domingo, 7 de junio de 2015

La mano izquierda de Dios


DGD: Redes 192 (clonografía), 2012

Una de las más imaginativas y extrañas teodiceas se debe al teólogo protestante Karl Barth (1886-1968), uno de los más influyentes impulsores del movimiento neo-ortodoxo (conocido también como teología dialéctica o “de la crisis”), que luchó contra la frecuente maniobra de manipular a la teología con objeto de apoyar ideologías políticas y dar así sentido religioso a genocidios, guerras y conquistas. Barth se opuso a la teología rutinaria que, olvidando el original impulso del cristianismo, sólo sirve para mantener a la idolatría en tanto motor ideológico de devastadores patriotismos. Para Barth, las discusiones basadas en la literalidad de la Biblia son tan abstrusas y relativas como cualquier otro discurso humano; la divinidad sólo se revela en el amor y la caridad, no en la Escritura (Dios queda definido como “el que ama en libertad” y Cristo como el criterio para la verdadera humanidad). Una teología más viva, afirma Barth, ayuda en primer término a contrarrestar la influencia de los líderes y conquistadores (en 1935 Barth debió dejar Alemania luego de rehusarse a apoyar al nazismo); así, afirmó que el error de la teología liberal es tratar de insertar a Dios en la historia humana en lugar de darse cuenta de que ésta es sólo un perfil de la historia divina.

En su Kirchliche Dogmatik (1932-68), un vasto trabajo que quedó inconcluso, este autor supone una indefinible “no-realidad” intermedia entre Dios y el mundo, a la que llama Das Nichtige (algo que, para distinguirlo de “la nada”, podría traducirse como “la nadeidad”), una zona intermediaria que es lo opuesto a Dios y a su Creación, un no-mundo correspondiente a lo que no es creado por la divinidad, aunque proviene del Creador como “no querido y rechazado”, producto de la “mano izquierda de Dios”. Das Nichtige es el territorio en el que el mal prospera, y no por otra cosa se dice de éste que es negativo, una ausencia, una carencia... o un despojo. He aquí un punto de encuentro con aquella otra zona intersticial que el mito y el inconsciente colectivo asignan a la figura Nadie, y a la que suele llamarse Tierra de Nadie.

De un modo muy concreto, el arquetipo de Nadie es concebido precisamente como el de quien renuncia a la razón, pierde la identidad y se sumerge hasta los abismos de la psique. Es por ello que a veces el demonio recibe el nombre de Nadie (Cuius nomen Nemo est, “aquel cuyo nombre es Nadie”): es el que se rebela “de la nada”. Nadie es la mano izquierda de Dios. Acaso la primera aparición de Nadie en la filosofía fue aquel Demiurgo imaginado por Plotino, que es otro “intermediario”, otro puente negativo entre Dios y la materia impura, y en esto repercute de forma esencial aquel momento en que el Ulises de la Odisea homérica exclama que su nombre es Nadie.

John Hick se escandaliza de la imaginación de Barth: “Esta visión puede ser criticada, tanto desde dentro del propio pensamiento de Barth [...] como desde fuera de él, en cuanto construcción ingenuamente mitológica que no puede resistir a una crítica racional” (Evil and the cod of love, 1978). Pero acaso se trata justamente de criticar a la racionalidad, que es la verdadera Nichtige en la existencia misma del hombre. Se trataría, sobre todo, de usar —como bien advierte Hick— el propio lenguaje del mito. Porque ¿quién puede negar que la modernidad habita justamente en el mito de la Nadeidad, y que las sociedades se basan en el aplastante anonimato, en la “masa” cuya esencia es el diario sacrificio que se hace de los más profundos deseos, necesidades y vocaciones de los individuos? La Nadeidad es la Nadiedad.

Barth insiste en que, para la teología católica, sólo pude haber mal en los seres finitos que, “debido a sus orígenes de la nada, son sujetos a la privación de forma u orden o medida correcta y, por la oposición que encuentran, son sujetos a un aumento o disminución de la perfección que tienen”. Dicho de otra manera, el ser humano, en tanto parte de lo finito y porque nace de la nada, ya está inmerso en el mal; para colmo, todo tiende además a privarlo de lo poco que tiene, y a alejarlo de la satisfacción de sus necesidades. El aumento de la perfección que “tienen” los seres es rara y casi excepcional, mientras que la disminución de ella resulta mayoritaria. Esto último implica volver al individuo Nadie, y cuando se llega al extremo de esa disminución, se alcanza también el extremo del mal; de ahí el epíteto “Nadie” dado al demonio. La única diferencia entre este último y el hombre, es que la criatura humana es finita y, por tanto, incapaz de malicia infinita. ¿Se acepta así, indirectamente, que también el demonio (el mal) participa de lo infinito, aunque las Escrituras pongan principio y final a su reinado?

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Bibliografía

Karl Barth: Church dogmatics, 14 v., T&T Clark, Edinburgh/Nueva York, 1960. Eds.: G.T. Thomson, Harold Knight, G.W. Bromiley y T.F. Torrance. / Church dogmatics: a selection with introduction, Westminster/John Knox, Louisville, 1994. Ed.: Helmut Gollwitzer.

John Hick: Evil and the cod of love, Macmillan, Nueva York, 1978.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



lunes, 25 de mayo de 2015

Las imposibilidades de Dios


DGD: Redes 195 (clonografía), 2012

¿Por qué un Dios infinitamente bueno permite el mal? De modo aún más desgarrador, a veces esta pregunta sustituye el verbo “permitir” por los de “crear” o “causar”. Si esa divinidad es todopoderosa, no puede estar bajo ninguna necesidad de crear o permitir el mal; por otra parte, si estuviera sujeta a tal necesidad —o a cualquiera otra—, no sería todopoderosa. San Anselmo, en su respectivo intento de respuesta, conecta al mal con la “manifestación parcial” del bien de la creación, cuya plenitud reside exclusivamente en Dios.

Sin embargo, la respuesta más hábil proviene de san Agustín; en La ciudad de Dios, este teólogo sostiene que el mal es permitido para castigo del malvado y juicio del bien; bajo este aspecto, el mal tiene la naturaleza del bien y es por tanto agradable a Dios, no debido a lo que es, sino a de dónde proviene, es decir como consecuencia penal y justa del pecado. Agustín acepta, pues, que Dios permitió el mal —aunque como parte de un propósito absolutamente bondadoso— y agrega de paso que, de haberlo querido, lo habría evitado. Pero en esa mención “de paso” radica el quid del asunto, y la pregunta se vuelve entonces: ¿por qué no quiso evitarlo? Una enormidad de temibles ramificaciones se desprenden de una simple frase: de haberlo querido.

En el momento en que Agustín enfrenta las preguntas ¿por qué la divinidad permitió la existencia de un mal “que podría haber evitado”?, y ¿cómo reconciliar eso con su infinita bondad?, abandona su vehemencia y sólo responde, como harán los teólogos que llegan a un callejón sin salida, aludiendo a lo “incomprensible” de los designios de Dios. Si la de Agustín es la respuesta más hábil (porque logra dar vuelta a la atormentadora sospecha de que Dios no puede evitar el mal), existe sin embargo otra aún más brillante y contundente; es quizá la suma y la esencia de todas las preguntas que marcan no sólo el fin de la infancia individual sino colectiva. Se trata del célebre argumento de Epicuro (citado por el apologista cristiano Lactancio en su De ira Dei y más tarde muy admirado por Voltaire y Borges):

O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama y es malvado; si no quiere ni puede, es a la vez malvado e impotente; si puede y quiere, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?

