.
Hermosa diferenciación: la mayor parte de la
Creación se debe al Verbo, como efecto de la voluntad del Creador, mientras que
cuatro muy especiales elementos surgen de las manos del Todopoderoso, como si éstas
tuvieran su propia voluntad. Dos formas de la voluntad divina, sí, pero
expresadas como independientes entre sí: la del decir y la del hacer. ¿La luz
que es la Creación misma, independiente de la luz creada?
*
En la Noche 286 el Fiat es mencionado como una matriz dentro de otra: “Alah hizo a
Adán con barro seco; el barro se formó con espuma; la espuma se sacó del mar;
el mar de las tinieblas; las tinieblas de la luz; la luz de un monstruo marino;
el monstruo marino de un rubí; el rubí de una roca; la roca del agua; y el agua
fue creada por la palabra omnipotente: ‘¡Sea!’”.
Del
Fiat surge el agua, y en sucesión:
roca, rubí, monstruo marino, luz, tinieblas, mar, espuma, barro, Adán.
*
Mímesis: imitación. Como escribe la filósofa Julia
Manzano Arjona, al fuego se le imita ardiendo, consumiéndose en él. Desde tiempos
muy remotos, la creación, y en especial la creación artística, se ha comparado
con el fuego. El artista invita a repetir su aventura espiritual y emocional.
Él ha imitado al fuego, se ha consumido en él; el espectador imita al artista,
se consume en la obra.
jueves, 5 de junio de 2014
La cura de luz
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DGD: Redes 144 (clonografía), 2012 |
En el
tomo II de En busca del tiempo perdido,
Charles Swann, ese personaje tan noble y sabio como contradictorio y dolorido,
y que nunca se aplica a sí mismo la agudísima mirada que posa en el mundo, está
hablando de una música que le gusta inmensamente, la Sonata de Vinteuil, y específicamente de una “frase” de la Sonata de la que está profundamente
enamorado (no lo dice así, desde luego, pero basta ver cómo se ilumina cuando
intenta comunicar a otros —contradictorio como es— las “razones” de ese
enamoramiento). En ese transcurso hace una mención que pasa de largo, y que no
podría resultar más críptica: “No tiene nada de extraordinario que un
tratamiento de luz, como el que sigue mi mujer, tenga influencia sobre los
músculos, porque la luz de la luna no deja moverse a las hojas”. He aquí toda
una metafísica de la luz que pasa tan rápida e imperceptible como la propia Sonata de Vinteuil de la que Swann está
hablando metafóricamente.
La expresión cure de lumière (“cura de luz”) sigue siendo usual en Europa, así
como en los países en donde las estaciones del año están claramente
diferenciadas; se emplea como tratamiento a una afección física que en esas
latitudes es conocida como “depresión estacional” y que se presenta en la
proximidad del invierno debido a la “falta de luz”. En esas zonas del planeta,
una de cada cinco personas sufre este mal cuyos síntomas son “insomnio,
tristeza al despertar, irritabilidad”, etcétera. En los casos en los que
resultan impracticables los baños de sol, se utilizan técnicas de
luminoterapia, con base en luz artificial.
En los países en donde siempre hay
luz, y raramente falta el sol, son desconocidas expresiones como “cura de luz”
o “depresión estacional”, y resultará, por tanto, por completo esotérica una
idea como la de Swann, según la cual la luz de la luna mantiene inmóviles a las
hojas de los árboles. Y es que en una cultura en la que la luz no es un hecho
dado, y cuya falta provoca trastornos notables y enfermedades serias, existe
una específica y muy antigua conciencia de la luz.
Para Swann, la Sonata de Vinteuil evoca precisamente uno de esos paisajes que sólo
son notables y significativos en una cultura dotada de conciencia de la luz.
Swann lo describe como “el bosque de Boulogne en estado cataléptico”. Y agrega:
Y a orillas
del mar es en donde sorprende aún más, porque entonces las olas dan unas tenues
respuestas que se oyen muy bien, porque todas las demás cosas no se pueden
mover. En París ocurre lo contrario: uno nota a lo sumo resplandores tenues en
los monumentos, un cielo iluminado como por un incendio sin color y sin
peligro, una especie de suceso entrevisto.
Que la luz, que es movimiento absoluto
y eterno, se encargue de aquietar a la naturaleza, es una idea más que turbadora.
Pero sólo es una “idea” en las latitudes en las que el sol casi nunca falta.
Porque en la cultura de las “depresiones estacionales” no es una idea en
absoluto, sino una imagen, un hecho
tan incontestable como lo es la propia luna. Sólo que no hay palabras para
describirla de modo tan rotundo como a la luna misma.
Pero es que además Swann habla de la
noche: es de noche cuando la luna inmoviliza a las hojas, lo cual implica que
de día la luz las mueve e impulsa. Y de ahí lo misterioso de su imagen del mar
nocturno en el que la luz aquieta casi por completo a las olas.
