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DGD: Redes 192 (clonografía), 2012 |
domingo, 7 de junio de 2015
La mano izquierda de Dios
Una de las
más imaginativas y extrañas teodiceas se debe al teólogo protestante Karl Barth
(1886-1968), uno de los más influyentes impulsores del movimiento neo-ortodoxo
(conocido también como teología dialéctica o “de la crisis”), que luchó contra
la frecuente maniobra de manipular a la teología con objeto de apoyar
ideologías políticas y dar así sentido religioso a genocidios, guerras y
conquistas. Barth se opuso a la teología rutinaria que, olvidando el original
impulso del cristianismo, sólo sirve para mantener a la idolatría en tanto
motor ideológico de devastadores patriotismos. Para Barth, las discusiones
basadas en la literalidad de la Biblia son tan abstrusas y relativas como
cualquier otro discurso humano; la divinidad sólo se revela en el amor y la
caridad, no en la Escritura (Dios queda definido como “el que ama en libertad”
y Cristo como el criterio para la verdadera humanidad). Una teología más viva,
afirma Barth, ayuda en primer término a contrarrestar la influencia de los
líderes y conquistadores (en 1935 Barth debió dejar Alemania luego de rehusarse
a apoyar al nazismo); así, afirmó que el error de la teología liberal es tratar
de insertar a Dios en la historia humana en lugar de darse cuenta de que ésta
es sólo un perfil de la historia divina.
En su Kirchliche
Dogmatik (1932-68), un vasto trabajo que quedó inconcluso, este autor
supone una indefinible “no-realidad” intermedia entre Dios y el mundo, a la que
llama Das Nichtige (algo que, para distinguirlo de “la nada”, podría
traducirse como “la nadeidad”), una zona intermediaria que es lo opuesto a Dios
y a su Creación, un no-mundo correspondiente a lo que no es creado por la
divinidad, aunque proviene del Creador como “no querido y rechazado”, producto
de la “mano izquierda de Dios”. Das Nichtige es el territorio en el que
el mal prospera, y no por otra cosa se dice de éste que es negativo, una
ausencia, una carencia... o un despojo. He aquí un punto de encuentro con
aquella otra zona intersticial que el mito y el inconsciente colectivo asignan
a la figura Nadie, y a la que suele llamarse Tierra de Nadie.
De un
modo muy concreto, el arquetipo de Nadie es concebido precisamente como el de
quien renuncia a la razón, pierde la identidad y se sumerge hasta los abismos
de la psique. Es por ello que a veces el demonio recibe el nombre de Nadie (Cuius
nomen Nemo est, “aquel cuyo nombre es Nadie”): es el que se rebela “de la
nada”. Nadie es la mano izquierda de Dios. Acaso la primera aparición de Nadie
en la filosofía fue aquel Demiurgo imaginado por Plotino, que es otro
“intermediario”, otro puente negativo entre Dios y la materia impura, y en esto
repercute de forma esencial aquel momento en que el Ulises de la Odisea
homérica exclama que su nombre es Nadie.
John Hick
se escandaliza de la imaginación de Barth: “Esta visión puede ser criticada,
tanto desde dentro del propio pensamiento de Barth [...] como desde fuera de
él, en cuanto construcción ingenuamente mitológica que no puede resistir a una
crítica racional” (Evil and the
cod of love, 1978). Pero acaso se trata justamente
de criticar a la racionalidad, que es la verdadera Nichtige en la
existencia misma del hombre. Se trataría, sobre todo, de usar —como bien
advierte Hick— el propio lenguaje del mito. Porque ¿quién puede negar que la
modernidad habita justamente en el mito de la Nadeidad, y que las sociedades se
basan en el aplastante anonimato, en la “masa” cuya esencia es el diario
sacrificio que se hace de los más profundos deseos,
necesidades y vocaciones de los individuos? La Nadeidad es la Nadiedad.
Barth insiste
en que, para la teología católica, sólo pude haber mal en los seres finitos
que, “debido a sus orígenes de la nada, son sujetos a la privación de forma u
orden o medida correcta y, por la oposición que encuentran, son sujetos a un
aumento o disminución de la perfección que tienen”. Dicho de otra manera, el
ser humano, en tanto parte de lo finito y porque nace de la nada, ya está
inmerso en el mal; para colmo, todo tiende además a privarlo de lo poco que
tiene, y a alejarlo de la satisfacción de sus necesidades. El aumento de la
perfección que “tienen” los seres es rara y casi excepcional, mientras que la
disminución de ella resulta mayoritaria. Esto último implica volver al
individuo Nadie, y cuando se llega al extremo de esa disminución, se alcanza
también el extremo del mal; de ahí el epíteto “Nadie” dado al demonio. La única
diferencia entre este último y el hombre, es que la criatura humana es finita
y, por tanto, incapaz de malicia infinita. ¿Se acepta así,
indirectamente, que también el demonio (el mal) participa de lo infinito,
aunque las Escrituras pongan principio y final a su reinado?
*
Bibliografía
Karl Barth: Church
dogmatics, 14 v., T&T Clark, Edinburgh/Nueva York, 1960. Eds.: G.T.