La versión corta indica: “O Dios quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno”. Pero la ortodoxia ha respondido incluso a esto y en la Enciclopedia católica puede leerse: “Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída. Esto habría significado la limitación de su omnipresencia por una criatura, y habría sido destructiva para Él. Dios era libre de crear al hombre aunque previó su caída, y lo creó otorgándole libre voluntad y dándole los medios suficientes para perseverar en el bien”. Esto explica el mal moral, y acaso el mal físico (que se supone existe como castigo al mal moral), pero no así el mal metafísico: Dios coloca toda clase de limitaciones en su creación y en su criatura, es decir que inserta en éstos el mal, pero ¿no puede limitarse a sí mismo para no perder su omnipresencia, porque ello habría sido “destructivo para Él”? Esto implica la imagen de un Dios que 1) sabe lo que pasará con su criatura si le da libre voluntad; 2) duda largamente entre crearla o no, porque limitarse a sí mismo sería “destructivo para Él”, y 3) termina por dar marcha a la creación obligado por ella misma (“Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída”).

Si se hiciera una especie de encuesta entre creyentes, de todas esas versiones la que más impera es la de que Dios “puede (porque es omnipotente) y no quiere (por alguna oscura razón)”, aunque ella conduce directamente a la imagen de un Dios malvado. Una de las pocas mujeres que han llegado a ocupar sitios importantes en la teología católica (y que fue expulsada debido a la libertad de su pensamiento), Uta Ranke-Heinemann, explica por qué:

Un Dios poderoso encuentra más partidarios que un Dios compasivo. Esto se debe a que usamos nuestra propia imagen para modelar a Dios. La potencia y el poder significan mucho para nosotros (algunas veces lo significan todo) mientras que la compasión significa poco (algunas veces nada en absoluto).

Resulta innegable que existe una tendencia general a “salvar la bondad divina” (por así decirlo), y de ahí esa imperante necesidad de los teólogos de “justificar” a la divinidad: a esto la teología llama precisamente teodicea: “justificación de Dios”. Pero la misma necesidad de “salvar” existe en la cultura popular, y a ello aluden los refranes y proverbios: “Dios aprieta pero no ahoga”, “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, etcétera.

Sin embargo, también interviene en esto un profundo conflicto ontológico: ¿qué sentido puede tener el debate en torno a la rebelión de los ángeles si no se parte del presupuesto de que la divinidad podría haber evitado ese mal? La discusión de Job con Dios está llena también de una voluntad positiva, de una suprema necesidad de rescatar la bondad en la más grande contradicción jamás manejada por la imaginación humana. Y en la “teodicea popular” también está presente un pavor primigenio: da menos terror aceptar a un dios que quiere y no puede, es decir a uno que es impotente pero bueno, que atribuir el dominio del universo a un dios malvado, que puede eliminar el mal pero no quiere hacerlo.

El teólogo español Andrés Torres Queiruga emprende una audaz teodicea:

Para empezar, la imagen de Dios como “potencia” está inviscerada en los más primitivos estratos de la conciencia religiosa de la humanidad: la reacción primaria, casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere negar —o dejar en la sombra— la bondad de Dios antes que poner en cuestión su omnipotencia; evidentemente, da menos miedo. Por otro lado, la imaginación colectiva está llena de fantasmas, símbolos y mitos en los que la divinidad aparece directamente implicada en toda clase de mal y de sufrimiento humano.

Según este teólogo, el Dios del Antiguo Testamento se cubre de estos estratos oscuros de la psique de sus escribas, y el avance del Antiguo al Nuevo Testamento marca “la dura conquista de la imagen que, desde Moisés, pasando por los profetas, culmina en Jesús de Nazaret”. A través de una avalancha de amenazas, represiones, cóleras, venganzas y castigos, poco a poco se abre paso la “revelación del rostro verdadero de Dios”, el bondadoso. Esto implica que el hombre ha “evolucionado”; se trata de un solo Dios, pero el primer hombre que trata con él es salvaje y primitivo, y por lo tanto atribuye a la divinidad esas características. Proponer la imagen de un dios malvado se debe —escribe Torres Queiruga— a “las fantasías de nuestro temor, a las deformaciones de nuestra voluntad de poder, a las trampas de nuestro egoísmo, a las estrecheces de nuestro resentimiento”. Vencer a todo eso y alcanzar la revelación del verdadero rostro divino es “el objeto más difícil y decisivo de nuestra fe”. Sin embargo, es notorio que este teólogo habla de “la dura conquista de una imagen” casi en el mismo sentido en que se menciona esa noción en la “cultura de la imagen” o en los “asesores de imagen” de los políticos. La fe, pues, debe conquistar no a una verdad sino a una imagen.

En ciertos casos la fe se presenta, en efecto, como un esfuerzo de remontar los estratos más primitivos de la psique humana sin ningún apoyo racional: la meta es vencer a la razón, que es el verdadero mal. La angustia de muchos teólogos los ha llevado, así, a apelar a una “renuncia a la razón” en nombre de la sola experiencia de la fe. (Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, 1986.) No es incomprensible ese horror ante el aparato racional: ninguna razón (superior o inferior) puede validar la presencia del mal en su realidad efectiva si ésta se concibe como evitable, y de ahí el calificativo de absolutamente injustificable que le da el ensayista Jean Nabert, quien observa en toda teología, y en especial en toda teodicea, un aire de disculpa o de artificio.

Un inmejorable ejemplo de esto se encuentra en el razonamiento central del obispo Graber de Regensburg:

Si el demonio no existe, entonces el hombre es el único responsable [del mal]. ¿Puede Dios haber creado al hombre tan monstruoso? [...] No, no puede, porque Él es amor y bondad. Si no hay demonio, entonces no hay Dios.

Dios “no puede” hacer tal o cual cosa: una y otra vez retornan las imposibilidades del Dios omnipotente. En este caso le es imposible crear al hombre tan monstruoso que sea el único responsable del mal; la palabra “único” sugiere que hay un co-responsable, que es evidentemente el demonio.

Ahí donde el ateísmo se da por satisfecho y se detiene, la febril teología sigue adelante y lleva a la lógica a sus últimas consecuencias: para no verse en la penosa (y peligrosa) necesidad de negar la existencia de Dios, le resulta indispensable confirmar la del diablo. Confirmarla, además, de tal manera que el hombre termina siendo monstruoso de todas formas, puesto que parece pactar con el demonio para no ser responsable único del mal y a la vez deja a Dios toda la responsabilidad del bien.

Herbert Haag, teólogo católico de Tubinga, responde a Graber: “El obispo parece haber olvidado que, de acuerdo con la enseñanza de la iglesia, también el demonio es una criatura de Dios [...] y, por tanto, Dios creó a un monstruo después de todo”. En el argumento del obispo late, en efecto, la disculpa, pero la clave está en la última frase: “Si no hay demonio, no hay Dios”. El artificio tiende a demostrar la bondad divina, pero al precio de sugerir —¿inadvertidamente?— que Dios crea a un monstruo para existir Él mismo.

Uta Ranke-Heinemann comenta: “La creencia en el demonio como causa del mal es una superstición. El hombre ha inventado al demonio para deshacerse de la responsabilidad. El ser humano no quiere ser responsable por sus acciones, pero él es el único responsable. Él y nadie más es el príncipe del infierno en la Tierra, lo cual no disminuye el poder del mal e incluso lo demoníaco del mal en el mundo”.

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Bibliografía
Uta Ranke-Heinemann: Putting away childish things, Harper, San Francisco, 1995.
Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.
Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, Ed. Sal Terræ, Santander, 1986.
Jean Nabert: Le problème du mal, Cerf, París, 1966.
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil? / ¿Indefenso ante el mal?], Piper, Münich-Zürich, 1978.

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viernes, 15 de mayo de 2015

Los tres posibles orígenes del mal


DGD: Redes 49 (clonografía), 2008

Ningún acuerdo existe en la cuestión del origen del mal, sin duda el mayor de los problemas metafísicos. Schopenhauer lo llamó “el punctum pruriens [punto incómodo] de la metafísica”, pero en ese punto, más que una mera incomodidad, hay angustia y hasta terror. “Piedra de toque del ateísmo”, llamó Büchner al mal. En primer lugar, esto se debe a que la cuestión no puede ser resuelta a través de un mero análisis experimental sobre las condiciones reales de las que surge el mal. El problema no se refiere tanto a las muy variadas manifestaciones del mal en la naturaleza, como a la causa oculta que hace posibles (y hasta necesarias, según otros) a esas manifestaciones.