Y es, además, una noche en la
naturaleza abierta, porque en las ciudades la “depresión” es otra: en París,
dice, se notan “resplandores tenues en los monumentos, un cielo iluminado como
por un incendio sin color y sin peligro, una especie de suceso entrevisto”. En
las ciudades no hay peligro (o no hay ese
tipo de peligro indecible); bien lo sabe la mitología: el verdadero peligro
radica en las espesuras, en los bosques, en las zonas en donde se concentra la
penumbra, ahí a donde no llegan los rayos solares. De ahí que para el mito y la
leyenda, a mayor oscuridad mayor peligro. De ahí el ominoso carácter
arquetípico de la noche.
Swann reconoce, pues, una diferencia
entre la luz diurna y la nocturna, y un efecto inverso en cada caso. ¿La
inmovilización por la luz afecta ante todo a los cuerpos que se retiran al
interior de ellos mismos? Swann no es un filósofo y menos aún un místico: habla
de cosas tangibles, de hechos, de
curas de luz, de músculos que reciben la influencia de un agente físico. “No
tiene nada de extraordinario”, dice, “que un tratamiento de luz, como el que
sigue mi mujer, tenga influencia sobre los músculos”, y aquí lo primero que hay
que subrayar es No tiene nada de
extraordinario; Swann se sentiría como pez fuera del agua si se viera de
pronto en terrenos de la filosofía, la metafísica o la mística; no hay nada extraordinario en lo que está diciendo,
no hay nada que se salga de lo ordinario en su amor por la Sonata de Vinteuil, como no hay nada portentoso —para Swann, que es
portentosamente contradictorio— en el hecho de que la luz de la luna no deje
moverse a las hojas de los árboles... o en el hecho de que se asocie tan
naturalmente a la luz con la curación.
Swann es un hombre del Viejo Mundo,
hijo de una cultura para la cual existe una diferencia sustancial, gravísima,
entre el verano y el otoño, y no se diga entre la primavera y el invierno. Está
hablando de lo que para la medicina europea es un hecho, una afección física grave, algo no sólo físico sino
ordinario desde tiempos remotos y casi diríase constitucional (qué curioso que
en el Nuevo Mundo la “depresión estacional” suena a la inversa: algo fantástico,
metafísico, completamente extraordinario).
Y si lo que dice Swann puede y debe
correlacionarse no con la metafísica sino con la física, ¿es, pues, por eso que
la ciencia habla de ese inhibidor de los músculos que en la mayoría de los
casos impide que los durmientes realicen las acciones corporales emprendidas
por su yo onírico? La excepción serían los sonámbulos, aunque el sonambulismo suele
presentarse durante las horas de la noche en que aún no se ha llegado a la
etapa o fase de movimientos oculares rápidos, aquella en la que surgen las
imágenes oníricas.
A la luz de todo esto, qué inquietante
resulta esa observación que puede verse en cualquier libro de fisiología, según
la cual los sonámbulos suelen tener los ojos hacia arriba, debido, según
explican los especialistas, a la adaptación natural del cuerpo al hecho de no
recibir luz en el acto del dormir. ¿El sonámbulo busca la luz en general o,
lleno de la luz nocturna (que lo llena y llena su sueño), pide la luz diurna
(que le permitiría unificar sus movimientos y despertar)?
Y en un nivel aún más metafísico: ¿es
la luz una cura precisamente de la oscuridad, es en sí misma bálsamo y conjuro?
¿He ahí el origen de todo? ¿He ahí la explicación final del Fiat lux?
martes, 27 de mayo de 2014
Ramón Gaya: Huerto y vida
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DGD: Redes 145 (clonografía), 2012 |
Huerto
y vida
Ramón Gaya
[España, 1980. Obra completa, Pre-Textos, Valencia, 2010.]
Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el
tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese
primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde
arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy
simple: una rama de nisperero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo.
¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama de árbol sin más ni más? Sabiéndome
nacido en un huerto —Murcia, Huerto del Conde, en la Puerta de Orihuela, el 10
de octubre de 1910—, la verdad es que no puede parecerme demasiado extraño que
mi primer recuerdo consista, precisamente, en unas cuantas hojas (esas hojas de
nisperero, un tanto ríspidas, que sin dejar de ser vegetales parecen tener, por
un lado, algo metálico, y por el otro, su reverso, algo aterciopelado); pero lo
que me intriga de esta imagen no es lo que aparece, sino lo que no aparece en
ella, lo que... falta en ella; y lo
que falta, sorprendentemente, es... el yo, un yo que habitara y viviera esa
imagen, ya que el hombre no suele recordar nada como no sea recordándose a sí propio en algún
contacto, en algún comercio con los demás. Pero lo cierto es que aquí todavía
no hay nadie, personne, no hay
persona, sólo esa rama sin qué ni por qué, o sea, sin argumento, sin sujeto,
incluso sin representar o simbolizar cosa alguna, en una especie de... estar puro, mondo y lirondo, como
algunas de esas flores, rodeadas de vacío, que aparecen en las viejas pinturas
chinas y japonesas. Se trata, pues, de algo
—una imagen de algo— que ya me pertenece, de algo ya mío, pero sin mí, todavía
sin mí. Claro que en ese fondo primero de la memoria han quedado aposentadas
también otras imágenes (como unas manchas vívidas) en las que aparezco asomado
por los bordes, en tal o cual escena borrosa con mis padres, o con mi madrina
Lola y su cuñada Encarna, pero he sabido siempre muy bien que todas ellas son
imágenes posteriores a ésta, tan fija
y nítida, de la rama de nisperero; durante casi setenta años la he conservado,
intacta, aunque ignorando su sentido o creyendo tontamente que no lo tenía, que
era algo así como una especie de... estampa,
la estampa plana de una visión de
nadie y sin nadie, caída allí per caso, surgida allí por generación
caprichosa, desligada de todo, gratuita, decorativa. Era, desde luego, un
error; digamos, para empezar, que en la realidad no hay nada, no puede haber
nunca nada... decorativo, es decir,
vacío; y digamos, sobre todo, que en la realidad no puede darse cosa alguna
—por neutra e inexpresiva que se presente— que además de ser ella (esa que
aparece y permanece siendo) no venga a descubrirnos y a explicarnos otra. Sabemos que las cosas y los seres
que buenamente logran salir, subir a la superficie de la realidad, no sólo
vienen a ser eso que son, sino que vienen, quizá más aún que a ser, a... decir, a decirnos, a revelarnos
significaciones, y no ya significaciones suyas, sino de otras cosas y otros
seres. Pero todo eso otro vendrá
siempre dicho con una voz tan queda —es una voz, diríamos, de imagen, en una
voz de metáfora—, en una voz que no es voz, sino visión, casi como una silenciosidad; se entiende, por lo tanto, que
incluso un oído muy atento no acierte a veces a escucharla bien y podamos
quedar, de pronto, tranquilamente aposentados en una estupidez que no nos
correspondía, que no era nuestra, que no era nuestra —ya que todos podemos,
quizá, disponer de una—, pues aquí se trata muy concretamente de esa estupidez
de los listos, de los realistas, de los que piensan que el pan no es más que
pan. La necia persistencia de mi sordera quizá se debió también, por lo menos
en parte, a la desconfianza que me inspirara desde el primer momento tanto símbolo artificial, falso, arbitrario,
como nos traería, por ejemplo, el surrealismo. Desde 1928 (fecha de mi llegada
a París, a los diecisiete años, donde topara por vez primera con unas pinturas de Max Ernst y unos escritos de André Bretón) hasta 1935,
por lo menos, y aún después, la verdad es que yo no podía oír hablar sin
disgusto de... “oscuros significados”, de “magia”, de “belleza convulsiva” —que
me parecía más bien una enfermedad—, de lo “maravilloso”, de lo “alucinante”,
porque cuando se hablaba de todo eso ya sabía qué plato iban a servirme.
A
esta imagen de la rama de nisperero sobre un cielo azul yo no quería, porque me
gustaba así como era, echarle nada encima que la pudiera alterar, emborronar,
pero tampoco le arrancaba nada. La había conservado siempre, pero la había
inmovilizado. Porque, claro está, las significaciones y los símbolos existen; y
no es sólo que existan algunas veces y en algunas cosas, sino que existen
siempre y en todo. Sí, todo lo que existe viene ya, independientemente de su
ser, con una significación... dispuesta de antemano, aunque sin dejarse ver ni
oír del todo. Hay, pues, que... respetar, esperar y, desde luego, callarnos lo más posible. Hoy, a sesenta
y siete o sesenta y ocho años de distancia, me ha parecido entrever y entreoír
que esa pasmada imagen de unas hojas era, sencillamente como un pequeño y
fresco anticipo del lugar, del sitio
exacto de mi nacimiento; un lugar, un sitio, un punto que parecía, de una
manera tan incontestable, ser él —y lo era—; precisamente siéndolo es como decía
ser, también, otra cosa. Este punto único y solo se encuentra aquí, es aquí, pero se encuentra aquí representando la totalidad del mundo
real. Yo no puedo estar dentro, aparecer dentro de esa imagen, porque esa
imagen no es una imagen, sino la realidad directa y viviente misma, que ya
existe cuando yo todavía no existo (existo ya, sin duda, con dos o tres años,
para mis padres, pero no para mí), y antes de tener noticia alguna de mí mismo,
conciencia de mí mismo, la realidad parece dar un paso, tenderme la mano para
que yo —o mejor, ese garabato del ser
que aún no soy— tropiece buenamente con ella y pase, sin sentir, a ser real.
*
sábado, 17 de mayo de 2014
Ramón Gaya: Carta a un Andrés
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DGD: Textil 127 (clonografía), 2010 |
Carta a un Andrés
Ramón Gaya
[Texto escrito en España, en
1978, incluido en Obra completa, Pre-Textos,
Valencia, 2010.]