Así como hay tres categorías del mal (físico, moral y metafísico), se acepta que sólo puede haber tres posibles orígenes de él: la divinidad (teoría angular), el hombre (teoría circular) o la naturaleza/el azar/el destino (teoría radial). Aunque también deben considerarse las combinaciones, como la ardua afirmación tomista causa mali est bonum (“la causa del mal es el bien”), que es a la vez angular, circular y radial. Tal argumento se basa en la idea de que toda causa positiva y real, por el mero hecho de serlo, es un bien, puesto que toda entidad es buena. Cabe recordar aquí que el tiempo en que escribía Tomás de Aquino era el reino de la teología natural y que ésta no discutía sobre la religión sino sobre Dios. Más tarde surgiría la filosofía de la religión, menos optimista y basada en una discusión racional sin apoyo en la revelación por la fe. Esa línea generaría el gran golpe asestado por Kant; antes de este filósofo, la teología era una racionalidad basada en la fe; retirada esta base, la razón sola comenzó a soñar monstruos. Pero aun en tiempos de la teología natural era claro que cada pensador estaba luchando no por dotar de argumentos a la religión sino por salvaguardar su amor personal a la divinidad de todas las pavorosas contradicciones que amenazaban a ese amor. La mayor de todas, la imbatible, es el origen del mal.

En cuanto a este punto no hay siquiera seguridades; no puede decirse que cada autor proponga una solución tentativa, sino más bien que casi todos ellos se dedican a refutar propuestas y contrapropuestas anteriores, todas ellas provisionales. Ningún sistema filosófico ha logrado iluminar la oscuridad profunda en la que el problema sigue prácticamente intocado. Si se admite que el mal consiste en una determinada relación del hombre con su circunstancia, ¿cómo explicar que todas esas “relaciones” parecen formas de una guerra eterna? Si se acepta que el todo es bueno per se, pero que el mal brota en la relación entre sus partes, ¿es entonces el mal la “interconexión” en sí, o un elemento infaltable y hasta imprescindible sin el cual las partes no podrían relacionarse?

Hay quienes sostienen que el mal metafísico es ni más ni menos que el “método de la naturaleza”, y que no significa sino una continua redistribución de los elementos materiales en el universo; de ahí surge el apoyo filosófico a todas las doctrinas políticas de dominio, conquista y devastación más o menos “racionalizada”: se trataría simplemente de “ser fiel” a la manera del cosmos, la guerra perpetua. No hacemos el mal —exclaman estas ideologías—: somos el mal. Éste es ontológico y sólo cabe “racionalizarlo”, es decir, mitigarlo (democracias) o utilizarlo (imperialismos).

Porque la experiencia diaria indica que quien incurre en la maldad nunca confiesa estarla haciendo directamente, sino que se respalda en motivos, lemas, consignas, doctrinas, idearios... Una de las más frecuentes ideas-de-apoyo es precisamente “el bien común”. El individuo que lastima a sus hijos “por su bien” hace lo mismo que el dictador que perpetra un genocidio. Es la figura del que Dostoievski llamó endemoniado, alguien que se obsesiona por un específico fin que para él justifica a todos los medios y lo hace dejar de ver las consecuencias de éstos. Las ideas políticas suelen ser la clase más siniestra de este tipo de “fines”, como bien testimonian Hitler, Stalin o Pinochet.

Freud se encargó de fundamentarlo desde el lado de la psicología:

La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. [El malestar en la cultura (1930).]

El hombre es al mismo tiempo deseo (impulso, instinto, barbarie) y límite de su deseo (contención, ley moral, civilización), y él mismo se impone esos límites porque de otro modo se extinguiría. Para Schopenhauer, el hombre “no puede querer lo que no quiere”, no puede dejar de ser lo que es, ni actuar como si fuera distinto de lo que ya es. Y ¿qué es? La suma de sus actos y no un “alma” que podría ser algo diferente de lo que hace. A partir de este “determinismo ontológico”, Nietzsche concluye que “todos somos inocentes”. Si no hay Dios, si no somos libres, si somos una “máquina”, ¿de qué y ante quién podríamos ser culpables?

Sin embargo, a estas ideologías “negativas” se oponen otras “positivas”, que a su manera se alían con la religión al exclamar que el sufrimiento humano no es congénito sino opuesto a todo concepto de unidad o armonía en la naturaleza y por tanto, prescindible y evitable. La religión tiene menos problemas para sostener su tesis iluminista, puesto que atribuye la creación a una divinidad absolutamente benevolente. Mas esto, que debería ser la base tranquilizadora de todo juicio, es en realidad la fuente de los mayores conflictos, angustias y pavores. Puesto que este mundo incluye tanta maldad, ¿por qué debió haberlo creado un Dios absolutamente bondadoso?

Más allá de la razón febril está la imaginación dolorida. En el fondo, casi todos los analistas sienten una única certeza: el origen del mal, como el de todas las cosas, es inexplicable. El pragmático William James lo dice desde el lado de la ciencia: “Por ninguna posibilidad podemos entender el carácter de la mente cósmica cuyo propósito es plenamente manifiesto por la extraña mezcla del bien y el mal que encontramos en este particular mundo real. La simple palabra ‘plan’ no tiene por sí misma ninguna consecuencia y nada explica” (Pragmatism, 1907). Desde esta declaración no hay mucha distancia a aquella otra que intuye que tal “mente cósmica” debe corresponder a una divinidad subsidiaria, o pueril, o ya francamente senil, por no mencionar a aquella teoría gnóstica que tantos escándalos ha causado: la de que se trata en realidad de un demonio disfrazado de dios.

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Bibliografía

Sigmund Freud: Das unbehagen in der kultur (1930), Fischer, Frankfurt, 1994. [Civilization and its discontents, W.W. Norton, Nueva York, 1999. / El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1975.]

William James: Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking, Harvard University, 1907; Hackett, 1981; Dover 1995. [Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Alianza Editorial, Madrid, 2000.]

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miércoles, 6 de mayo de 2015

Dios crea para salir de sí mismo


DGD: Redes 58 (clonografía), 2009

En el año 1600, uno de los más destacados místicos cristianos, Jakob Böhme (1575-1624), experimentó una epifanía al contemplar un rayo de luz solar reflejado en un plato de peltre; ello lo lanzó a una visión extática de la divinidad que penetra a todas las cosas, incluido el abismo del No-Ser. Vio entonces que Dios se expresa mediante cualidades opuestas, entre ellas bien y mal, amor y odio, luz y oscuridad, en una especie de contraposición dialéctica de misteriosa combinatoria que se resolverá al final de los tiempos, con el triunfo de Cristo sobre Satán. Esta y otras experiencias místicas llevaron a Böhme a escribir una serie de oscuros pero poderosos tratados religiosos que le valieron vivir en constante persecución de las autoridades católicas y que influirían poderosamente tanto en el protestantismo como en Hegel, Baader y Von Schelling, así como en los teósofos, místicos y teólogos dialécticos.

En la obra de Böhme, la negatividad, la finitud y el sufrimiento son vistos como aspectos esenciales de Dios, puesto que es sólo a través de la actividad participativa de las criaturas que la divinidad adquiere una completa auto-conciencia de su naturaleza. Se trata de una conmovedora explicación de por qué Dios crea: necesita a sus criaturas para estar plenamente consciente de sí mismo. La divinidad se investiga a través de sus criaturas. Crea para conocerse. “En su profundidad”, escribe Böhme en Aurora (1612), “Dios no sabe lo que es, porque no conoce principio ni final, y tampoco nada que sea parecido a él.”

El estado original de la divinidad era el No-Ser, al que Böhme llama Das Nichts y también Ungrund, el abismo primordial. Pero Dios necesitaba su epifanía en la naturaleza con objeto de hacerse por completo consciente de sí mismo: debía volverse sensible para satisfacer su necesidad de auto-revelación. Este impulso dio origen al universo espiritual y material. La ilimitada unidad divina se autoimpone el aspecto de la limitación; ésta es necesaria para que lo divino sea capaz de aprehenderse a sí mismo. En un estilo profundamente literario, dramático y poético, Böhme describe la diseminación de la esencia divina; el universo es su encarnación activa:

En la divinidad [Gottheit], que carece de naturaleza y no ha sido creada, no hay sino una única voluntad, que es también llamada el Dios único, que no quiere sino encontrarse y abrazarse, salir de sí mismo y, por medio de esta salida de sí, llevarse a la visibilidad [Beschaulichkeit]. Debe ser entendido que esta visibilidad comprende los tres aspectos de la divinidad, así como el espejo de su sabiduría y el ojo por medio del cual él contempla.

Fascinante cosmovisión: Dios crea para salir de sí mismo. Crea para volverse visible y contemplarse. El universo es mirada inquisitiva: Dios es el ojo que se mira. Sin embargo, más allá de la belleza de esta concepción, Böhme se ve obligado a enfrentar el problema del mal. Su respuesta es que la emergencia de Dios desde la Unidad absoluta hasta la diversidad espiritual y material requería confrontarse con la oposición y la contrariedad; de esta lucha creativa entre los principios polares, positivos y negativos, se desarrollan los órdenes de la manifestación, es decir el universo sensible. Era, pues, inevitable y hasta deseable que surgieran el conflicto y el sufrimiento: estos elementos negativos eran los estímulos para la “producción” de los diversos fenómenos de la naturaleza. Aún más: es sólo a través de la batalla con la negatividad que las mentes de las criaturas finitas pueden a su vez volverse conscientes de sí mismas, de su mundo y, ulteriormente, de Dios: “Si la vida natural no tuviera oposición [Widerwaertigkeit] y si careciera de propósito, jamás demandaría el estado original del cual surgió. Entonces, el Dios oculto permanecería desconocido para la vida natural [...], no habría sensación, ni voluntad, ni actividad, ni entendimiento”. Esta afirmación encontraría más tarde la aquiescencia de numerosos pensadores, entre ellos Robert Musil: éste afirma que el bien es parálisis y que el mal resulta indispensable en tanto equivale a lo que pone en movimiento. Böhme describe de este modo a la divinidad esotérica:

Si el Dios oculto, quien no es sino una Sola Esencia y Voluntad, no hubiera salido de sí mismo por su propia voluntad; si no hubiera transformado el conocimiento eterno [...] en una divisibilidad de la voluntad [Schiedlichkeit des Willens]; si no hubiera conducido a la misma divisibilidad hacia una comprensibilidad [Infasslichkeit] dirigida a la vida natural de las criaturas, y si no hubiera sucedido que esta misma divisibilidad de la vida consistiera en una lucha, ¿de qué otra manera podría haber querido que fuera revelada la voluntad oculta de Dios, que en sí mismo es Uno? ¿De qué otro modo podría la voluntad interna de la Unidad convertirse en conocimiento de sí mismo [Erkenntnis seiner selber]?

En el fondo, la pregunta sigue viva: ¿está, pues, incluido el mal en la naturaleza divina, o es precisamente el resultado del acto mismo de crear? Böhme responde con apasionada imaginación; en la búsqueda divina de auto-manifestación, dice, se presentó un primerísimo dilema: por una parte, su pureza eterna y libertad consistían en la condición del Ungrund, el abismo primordial, que carecía de cualquier limitación; por otra parte, la total ausencia de oposiciones dentro de ese abismo significaba que Dios era incapaz tanto de aprender de sí como de manifestarse. En la eternidad, lo divino era, de hecho, una “nada” (ein Nichts). Sin embargo, ¿cómo podría la nada experimentar deseo: de crear, de conocerse, de manifestarse? Y aún aceptado este arduo punto, ¿el propio acto de manifestarse no implica en sí que Dios tuviera que negar su propia esencia, así como su libertad eterna? Y todavía más allá: suponiendo que esa negación fuera posible, ¿en qué modo podría llamarse al supremo acto creativo una verdadera revelación y no, como resulta muy posible en una “creación primeriza”, una distorsión de lo que la divinidad buscaba manifestar?

La respuesta de Böhme no está exenta de belleza: el abismo primordial, afirma, no era “irreal” de manera absoluta sino relativa; su “nada” era una especie de “algo en potencia”. Aunque indiferenciado, el abismo poseía la capacidad inherente de volverse “algo” real y concreto, y la primera manifestación de esta capacidad era la experiencia del “ansia”, es decir, del “deseo”. La voluntad divina deseaba revelarse en su libertad primordial, lo que significa que no contenía ningún otro aspecto o atributo que la sola voluntad de tornarse sensible. Así, esta voluntad sólo podía manifestar lo que ella misma era, la “calidad del deseo”. Esta voluntad, al volverse deseo, podía encontrar y sentir; así pues, había dado el primer paso significativo para la auto-manifestación. Sin embargo, lo primero que reveló esta voluntad/deseo fue sólo un reflejo imperfecto de su propia esencia. El ansia espiritual comenzó como una oscuridad, es decir como una sombra que ocultaba a la pureza del abismo primordial.

Luego de establecer la existencia de una “sombra primigenia”, Böhme describe una serie de estadios de desarrollo a través de los cuales tuvo que pasar el proceso de la creación de mundos. El impulso surge de una contradicción: la originada cuando el propósito original choca con una voluntad “ensombrecida”. Para solucionar el dilema, surge entonces una segunda voluntad cuyo objetivo es retornar a la original condición de unidad y, al mismo tiempo, controlar a la oscuridad, que hasta entonces había sido el único producto de la voluntad divina hacia la manifestación. Este doble movimiento significó una contradicción en el centro mismo del ser y será la base (Grund) de los subsecuentes estadios de la creación.

A estas alturas Böhme accede a un tono revelatorio semejante al de Juan en el Apocalipsis: debido a que el “deseo introvertido” parecía incapaz de satisfacerse, tomó la forma de un “fuego” terrible y caótico que ardía sin producir luz. Era la ira divina o amargura (Grimmigkeit) que perpetuamente se vuelve sobre sí misma y consume a su propia sustancia; esta auto-destrucción causa un enorme dolor y angustia en la naturaleza divina: el primer sufrimiento que conoció el universo. Böhme describe este primer principio como “el ardiente deseo de recogerse en sí mismo”. Pese al aspecto destructivo de la ira divina, ella fue esencial como fundamento de todos los desarrollos posteriores; sin ella no podrían haber existido la luz, la vida o la alegría. Así pues, la amargura es la creadora de todas las cosas en tanto Dios Padre. Cuando el principio dirigió hacia sí mismo su amargura primordial, se produjo una dramática inversión: la negación de un libre auto-manifestarse fue a su vez negada; con el rugido de un millón de truenos, el principio superó su negatividad y apareció una primera luz y, con ella, la armonía y el orden en el caos original. El segundo principio, el del amor divino, fue triunfador en tanto Dios Hijo.

La interacción entre el Padre y el Hijo (ira y amor, No y Sí) produjo el impulso creativo a partir del cual evolucionó el universo en toda su diversidad. Curiosamente, estas fuerzas eran cooperativas y no dejaron de “producir” luego de la creación del universo, porque ambas eran necesarias para mantenerlo. Aquí Böhme describe al tercer principio, identificado con el Espíritu Santo, que es precisamente el continuo movimiento entre los otros dos principios: la respiración viva del cosmos. Curiosa forma de aludir a un “primer principio” malvado y a un “segundo principio” bondadoso, así como al pacto entre ambos.