No, amigo Andrés,
yo no he dicho que “la modernidad” no exista, sino tan sólo que... no importa, que no puede importarnos, porque eso,
“eso” tan endeble, tan de superficie,
tan de pasada, que llamamos “modernidad”, no tiene valor
propio, valiosa sustancia propia. La modernidad no es, no puede ser —nunca— valor, como estúpida,
frívola y descuidadamente hemos terminado por suponer; la modernidad no puede
ser más que un simple... estado
por el que pasan —y pasan
irremediablemente— las más o menos pobres obras de arte nuestras, pero sin
formar parte —carne— de ellas. (No podría decirse con exactitud cuándo ni dónde
empieza esa disparatada obsesión nuestra de querer ser modernos por
encima de todo y de que nuestras obras sean modernas a costa de
todo, pero acaso habría que ir a buscar, a rastrear su inocente chispa primera
en el Renacimiento mismo, es decir, en algunos jugueteos, entretenimientos o
competiciones renacentistas, aunque, claro, esa idea tan alegremente insensata
de una modernidad como valor, se manifestase entonces, en todo caso, con una
graciosa desenvoltura que ahora ha perdido por completo, hasta el punto de
convertirse en algo terriblemente solemne, casi fúnebre, mortuorio, sobre todo
en los setenta y tantos años últimos, medio enterrados como
estamos en ese oscurantismo cerril, servil, senil, de una mostrenca modernidad
sobrepuesta, tiesa, artificiosa, mecánica, maniática, forzada, inmovilizada,
establecida y... ¡oficial!)
Claro que existe... otra cosa —una especie, diríamos, de energía
soterrada— que acaso también puede (y
con mayor motivo) ser considerada “modernidad”, pero no es, entonces, en
absoluto, esa petulante modernidad exterior, vistosa, brillosa, fugacísima, que
todos sabemos, sino otra más secreta, más verdadera: es una modernidad que no
consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades
pueriles, tontas, tontucias, sino de dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Porque si “clásico no es más que vivo”,
moderno no puede ser más que vivo también; pero claro, vivo de... vida, de vida
vívida, sanguínea, no de esa seudovida
—que no es más, en realidad, que una pobre
agitación, un simple trajín, un ir y venir vacío, en el vacío—, no de esa seudovida
activa que el historiador —todo
historiador— confunde y toma siempre, sin remedio, por la misma vida central,
real y verdadera.
En el acompasado fluir del arte han
surgido, de tanto en tanto, algunas novedades legítimas, genuinas, pero han
sido siempre novedades involuntarias, novedades... sin querer, o sea, por melodiosa fatalidad. Dejando a un lado,
por ahora, la descomunal novedad perenne, permanente, de Fidias
—o de quien sean esas esculturas actuales
del Museo Británico, que se parecen
tan poco a todo el resto de la estatuaria griega, es decir, de la estatuaria
antigua—, en Giotto, por ejemplo, percibimos muy bien, más que una novedad
propiamente suya, la novedad que le ha sido encomendada, prestada por la Pintura misma, y que vemos asomarse a la superficie de su obra como
un rubor apenas, como una sofocación
medio escondida: es esa la forma que
tienen de presentarse ante nosotros las novedades profundas, oscuras. Esa
especie de “sofocación” de lo secretamente nuevo, también la percibimos en
Masaccio, y en Miguel Ángel, y en Van Eyck, y un poco más tarde en Tiziano (no
así en Tintoretto, como podría suponerse a la ligera, ya que se trata, sin
duda, de un artista muy original, pero de una originalidad deliberada,
desvergonzada, caprichosa, vistosa, extravagante, artística, estilística —todo
eso aparte, claro, de ser un gran pintor—, y no de una originalidad...
originaria, orgánica, de raíz, de ley; y lo mismo sucederá con El Greco,
consecuencia directa suya y estrambótico, vicioso manierista genial —tan
idolatrado por la muy agitada “modernidad” de 1908, 1928...—, pues ni
Tintoretto ni El Greco son portadores, aportadores de novedades reales,
sustanciales, sino inventores,
ideadores, osados y cínicos improvisadores de novedades particulares suyas, personalísimas, es
decir, postizas). También sentiremos
la recia y suculenta novedad de Rembrandt, sobre todo en esos garabatos medio chinos de sus dibujos; y, por fin, un buen día veremos acercársenos mansamente,
sin descaro alguno, “sin ser notada”, la desnuda novedad suprema y... última de Velázquez. Y... no hay más, o no hay
apenas más; se acabaron, por lo visto, las novedades naturales, medulares: se
diría que todas las novedades posibles, que iban a ser posibles a lo largo del
tiempo, existían ya desde un principio, desde el principio —es decir,
desde cuando se concibiera, de una vez por todas, el vigoroso cuerpo completo
de la Pintura—; existían de antemano, sí, aunque subyacentes y silenciosas,
como en espera de su puntual y fatal necesidad; ahora, con la extraña aparición
de Las Meninas, del Niño
de Vallecas, del Argos, del paisaje azul de la Villa
Médici, del Bufón Don Juan de Austria,
se habían agotado todas nuestras reservas de novedades irremediables, ineludibles: habían ido subiendo, diríase,
del fondo mismo, primitivo, de la Pintura, hasta la misteriosa exterioridad
presente de su rostro; era como si ella, después de algunos siglos de azaroso y
difícil crecimiento, alcanzara su mayoría de edad, una edad, diríamos, plena, definitiva y permanentemente adulta, sin decadencia ni vejez.
No, no es que se diga aquí (como
acaso podría pensarse) que Velázquez ha llevado la Pintura a una especie de
tope, de última perfección final (entre otras cosas porque la idea de perfección es absolutamente extraña al arte, al arte verdadero —es decir, nacido
vivo—, como le es extraña también a la vida real misma, ya que la vida no puede
ser perfecta o imperfecta, sino... viva nada más; y el arte creación, después de muchas y muy vanas averiguaciones,
terminaremos viendo que no pertenece propiamente a la Cultura —que es a donde
íbamos, con tanta necedad, a buscarlo, a interrogarlo—, sino a la Vida, a la
vida animal monda y lironda; porque el arte, cuando no es un juego ocioso,
lujoso, estéril, ni ese otro quehacer, tan opuesto, pero igualmente ridículo y
triste, de un arte... útil, eficaz —como han querido los del socialismo—, es
decir, cuando no se le desfigura ni se le fuerza a representar uno de esos dos
caricaturescos papeles —el del arte
puro por una parte y el del arte aplicado por otra, o lo que es peor todavía, una versión combinada, mezclada, de uno
y otro—, cuando, en fin, los... comediantes
no logran hechizarnos o entontecernos
con alguna de estas tres comedias —a veces incluso muy bien representadas,
recitadas con talento, y hasta con genio—, el arte, entonces, vuelve sencilla y
tranquilamente —modestamente— a su más alto ser, a su enigmático
ser natural, animal; o mejor, no es que vuelva: está ahí desde siempre —hasta
siempre—, formando parte, siendo parte de un secreto fecundo). No, Velázquez no
es que haya topado con la perfección —¡qué tontería!—, ni que haya llegado a
meta alguna, ni a ningún final de ningún camino. (No se trata aquí de
participar en una carrera de obstáculos, ni de competir en nada, ni siquiera de
avanzar, de progresar...) Velázquez no se afana lo más mínimo, no se agita, no
actúa apenas; es como si la Pintura, de cuerpo entero, actuara en él, a través
de él, ya que lo ha reconocido
en seguida como auténtico creador,
como hombre creador, como animal creador, como animal obediente, como criatura
obediente, como criatura creadora, es decir, pasiva; el creador
auténtico no hace sino... ceder
a la creación, consentir en la creación, y, desde luego, sin imponerle a ésta nada,
sin añadirle nada. “No se busca, se oye”, dice Nietzsche. Claro que para eso, para
oír, y para oír eso, hay que disponer de
un oído muy fino, de animal muy
fino, y el artista, ya se sabe, el
artista artístico, puro, no oye nada, no puede oír nada, entre otras razones,
porque no escucha, porque no puede, quizá, escuchar, de tan atareado como se
encuentra con la ideación y la
construcción de su admirable
artefacto artístico. El artista-artista
se encuentra tan lejos de la fina animalidad de la naturaleza que, claro, no
puede oír nada; el hacedor o componedor de esas obras de un arte tan puro, tan
absoluto y tan... abstracto (pero ahora no se alude aquí a ese tristísimo
cultivo de lo abstracto que puede verse en las obras artificiales y falsas de
un Kandinsky, por ejemplo, o en esas otras, de un Mondrian, más limpias quizá,
más tontamente limpias, es decir, de una bobería espiritualista, tan extremada,
tan colmada, que casi fanno tenerezza;
no, no se habla aquí de ninguno de esos tercos y caricaturales abstractos de profesión, muy ciega y formalmente afiliados a una especie de partido, la
estrechez de un partido, y autores,
inventores, constructores, fabricadores, pergeñadores todos ellos de unas... cosas sumamente pedestres y chatas —salvo, acaso, tal acuarela o tal dibujo de Paul
Klee, ya que por encima de su fanática esquematización estéril, suele asomarse
allí, aunque diminuto, un sentimiento muy auténtico, un pálpito muy real—; aquí
se habla del artista-artista grande, que puede muy bien ser, incluso, el
propio... Praxíteles, o Leonardo o Holbein, o Góngora, o Bach...); el
artista-artista, puro, absoluto, abstracto, es decir, hecho abstracción él
mismo, separado de todo, encerrado sin respiro en su propia y rigurosa caja de
artista, no puede —por muy grande que ésta sea— oír nada, no puede... recibir nada. Todos estos grandes y magistrales autores —en
aquellos casos que, verdaderamente, sean grandes y magistrales— nos entregarán,
pues, obras cumbres, perfectamente logradas, alcanzadas, terminadas; obras, por
supuesto, de una gran belleza, de una belleza casi mineral; obras, sí, de
muchísimos quilates, pero... sordas, y también, en definitiva, mudas.