Extasiados en sus múltiples debates, los teólogos pisan a veces el territorio de la ciencia (o incluso de la ciencia-ficción); así sucede en la cuestión de los universos posibles. Tanto el teólogo como el científico aceptan que es imposible responder por qué este universo en particular se debió crear en lugar de otro, puesto que el ser humano es incapaz de imaginar cualquier universo que no sea éste. Pero sólo el teólogo es capaz de imaginar la pregunta siguiente: ¿por qué Dios eligió manifestarse por vía de la creación, en lugar (o además) de cualquiera otra vía por medio de la cual pudo haber alcanzado el mismo fin? Acaso el misterio de la creación no es mayor que aquel otro representado por el mal. Y acaso se trata de un solo misterio.

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Bibliografía
Jakob Böhme: Saemtliche schriften (1730), Frommanns, Stuttgart, 1955-1961. Ed.: Will-Erich Peuckert.

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domingo, 26 de abril de 2015

¿Por qué crear?


DGD: Textiles-Serie blanca 27 (clonografía), 2010

El debate acerca del mal se relaciona íntimamente con la cuestión del ser, y es aquí en donde muestra sus enigmáticas ligas con el eterno arquetipo de Nadie. En primer lugar los teólogos se han hecho un cuestionamiento: ¿por qué si Dios previó que sus criaturas iban a usar el libre albedrío para su propio daño, no se abstuvo de crearlas, o por qué no lo hizo con algún “resguardo” para que no hicieran ese mal uso, o de plano denegándoles totalmente ese don? Santo Tomás responde que Dios no puede cambiar su mente, porque la voluntad divina está libre del defecto de flaqueza o mutabilidad.

Gran tema es este: para demostrar un argumento positivo respecto a la divinidad, los teólogos ortodoxos se ven en la necesidad (nunca asumida del todo) de negar el primer atributo de Dios, la omnipotencia. Ésta queda refutada de modo inquietante: el Creador no puede esto, es incapaz de aquello. Se trata de la misma gran afirmación humana (que tiene mucho de consuelo y a veces de venganza torva) de la que también se valen paganos y heresiarcas: la divinidad está limitada por su propia carencia de límites.

Irrefutable a nivel lógico: la flaqueza, la variabilidad, la inconstancia (incluso la adaptabilidad) son defectos de la voluntad, y la de Dios no puede tener defectos; no puede, por tanto, cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo. Ante todo, haber evitado el mal en la Creación (defecto en la naturaleza divina) le resulta imposible, porque si el propósito de Dios fuera dependiente del acto libre de cualquier criatura, Dios estaría sacrificando su propia libertad, es decir que se sometería a sus criaturas y abdicaría de su supremacía esencial. No obstante, para la imaginación popular es precisamente eso lo que la divinidad parece haber hecho: someterse y abdicar. El laberinto lógico de la teología es vertiginoso: ¿en qué modo puede conciliarse la libertad infinita de Dios y el que no puede hacer uso de ella (cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo)?

A nivel mítico, esta discusión está presidida por una pregunta aparentemente simple: ¿por qué la divinidad crea? En otras palabras: ¿por qué Dios eligió crear, cuando la creación de ninguna manera era necesaria para su propia perfección? Santo Tomás contesta que Dios crea para manifestar su propia bondad, poder y sabiduría, y que se complace con su reflejo o semejanza, reflejo en el que consiste la bondad de la creación. El placer de Dios es “motivo sumamente perfecto para la acción, semejante al propio Dios y a sus criaturas. No se debe a cualquier necesidad, o a la necesidad innata de la naturaleza divina”, argumenta Tomás, sino a que “Dios es el origen, centro y objeto de toda la existencia”. Esta es la razón suficiente para la existencia del universo, incluso para el sufrimiento, introducido por el mal moral.

“Dios no ha creado al mundo para bien del hombre”, continúa Tomás, “sino para su propio placer, pero es bien para el hombre, cuando éste se adecua al supremo propósito de la creación, y es mal cuando se aleja de él”. Podría pensarse, pues, que el sufrimiento entre los hombres causa a Dios el mismo placer que la bondad entre ellos, puesto que ambos, bien y mal, son parte de su creación hedonista (“para su propio placer”). La ironía es una suerte de respuesta en la novela Twinkle, Twinkle, Killer Kane (1966) de William Peter Blatty, uno de cuyos personajes exclama: “La infinita bondad significa crear un ser que uno sabe por anticipado que se va a quejar”.

En otra de sus novelas (también llevada al cine), Legion, Blatty expone la teoría del “Ángel”; según ésta, la caída del hombre fue anterior a la creación del universo; antes del Big Bang, la humanidad era un solo ser angélico que cayó de la gracia divina y a quien se dio una transformación en el universo material como una forma de salvación. El objetivo era que este ángel originario, dividido en una legión de personalidades fragmentadas, evolucionara espiritualmente (“¿Puede haber un acto moral sin al menos la posibilidad del sufrimiento?”) y volviera a su estado original, el del ser angélico unitario. Este proceso se menciona en la primera página de la novela más famosa de Blatty, The Exorcist, en la frase “La materia es el esfuerzo de Lucifer por remontar sus pasos y regresar a su Dios”. En esta ingeniosa revisión de la teología no hay demonio o, mejor dicho, la humanidad misma lo es: la legión humana navega dolorosamente por el universo material, que fue creado sólo para posibilitarle un modo de redención, de vuelta a su origen y para recuperación de la gracia.

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jueves, 16 de abril de 2015

El bien inimaginable


DGD: Redes 201 (clonografía), 2012

“El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis.” Acaso tal consenso sintetizado de este modo por Robert Musil, sin dejar de acertar en ciertos niveles, se equivoca en otros. Un buen ejemplo es aportado por Howard Fast en su célebre novela Espartaco (1951); ahí la rebelión de los esclavos en el año 73 a.C. es descrita casi en los términos de Musil, y casi a manera de respuesta a esos términos:

Es posible que mientras Espartaco estudia el mapa [del campo de batalla] se le plantee mentalmente la pregunta de cómo nació ese ejército [de rebeldes que lo siguen]. Piensa en el puñado de gladiadores [que lo iniciaron todo con él], y los compara con una lanza que, al ser arrojada, hubiera puesto en movimiento a un mar de vida, que de pronto había arrasado a la aparente calma y estabilidad del mundo de los esclavos.

En este caso era el mal el que actuaba como sinónimo de parálisis: la calma aparente y la falsa estabilidad del “esplendor” imperial romano basado en la explotación brutal de centenares de miles de seres humanos (sin duda lo mismo podría decirse del mundo dos milenios más tarde, de su “estabilidad”, de su “libertad”, de su “seguridad” basadas en otras formas de la esclavitud y la injusticia social). En este nivel es el bien el que pone las cosas en movimiento, el mar de vida que se opone a la parálisis generalizada por el poder.

Desde luego que el cinismo, actitud básica del mal, se negaría a darle el nombre de bien porque, en su usual manera de manipular los significados de las palabras, lo definiría como “una parte del mal que puso en movimiento a las partes restantes de ese mismo mal”. Pero esta discusión es mucho más que meramente de léxico.

No es en absoluto gratuito el hecho de que el Espartaco de Howard Fast fuera censurado en Estados Unidos durante la caza macartista de brujas y en España por el franquismo (Fast llegó a estar en prisión por negarse a dar los nombres de sus compañeros norteamericanos colaboradores del republicanismo español).

Los esclavos que se rebelan bajo la guía de Espartaco son magníficos ejemplos del bien inimaginable. El líder de ese movimiento “piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados, para hacer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender por qué ese movimiento se detuvo”. En efecto, luego de una rebelión de cuatro años que estuvo a punto, como ningún otro conflicto, de terminar con la Roma imperial, los esclavos fueron vencidos.

Sin embargo, si ese movimiento se detuvo, si parece que el bien ha sido derrotado por enésima vez, no fue por haber llegado por sí mismo a la parálisis que le era “característica”, sino todo lo contrario. Porque el mal no es aquello que moviliza, sino el encargado de detener y paralizar a todo lo que en sí es movimiento, como la vida.

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Bibliografía
Howard Fast: Spartacus, 1951. Espartaco, Ediciones Eneas, Buenos Aires, 1956.

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domingo, 5 de abril de 2015

¿Ningún lugar a dónde ir?


DGD: Redes 26 (clonografía), 2009

En Los hermanos Karamazov, Dostoievski pinta a uno de los hermanos, Iván, que en el transcurso de una alucinación sostiene un diálogo con el diablo. Y éste exclama: “Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. ‘No’, me replican; “es necesario que vivas, porque sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.’ Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón”.

Aquí el diablo se muestra de acuerdo con el fundamental sobreentendido de la filosofía y de la teología occidentales, bien sintetizada por Robert Musil en unas cuantas palabras: “El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis”.

Por su parte, Séneca intenta demostrar la existencia de un orden en el universo: “la naturaleza no consiente que los bienes dañen a los buenos". El bien no daña a los que lo eligen, y tampoco a los malos. Y agrega:

Cuando vieras que los varones justos y amados de Dios padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba y que al contrario los malos están lozanos y abundantes de deleite, persuádete a que, del mismo modo que nos agrada la modestia de los hijos, y nos deleita la licencia de los esclavos nacidos en casa, y a los primeros frenamos con melancólico recogimiento, y en los otros alentamos la desenvoltura, así hace lo mismo Dios, sin tener en deleites al varón bueno, de quien hace experiencias para que se haga duro, porque lo prepara para sí.

¿Por qué Dios da trabajos, fatigas e injusticias a aquel al que ama, mientras que los malos gozan y se deleitan? ¿Por qué la divinidad endurece al justo para “prepararlo para sí”? ¿De dónde proviene esta idea según la cual el malo, tratado con privilegios y abundancias en vida, con ello se “ablanda” y por ello su tortura es mayor en el infierno, mientras que el justo, que tuvo una vida tan dura, apreciará doblemente los privilegios y deleites del cielo?

En el nivel más inmediato hay aquí, desde luego, una clara muestra del lado ideológico de la teología (convencer a la feligresía de conformarse, de no cuestionar a la autoridad terrenal, de esperar la justicia en la otra vida, que no en ésta, etcétera), pero también hay, en el fondo, una sugerencia que no ha pasado desapercibida para muchos a lo largo de la historia: la del mal como un entrenamiento para un bien inimaginable.

En el cuento “Ningún lugar a dónde ir” (1971) de Norman Spinrad se da un diálogo entre dos cardenales católicos con puntos de vista opuestos. Uno de ellos afirma:

El mal es infinitamente sutil; ¿por qué no podría esconderse bajo la apariencia del supremo bien? Hay buenas razones para que el Demonio sea conocido como el Príncipe de las Mentiras. Creo que está usted sirviendo a Satán aunque crea sinceramente que está sirviendo a Dios. ¿Tiene usted alguna forma de saber que estoy equivocado?

El otro responde con una pregunta igualmente eficaz: “¿Tiene usted alguna forma de saber que yo no estoy en lo cierto? Si lo estoy, está usted intentando frenar a la voluntad de Dios, con lo que se aparta cada vez más de Su Gracia”. Al primero no queda sino una demostración “lógica” que resulta paradójica y hasta algo ridícula tratándose de los terrenos de la religión: “Ambos no podemos estar en lo cierto...”.

Y entonces, a partir de esas palabras el segundo cardenal tiene una terrible y “abrumadora iluminación de las relaciones entre la Iglesia y Dios: ambos interlocutores no podían estar en lo cierto, pero no había ninguna razón para creer que ambos no estaban equivocados. Además de Dios y Satán, existía también el vacío”.

Interesante re-colocación de los términos del problema, que es siempre, al parecer de modo inevitable, binario. La lucha de los opuestos (bien-mal, alto-bajo, divino-humano) implica, y a veces exige, que ambos polos no pueden prevalecer al mismo tiempo, pero a la vez oculta la idea correspondiente: que ambos pueden estar equivocados a la vez. Es la entrevisión de un inimaginable tercer interlocutor, de un “tercero en discordia” (o más bien, acaso, en concordia).

En toda esta discusión, es Tomás Segovia quien muestra que la aparente condena es el principio de una redención: “Qué paz la del que se persuadiese sin sombra de duda de que es un malvado total y está corrompido sin remedio. Lo terrible de la vida humana es que todos somos redimibles siempre”.

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Bibliografía
Norman Spinrad: “No Direction Home” (1971), en No Direction Home, Pocket Books, Nueva York, 1975. [“Ningún lugar a dónde ir”, en Llorad por nuestro futuro, Acervo (col. Ciencia Ficción 28), Madrid, 1978; traducción de Domingo Santos y Sebastián Castro.]

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jueves, 26 de marzo de 2015

¿En qué modo el mal puede ser un “cierto bien oculto”?


DGD: Redes 93 (clonografía), 2009

“Cuando la oscuridad es nada más que la ausencia de luz y no es producida por la creación, entonces el mal es meramente falta de bondad”, dice san Agustín, y así llega a su no poco terrible conclusión: “El universo sería menos perfecto si no incluyera al mal”. No pocos han preguntado, por ejemplo: ¿el siglo XX sería “menos perfecto” si no hubiera existido el Holocausto?

Esa pregunta se formula, desde luego, descontextualizando a la aseveración agustiniana; y sin embargo, ¿es que las preguntas acerca del mal (o de lo divino, o del universo, o de cualquier elemento suficientemente hondo) sólo pueden plantearse en un determinado contexto, es decir, insertándolas en una especie de respuesta previa?

Aún más terrible es la culminación de la fe en santo Tomás: Si malum est, Deus est, “Si hay mal, existe Dios” (Contra Gentes 3, 71). Esta tesis tomista exclama que “el fuego no podría existir sin la corrupción de lo que consume. El león debe matar al asno para vivir. Si no hubiera ningún hecho malo, no habría ninguna esfera para la paciencia y la justicia”.

Según Agustín, la corrupción de los objetos materiales en la naturaleza está ordenada por Dios como medio para llevar a cabo el “plan del universo”. El mal existe como consecuencia de la infracción a las leyes divinas y es, por tanto, debido a un designio divino. El universo, pues, sería menos perfecto si sus leyes pudieran violarse con impunidad. Nótese que Agustín habla ante todo del mal moral y si acaso de algunas formas del mal físico; el mal metafísico queda tan por encima del ser humano, que éste no tiene otra injerencia en él que sufrirlo de modo atroz: no es una ley que él pueda infringir sino un estado del ser —o mejor dicho, una forma de interrelación de las manifestaciones del ser— del que no puede escapar aunque quiera.

Por este camino se ha llegado al extremo de definir al mal como un “bien menor”: Maimónides, en la Guía de perplejos, lo llama privato boni alicujus, “cierto bien oculto”. Los estoicos incluso lo habían llamado una necesidad, y para el Maestro Eckhart el mal, incluido el pecado, tiene su lugar en el esquema evolutivo por el que todos los procesos, desde y hacia Dios, contribuyen en los órdenes moral y físico para el cumplimiento del propósito divino. Según Dionisio y san Agustín, los errores de la humanidad surgen de haber confundido las verdaderas condiciones de su propio bienestar y han sido la causa del mal moral y físico. Dios permite el mal del pecado (culpæ), pero en ningún sentido este mal es debido a la divinidad; su causa está en el abuso de la libre voluntad de ángeles y hombres.

Y aquí Agustín aporta un curioso matiz: la perfección universal, en la que de alguna forma el mal es necesario, es la perfección de este específico universo, no de cualquier otro. El mal metafísico está incluido como bien en el “plan de este específico universo” y es conocido parcialmente por los seres humanos; sin embargo, no puede decirse, sin negar la omnipotencia divina, que no podría crearse otro universo igualmente perfecto en que el mal no existiera. Por lo pronto, pues, no estamos en “el mejor de los mundos posibles”, según la célebre propuesta de Leibniz: el mal sólo existe en este universo y se debe a una especie de “falla de programación” en el plan que nos atañe en particular.