Vemos que siempre han existido, por un lado,
las obras propiamente dichas, las obras de arte, de arte-artístico (algunas
sumamente admirables y valiosas), y, por otro lado, han existido... las criaturas, es decir, unas obras que no son obras, sino seres,
seres de un arte que tampoco es arte, sino vida. Es ésa, sobre todo, la gran
diferencia —con otras muchas, claro—, la diferencia, diríamos, radical, que ha podido verse siempre entre la pintura de Picasso y... todo el resto, y
los restos, de la muy ajetreada pintura
moderna de nuestros días, es
decir, de los últimos setenta y tantos años. Pero esta diferencia tan radical,
y tan evidente, sólo ha sido notada por tal o cual simple catador común, por
algunos espectadores, gustadores comunes, o sea, por algunos testigos
naturales, libres y... directos;
pero no ha sido vista, en cambio, por
la muy cegata y mecánica Historia, pues ella, sin duda de buena fe, lo que
quiere más que nada es... historiar,
historiar afanosamente, historiar por
encima de todo; dejarlo todo historiado, es decir, encerrado y registrado, pero
completamente a oscuras; metido todo en un saco, en ese gran saco, ya tan
repleto, del novelón de la Historia, de la novela por entregas de la Historia
del Arte (que hoy es más bien como una mezcla de novela policíaca y ciencia
ficción); todo queda historiado, sí, pero sin luz, sin esa luz que todo aquello
que es real necesita para vivir, para existir, para ser, la luz que todo ALGO
necesita para ser verdad. Se diría que el disparate original de la Historia es
su ingenua y ciega credulidad en el mero acontecer, en el mero suceder; en su
obsesión de historiarlo todo, no caerá en la cuenta de que no es real —luminosamente real— todo eso que, sin embargo, acontece,
sucede, o parece suceder, estar sucediendo. Picasso no es que sea más y mejor inventor de... formas nuevas, o
de... ocurrencias nuevas, o de... sustos nuevos, que sus contemporáneos —es, principalmente, lo que
se le ha reconocido, aplaudido e “historiado”—; Picasso no es que sea superior a los demás “modernos” —aunque también lo sea—, sino que es todo él,
radicalmente, otra cosa, es
decir, no es cosa, es el único artista (quizá con Stravinsky) que no es, en
todo lo que va de siglo, artista moderno, esa “cosa” que es ser eso: artista-moderno,
sino un naturalísimo animal-creador,
un creador de... criaturas, de criaturas vivas. Porque Picasso, aunque haya
podido jugar algunas veces a
ser moderno, ha sido siempre por el simple, sano y alegre impulso vital de... jugar,
y nada más; no ha tomado nunca en
serio la causa de la
modernidad —como en cambio la han tomado en serio, ridículamente, solemnemente, totalitariamente, los artificiales—; Picasso ha jugado algunas veces, por fuera, a la
modernidad (y entonces, de eso
tan endeble, tan de pasada, nos ha
dado, claro, una versión maravillosa), pero ha obedecido siempre, en lo
profundo, a su naturaleza original de animal antiguo, de animal creador;
Picasso, más que obedecer a una idea postiza de modernidad, obedece a esa
especie de energía soterrada
que consiste en dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Picasso,
a fin de cuentas, es moderno, como es moderno Fidias y Giotto y Van Eyck y
Masaccio y Miguel Ángel y Tiziano y Velázquez; es moderno como ellos, pero...
no más moderno que ellos. Porque moderno no puede ser más que simplemente vivo.
*
martes, 6 de mayo de 2014
Ramón Gaya: “Portalón de par en par”
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DGD: Redes 84 (clonografía), 2009 |
El pintor y poeta español Ramón Gaya (1910-2005) fue un
contemplador y un visionario, pero ante todo un hombre de fe. En el prólogo a Obra completa de Ramón Gaya (Pre-Textos,
Valencia, 2010), Tomás Segovia se encarga de librar de equívocos esta última expresión:
“Hablar de fe es hablar de lo sagrado. Decir que Ramón Gaya es un hombre de fe
es decir que su mundo se funda en lo sagrado. Leyendo sus escritos tiene uno
constantemente la impresión de que la obra de los grandes creadores es sagrada,
pero antes que nada la realidad es sagrada, la vida es sagrada. En esa visión,
si el arte es sagrado no es a pesar de la burda realidad, sino porque la
realidad misma es sagrada”. La obra entera de Ramón Gaya es un portón abierto
de par en par que invita, incita, demanda limpiar la mirada. “Portalón de par
en par” fue escrito en 1947, durante el exilio de este poeta en México. Ese fue
el año en que Gaya conoció a Tomás Segovia, entonces un joven poeta de veinte
años. Gaya pintó un retrato de Segovia en 1949 y a él lo unirá una profunda
amistad hasta el final de sus días. Algo que los identificó desde el principio fue
la total independencia respecto a los dogmas artísticos de la época, algo que
no dejaron de manifestar a lo largo del tiempo a través de sus obras respectivas.
[DGD]
Portalón de par en
par
Ramón Gaya
El hombre natural cree que la obra de arte es un compuesto,
y supone que el artista va colocando en ella cosas, cosas conquistadas en la
realidad y en el espíritu. Claro que el arte, o mejor, la Historia del Arte
está plagada de obras conseguidas así, conseguidas por composición, por
acumulación de virtudes, de excelencias, de valores (la pintura de Botticelli,
la poesía de Góngora, son eso, vitrinas, vitrinas maravillosamente cerradas, en
donde el autor ha ido guardando, apresando, esto y aquello); pero esas obras no
son sino arte artístico, es decir, no son arte total. En Fidias, en
Shakespeare, en Tiziano, en Velázquez, en Cervantes, en Mozart no ha sido
encerrado nada, sino libertado todo, dejado escapar todo. Paseando por las
salas del Louvre con alguien a quien estimo mucho —S.G., terriblemente
inteligente y pedante—, nos detuvimos frente a un Poussin, y después de una
larga contemplación me dijo algo como esto: “¡Qué hermoso cadáver!”. Entonces
me pareció una frase tonta; hoy la reproduzco aquí porque debajo de su
ridiculez externa le encuentro ahora mucho sentido. Es cierto, y no sólo es
cierto en un artista mediocre como Poussin; las obras de Praxiteles, Leonardo,
incluso Bach, son como grandes cadáveres de hermosura, cuerpos fijos en donde
la belleza ha sido atrapada, pero no la vida, o quizá también la vida, pero la
vida detenida, no continuada hasta el alma. Sus espléndidas obras son siempre
muertas porque no son hijas de la generosidad, sino de la avaricia, del ahorro,
de la acumulación; son muertas porque han sido cerradas con llave. Y Dios
parece castigar al avaro, más que inutilizando, más que matando su tesoro,
conservándoselo eternamente bello, bello sin qué, bello sin sentido.
Pocas obras
tan generosas como Don Quijote. Se
diría que hay libros engrosados por la codicia y libros alargados por la
generosidad. Don Quijote es, sin
duda, de estos últimos; se extiende páginas y páginas, pero no para hacer con
ellas un libro, sino para deshacerlo, para que no sea un libro precisamente,
para que la literatura quede rota en él, es decir, sobrepasada, saltada. Porque
Don Quijote no está escrito —¡qué
disparate!— contra los libros de caballerías, sino contra los libros, contra el
libro, como el lienzo de Las Meninas
está pintado contra los cuadros, más aún, contra la pintura. Claro que, dicho
así, de pronto, esto casi no se entiende hoy, ya que sufrimos aún el peso de
aquel convencimiento estúpido y pobre que convirtió al escultor en un exaltado
por el mármol, al pintor en un enamorado de los colores, al poeta en un
saboreador de las palabras, al músico en un beato de los sonidos. Recuerdo
ahora —porque hace ya veinte años de este furor, aunque nos queden residuos—
que de un cuadro con asunto se decía que no era pintura, sino literatura; de un
poema con algo de paisaje o de color se decía que no era poético, sino
pictórico; de un cuarteto donde se transparentaba tal o cual sentir se decía
que no era música; y de la escultura se pensó que era un volumen, un bulto. Con
tanta vigilancia y delimitación se llegaba, sí, a una especie de pureza, pero
una pureza, en todo caso, de los oficios, no de la creación. Se redujo todo a
sensualidad, a la sensualidad del trabajo, de los trabajos de arte, es decir,
se redujo todo a materialidad, a cuerpo, a nada. En cambio, cuando volvemos la
cabeza hacia lo grande, vemos que es precisamente la piedra lo que ha sido
destruido en la escultura de Fidias, pero no porque esa piedra la vuelva carne
—como hizo Rodin, confundiéndose—, sino porque la vuelve alma, alma sola; vemos
que son precisamente los colores, los contornos, el dibujo, la composición, la
plasticidad, en fin, lo que desapareció por completo en Las Meninas, de Velázquez; vemos que es precisamente la palabra lo
que borró de sus Canciones San Juan
de la Cruz; vemos que es el ruido del sonido lo que ya no está en Mozart.
El arte no
es, pues, un cuerpo. Si el gran arte no es algo corpóreo, sino una existencia
cóncava, el artista es, necesariamente, un hombre que resta. El hombre natural,
por el contrario, va sumándolo todo: cultura, hechos, sentimientos, belleza. En
la obra de un artista todo ha sido restado, quitado, porque lo que él quiere de
sí mismo y de las cosas es, como se sabe, el alma nada más. Pero el artista
—como el místico—, que cree en el alma, que la siente, ignora, en cambio, lo
que ésta es y dónde se encuentra, es decir, no sabe de ella nada, no tiene de
ella nada, sino acaso, la sensación de su vacío.