Evidentemente, todas estas opiniones dejan de lado la realidad de la experiencia humana. No es extraño, pues, que exista el acuerdo sobreentendido de que el mal es absoluto, pese a la maraña de opiniones de la que no parecen desprenderse sino paradójicas maneras —más o menos retóricas— de aludir a la relatividad esencial del mal. Tal vez el mal es “relativo” sólo en cuanto a que es tratado de modos muy diversos según los modos de expresión y las escuelas filosóficas en que se insertan esos modos. En las Confesiones, el propio Agustín, pilar de la teología positiva, admite su angustia inicial, previa a su conversión del maniqueísmo al cristianismo: Quaerebam unde malum, et non erat exitus, “buscaba de dónde provenía el mal, y no encontraba explicación”. Eso es precisamente lo que buscó durante toda su vida, y sin duda encontró deslumbrantes explicaciones: un paradójico y complejísimo aparato racional cuyo primero y último objeto era sostener su fe, preservar su personalísima e irrepetible relación con la divinidad.

Sin embargo, para otros pensadores la razón no sostiene más que a la razón misma. Una vez más, Schopenhauer desgarra a todo eufemismo: “El único fin que podemos señalar a la existencia es el de convencernos de que valdría más no haber nacido”. De modo más que paradójico, es el sutil y devastador pesimismo de E.M. Cioran en el siglo XX el que establece un punto medio: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad”. La pregunta, entonces, deriva hacia otro punto central: ¿habría un sentido en la vida del hombre si éste fuera Dios?

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lunes, 16 de marzo de 2015

El mal, ¿un bien oculto?


DGD: Textil 65 (clonografía), 2009

Ya decía Ovidio Ingenium mala saepe movet, “A menudo la maldad agudiza el ingenio”. Existen muy distintas definiciones del mal: el exegeta y teólogo Orígenes (ca. 185-254) lo llama estéresis, un término procedente de Aristóteles que correspondería en términos muy generales a “ausencia de forma”; Alberto Magno adopta la frase de San Agustín y atribuye el mal a aliqua causa deficiens, “alguna causa deficiente”; Schopenhauer sostiene que el dolor es la condición positiva y normal de la vida, y que el placer es la mera ausencia parcial y temporal del dolor; no obstante, lo hace depender del fracaso del deseo humano de obtener plenitud: “el deseo es dolor en sí mismo”. Aquí bien puede preguntarse: ¿por qué el deseo de plenitud es sufrimiento en sí mismo? La plena realización del individuo sólo puede causar tanto dolor porque es una ausencia irremediable, y si realizarse resulta, pues, imposible, ¿por qué la aspiración hacia la plenitud existe como presencia imperativa?

En estas y otras definiciones subsidiarias puede observarse un rasgo común: el mal no es una entidad real, sino algo relativo: un determinado sujeto, objeto o acción sólo pueden considerarse malos a partir de un contexto de referencia tomado como bueno; tal contexto puede ser moral, político, social, religioso, etcétera, e incluso los contextos son relativos: lo que en uno de ellos es considerado malo, probablemente en otro sea visto como bueno y hasta impuesto. Las tres categorías de mal se trenzan en este nivel, en el que la ambigüedad se desata. Y esta es una de las cuestiones más arduas, y sin duda más dolorosas, como Shakespeare expone a través de uno de los personajes de Romeo y Julieta (II, iii): Virtue itself turns vice, being misapplied, / And vice sometime’s by action dignified (“La propia virtud se vuelve vicio al ser mal aplicada, / y a veces el vicio se dignifica en la acción”). Tomás de Aquino observa que el bien de algo no puede llegar a término sin el mal de otra cosa, y que el mal hace resplandecer al bien. De esto podría desprenderse que aun haciendo el bien se contribuye a la existencia del mal. De modo no poco terrible (y sospechoso), la experiencia humana enseña que esto no funciona a la inversa: el mal no necesita del bien. En otras palabras: hacer el mal sólo contribuye a la existencia del mal, y más aún: ni siquiera es necesario hacer el mal para que éste exista.

Consciente de este tipo de “evidencias”, Hegel intenta mirar el otro lado de esa balanza: “Es señal de máxima superficialidad el hallar por dondequiera lo malo, sin ver nada de lo afirmativo y auténtico”, dado que, en conjunto, “el mundo real es tal como debe ser”. Existe una libertad, pero ella sólo funciona en lo particular e individual, mientras que en lo colectivo y universal sirve para hacer al mundo “como debe ser”. Para Nietzsche, el aspecto moral del mal es un concepto transitorio y no primigenio: el género humano es “un animal todavía no adaptado propiamente a su medio ambiente”. Sin embargo, de modo tajante la filosofía práctica de la modernidad sólo define al bien a partir de la relación de éste con el mal: únicamente hay bien en donde hay mal, pero no lo contrario puesto que el mal parece existir de modo autónomo. Esto es lo que dicta la experiencia, pero los filósofos han insistido siempre en lo contrario: así, puesto que tal vez no hay forma de existencia que sea exclusivamente malvada en todos los contextos y relaciones, algunos concluyen que no puede decirse en realidad que el mal exista.

Así lo hizo Aristóteles, que en la Metafísica concluye que el mal es un aspecto necesario a los cambios constantes de la materia y no tiene en sí mismo ninguna existencia real. En ello concuerda Dionisio el Areopagita (también conocido como el Pseudo-Dionisio o Dionisio el Místico, el enigmático visionario del siglo quinto o sexto d.C. cuya influencia sería determinante en Meister Eckhart y Juan de la Cruz); en De los nombres divinos, Dionisio califica al mal como inexistente. Existe un apoyo bíblico esencial: Moisés se atreve a formular una audaz y temeraria pregunta al Dios del Antiguo Testamento: “¿Quién eres?”. La respuesta es una de las más breves y contundentes dadas por la divinidad: “Yo soy el que Soy” (Éxodo 3:14), es decir, “soy el ser”, “soy todo lo que es”. Por tanto, el mal es lo no-existente, lo que no participa del ser, que es divino en todas sus manifestaciones.

Sin embargo, de esa afirmación suprema de la divinidad proceden todos los terrores. Si el bien equivale a todo lo que es, el mal queda representado en toda inexistencia: la nada. Y si el hombre fue creado precisamente de la nada (ex nihilo), procede entonces del aterrador vacío que se llama el mal: éste le es esencial por origen. Y aquí yace lo más abrumador del problema: el sentido. Todo sentido refiere a lo que es, y por ello la nada carece de sentido (al menos humano). Por tanto, buscar sentido al mal es la mayor contradicción imaginable, puesto que todo sentido que se le encuentre lo vuelve existencia, presencia, y por tanto no lo atrapa. Buscar sentido al mal convierte al “No” en “Sí”. De ahí que Bataille exclamara que es falso cualquier mal que responde a algún “sentido”, sea propósito, ganancia o placer. Para este autor, el único verdadero mal, en su pureza, es el gratuito, el que carece de finalidad alguna: destruir por destruir, hacer el mal “porque sí”. Pero como el “sí” es ya una afirmación, entonces deberá decirse “porque no”. Mas incluso el “no” es una afirmación si se encuentra en una frase afirmativa, y entonces la frase debe colocarse entre signos de interrogación: “¿por qué no?”. Cuántos representantes del mal han respondido con esa pregunta aterradora.

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Bibliografía
Rowan A. Greer y Hans Urs Von Balthasar (eds.): Origen: an exortation to martyrdom, prayer, and selected works by Origen, Paulist Press, Mahwah (NJ), 1979.
Pseudo Dionysius: “The divine names”, en The complete works, Paulist Press (Classics of western spirituality), Mahwah (NJ), 1987. Eds.: Paul Rorem, Jean Leclercq y Karlfried Froehlich. [Pseudo-Dionisio Areopagita: “Los nombres de Dios”, en Obras completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1990.]