Mantener
limpio, puro, cóncavo ese vacío, es ser artista grande, completo; dejarlo que se
llene de cosas, aunque sea de cosas válidas, es ser artista pequeño, terrenal,
material, decorativo, pobre. El gran artista y el místico están siempre al
borde de lo imperdonable, de lo inhumano, de lo hereje; los dos expulsan,
excluyen de su vacío absolutamente todo, hasta la Iglesia, hasta el Arte.
Porque para esos seres desnudos la Iglesia y el Arte no son templos, como se
dice, sino prisiones.
La Primavera de Botticelli, La Gioconda de Leonardo, Las Soledades de Góngora, La vida es sueño de Calderón, Las Walkirias de Wagner, todas estas
obras magníficas y maestras —eso es lo que gusta y entontece más a los
historiadores, que sean maestras— descubrimos un día que son como preciosas
cajas estériles, de las que no nace nada, en las que nunca encontraremos nada
que no haya sido puesto allí, metido allí, colocado allí —y con qué arte— por
el artista. Destapar esas cajas nos defrauda siempre como defrauda abrir la
tumbas de los faraones, ya que de una muerte tan cuidadosamente mimada y
eternizada esperábamos sin duda ver salir un hálito del más allá, un
desconocido suspiro, una esperanza difícil; por el contrario, sólo hallaremos cosas,
las cosas que fueron guardadas en esas artísticas cárceles, es decir, un
cuerpo, muebles, algo de oro, un poco de comida. De una tumba cristiana, como
no hay nada en ella, brota siempre de allí un vacío, la flor inmensa del vacío,
la negación del cuerpo, la negación de todo, o sea, brota, nace sin impedimento
alguno el alma, lo que es posiblemente el alma.
El artista
pequeño, terrenal, material, decorativo, pobre, quiere llenar su obra de tesoros,
y combina, suma, reúne; cree que así no se le escapa nada, cree que se enriquece
puesto que lo guarda todo y se guarda, se ahorra a sí mismo. El gran artista, en
cambio, lo resta todo y se resta, se despersonaliza porque siente que no sólo
la carne es enemiga del alma, sino la persona, la personalidad. Todo el arte
moderno es de oro bajo porque está sostenido, cuando mucho, por la
personalidad, más aún, porque todo en él ha sido sacrificado a la personalidad.
En el arte moderno todo lo encontramos posible, admisible, siempre que venga
respaldado por la persona. En nuestra moderna vanidad de hombres personales nos
hemos empeñado en verlo todo desde el hombre personal sin caer en la cuenta de
que hay cosas, como el arte, por ejemplo, que si tienen algún sentido no es un
sentido para nosotros, para nuestro uso, sino un sentido relacionado con algo
muy superior. Por eso un gran artista no es el que conoce la divinidad, sino el
que, ignorándola, cree en ella, conoce la fe en ella, en esa divinidad que
precisamente no conoce. Por eso el gran artista no quiere encerrar cosa alguna,
porque sabe que en todo aquello que puede ser apresado, aprisionado, ya no está
lo que él buscaba. Por eso una gran obra de arte no es nunca una conclusión,
como se compromete a serlo una obra científica o filosófica, sino un principio,
un principio que escapa, que huye, que se liberta. Porque no sólo Don Quijote, sino toda gran obra de arte
brota siempre de una prisión, de la prisión que somos, y por eso tiene esa
libertad, tiende hacia esa libertad.
Don Quijote no es un libro de aventuras
o sucedidos; ni un libro psicológico; ni un libro filosófico; ni es, como se
supone, el compuesto de todas esas cosas, ya que ni siquiera es un libro. Don Quijote es algo así como un gran
portalón abierto de par en par, no al paisaje, ni a los seres, ni a las ideas,
ni a la fantasía, sino abierto de par en par al vacío, región difícil para el
hombre, donde hasta el mismo Cervantes, el hombre que hay en Cervantes, se
siente a disgusto y vuelve los ojos hacia su Persiles y Segismunda, como un náufrago hacia tal madero, es decir,
hacia tal corporeidad, porque el Persiles
existe, sabe Cervantes que existe porque lo ha construido, y todo lo que
Cervantes ha puesto allí, allí está encerrado para siempre, eternamente.
Don Quijote se le escapa, se le escapa
al vacío donde Cervantes no puede acompañarle, no puede seguirle. Don Quijote se desprende de Cervantes
porque ha sido creado por esa parte de generosidad infinita, de desprendimiento
monstruoso, inhumano, que es el alma desnuda. Y el alma desnuda sólo crea obras
en donde todo ha desaparecido, obras así, de alma desnuda. Por eso es tan
impresionante su final, cuando vemos que don Quijote no es, como creen algunos,
que gane la razón, sino que pierde la
locura.
México, 1947
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