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jueves, 5 de marzo de 2015

Pluralidad del dolor


DGD: Redes 3 (clonografía), 2008

El gran problema que permanece es a la vez físico, moral y metafísico: el sufrimiento. Los estudiosos más o menos laicos piensan que ningún dolor es causado por las inevitables limitaciones de la naturaleza, aunque al afirmar esto se ven obligados a excluir un enorme sufrimiento, el de los animales (impuesto ante todo por el hombre), e incluso pasan por alto otras penurias que se dan en una esfera más ajena a la percepción humana pero no por ello inexistentes, como la muy concreta posibilidad de dolor en las esferas vegetal y mineral. En todo caso, estos pensadores aseveran que esa aflicción sólo puede llamarse “mal” por analogía, y en un sentido muy diferente de aquel según el cual ese término se aplica a la experiencia del hombre. Esto resulta interesante, puesto que entonces el término “metafísico”, de forma paradójica, se debería entender como sólo funcional en la esfera humana, y esto sólo porque los metafísicos son humanos y porque aún no contamos con una metafísica de origen animal, vegetal o mineral, como ha soñado alguna vez la ciencia-ficción (el máximo ejemplo es sin duda un relato de Ursula K. Le Guin de hermoso y largo título: “El autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la sociedad de zoolingüistas”).

Lo metafísico en esta tercera categoría de mal brota sólo a posteriori. En una de sus cartas a Leibniz, el filósofo Samuel Clarke supone que el desorden de la naturaleza es aparente, puesto que forma parte de un plan definido y satisface a las intenciones del Creador del universo; por lo tanto, debe contemplarse como una “perfección relativa” en lugar de una imperfección. Para Clarke y otros filósofos, decir que hay un “mal” en la naturaleza es una mera analogía, y cuando lo decimos estamos transfiriendo a los objetos irracionales los ideales subjetivos y las aspiraciones de la inteligencia humana. Existe, pues, un cinismo y hasta una forma extrema de la soberbia cuando sólo se reconoce existencia al sufrimiento humano y se deja fuera (por “falta de información fidedigna”) al de otros reinos de la creación, en todo caso equiparando el dolor de los animales, vegetales o minerales al rango de los objetos inanimados, mecánica que a nivel metafísico proviene de la orgullosa negación de alma a todo lo que no es humano. La preocupación por el dolor de lo otro se llega a calificar como un “error de antropomorfización surgido de mentes primitivas”, y doctrinas como la del karma o la metempsicosis son descartadas como prerrogativa de las “eras oscuras”.

A lo más que se ha llegado en este terreno es a la suposición de Teófilo, obispo de Antioquia (s. II), acerca de que el sufrimiento animal (este autor no hace ninguna mención del vegetal y aún menos del mineral), junto con muchas de las imperfecciones de la naturaleza inanimada, se debe a la caída del hombre, “parte central de la creación” a cuyo bienestar están ligados los destinos del resto de las criaturas. Siguiendo a santo Tomás, Descartes (fielmente continuado por Malebranche) exclamó que los animales son meras máquinas, sin sensaciones ni conciencia. Por su parte, Leibniz concede sensaciones a los animales, pero considera que la mera auto-percepción, si no va acompañada por la reflexión, no puede causar ni dolor ni placer, y en todo caso coloca al placer y al dolor animales en el mismo “bajo nivel” de los actos reflejos en el hombre. Si el mal es sufrimiento, el ser humano sólo es responsable del que se inflige a sí mismo y a sus “semejantes”. Según esta visión, los seres y criaturas “sin alma” (o “sin razón”) pueden ser exterminados sin culpa porque son máquinas, viven en el más elemental de los estados y carecen de conciencia (o de “alma”). Las religiones e ideologías mayoritarias aprovechan este “apoyo filosófico” para que la “producción de bienes” continúe y tengan la conciencia tranquila el ganadero que cría animales para la matanza, el matancero en los rastros y el ciudadano que se alimenta del sistemático exterminio.

Los autores medievales sostienen que “ser y bien son lo mismo”; así, el mal consiste en el no-ser, en la negación o carencia de ser. El mal puede ser una ausencia, pero el dolor, que es la prueba o medida del mal físico, tiene sin duda una existencia positiva. ¿Cómo conciliar el hecho de que el mal sea ausencia pero su principal manifestación, el dolor, sea una presencia? En 1972 la homilía del Papa Paulo VI lo reconocía: “El mal no es ya sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”. Los filósofos aceptan el dolor, aunque le conceden carácter de “puramente subjetivo en tanto sensación o emoción”; pero ¿es en verdad “subjetivo” el inmenso sufrimiento que revela el planeta humano? ¿La medida de la ausencia (lo que falta en el mundo) puede advertirse en la devastadora medida de la presencia (lo que hay en el mundo)?

Esta es la liga con la moral y la religión: la acción perversa de la voluntad, de la que depende el mal moral, es más que una mera negación: no sólo rechaza a la acción correcta (lo que implica al elemento positivo de la elección en estado de pasividad), sino que emprende una acción incorrecta (que depende del libre albedrío). Evidentemente, las tres categorías de mal están íntimamente conectadas y sólo se diferencian en sus graduaciones y manifestaciones: el mal físico, el moral (social) y el metafísico se suman en una inmensa ausencia que en la práctica es siempre entendida como privación. Un despojo, además, cruel y prepotente: Dios no dio a sus seres favoritos todo lo que podía haberles concedido. En el fondo, el ser humano no se siente el favorito, y sabe muy bien que el título honorario de “parte central de la creación” se lo ha otorgado él mismo.

Por lo pronto, el hombre es inferior a todos los seres a los que él llama “inferiores”, como los animales, puesto que ellos desconocen la muerte y no viven, como él, angustiados por esa y todas las demás negaciones-despojos. ¿De qué sirve esa conciencia que le dio el Creador, si es conciencia del exterminio, del sufrimiento y de la propia ausencia de Dios? ¿Qué sentido tiene haberle dado un libre albedrío, si éste funciona exactamente como se suponía que debía hacerlo, es decir eligiendo al mal como la única respuesta a la incomprensible privación que perpetró la divinidad contra sus “criaturas más amadas”? El mal parece en efecto la única respuesta: el absurdo máximo contra el absurdo supremo.

De toda esta maraña se desprende que sólo el mal moral —y algunas formas del mal físico, como la enfermedad— se halla bajo el control del hombre; éste puede elegir entre respetar los preceptos de un código moral o desviarse de él —o puede en alguna medida evitar o curar ciertas enfermedades—, pero quedan “fuera de sus manos” tanto la mayoría de las manifestaciones del mal físico como todo el mal metafísico. Sea cual sea la escuela de pensamiento que define al mal, queda claro que el factor humano de elección es mínimo. El hombre parece un mero juguete del mal, y ni siquiera acierta a definirlo. Porque en el fondo todo hombre comparte la exclamación de Camus en La peste (1947): “Yo despreciaría hasta la muerte el amar a una creación en la que los niños son torturados”. Y con mayor resonancia aún, Adorno escribe: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos que ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”.

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Bibliografía
Ursula K. Le Guin: “The author of the acacia seeds and other extracts from the journal of the Association of Therolinguistics”, en The compass rose, Harper & Row, Nueva York, 1982. [“El autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la sociedad de zoolingüistas”, en La rosa de los vientos, Edhasa, Barcelona, 1987.]
Roger Ariew (ed.): G.W. Leibniz and Samuel Clarke. Correspondence, Hackett, Indianapolis, 2000.
Teófilo de Antioquia: Ad Autolycum [A Autólico], Oxford University Press (Oxford early Christian texts series), 1970. Ed.: Robert M. Grant.
Theodor W. Adorno: Negative dialectics (1966), Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970. [Dialéctica negativa, Madrid, 1975.]

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