Thomson, Harold Knight, G.W. Bromiley y T.F. Torrance. / Church dogmatics: a
selection with introduction, Westminster/John Knox, Louisville, 1994. Ed.:
Helmut Gollwitzer.
John Hick: Evil and
the cod of love, Macmillan, Nueva York, 1978.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
lunes, 25 de mayo de 2015
Las imposibilidades de Dios
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DGD: Redes 195 (clonografía), 2012 |
¿Por qué un Dios infinitamente bueno permite el
mal? De modo aún más desgarrador, a veces esta pregunta sustituye el verbo
“permitir” por los de “crear” o “causar”. Si esa divinidad es todopoderosa, no
puede estar bajo ninguna necesidad de crear o permitir el mal; por otra parte,
si estuviera sujeta a tal necesidad —o a cualquiera otra—, no sería
todopoderosa. San Anselmo, en su respectivo intento de respuesta, conecta al mal
con la “manifestación parcial” del bien de la creación, cuya plenitud reside
exclusivamente en Dios.
Sin embargo, la respuesta más hábil proviene de
san Agustín; en La ciudad de Dios, este teólogo sostiene que el mal es
permitido para castigo del malvado y juicio del bien; bajo este aspecto, el mal
tiene la naturaleza del bien y es por tanto agradable a Dios, no debido a lo
que es, sino a de dónde proviene, es decir como consecuencia penal y justa del
pecado. Agustín acepta, pues, que Dios permitió el mal —aunque como parte de un
propósito absolutamente bondadoso— y agrega de paso que, de haberlo querido, lo
habría evitado. Pero en esa mención “de paso” radica el quid del asunto,
y la pregunta se vuelve entonces: ¿por qué no quiso evitarlo? Una enormidad de
temibles ramificaciones se desprenden de una simple frase: de haberlo
querido.
En el momento en que Agustín enfrenta las preguntas ¿por qué
la divinidad permitió la existencia de un mal “que podría haber evitado”?, y
¿cómo reconciliar eso con su infinita bondad?, abandona su
vehemencia y sólo responde, como harán los teólogos que llegan a un callejón
sin salida, aludiendo a lo “incomprensible” de los designios de Dios. Si la de
Agustín es la respuesta más hábil (porque logra dar vuelta a la atormentadora
sospecha de que Dios no puede evitar el mal), existe sin embargo otra
aún más brillante y contundente; es quizá la suma y la esencia de todas las
preguntas que marcan no sólo el fin de la infancia individual sino colectiva.
Se trata del célebre argumento de Epicuro
(citado por el apologista cristiano Lactancio en su De ira Dei y más
tarde muy admirado por Voltaire y Borges):
O Dios quiere quitar el mal del
mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere;
o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no
nos ama y es malvado; si no quiere ni puede, es a la vez malvado e impotente;
si puede y quiere, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo
elimina?
La versión corta
indica: “O Dios quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente;
o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno”. Pero la ortodoxia ha
respondido incluso a esto y en la Enciclopedia católica puede leerse:
“Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su
caída. Esto habría significado la limitación de su omnipresencia por una
criatura, y habría sido destructiva para Él. Dios era libre de crear al hombre
aunque previó su caída, y lo creó otorgándole libre voluntad y dándole los
medios suficientes para perseverar en el bien”. Esto explica el mal moral, y
acaso el mal físico (que se supone existe como castigo al mal moral), pero no
así el mal metafísico: Dios coloca toda clase de limitaciones en su creación y
en su criatura, es decir que inserta en éstos el mal, pero ¿no puede limitarse
a sí mismo para no perder su omnipresencia, porque ello habría sido
“destructivo para Él”? Esto implica la imagen de un Dios que 1) sabe lo que
pasará con su criatura si le da libre voluntad; 2) duda largamente entre
crearla o no, porque limitarse a sí mismo sería “destructivo para Él”, y 3)
termina por dar marcha a la creación obligado por ella misma (“Dios no pudo
haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída”).
Si se hiciera una
especie de encuesta entre creyentes, de todas esas versiones la que más impera
es la de que Dios “puede (porque es omnipotente) y no quiere (por alguna oscura
razón)”, aunque ella conduce directamente a la imagen de un Dios malvado. Una
de las pocas mujeres que han llegado a ocupar sitios importantes en la teología
católica (y que fue expulsada debido a la libertad de su pensamiento), Uta
Ranke-Heinemann, explica por qué:
Un Dios poderoso encuentra más partidarios que un Dios
compasivo. Esto se debe a que usamos nuestra propia imagen para modelar a Dios.
La potencia y el poder significan mucho para nosotros (algunas veces lo
significan todo) mientras que la compasión significa poco (algunas veces nada
en absoluto).
Resulta innegable
que existe una tendencia general a “salvar la bondad divina” (por así decirlo),
y de ahí esa imperante necesidad de los teólogos de “justificar” a la
divinidad: a esto la teología llama precisamente teodicea:
“justificación de Dios”. Pero la misma necesidad de “salvar” existe en la
cultura popular, y a ello aluden los refranes y proverbios: “Dios aprieta pero
no ahoga”, “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, etcétera.
Sin embargo, también interviene en esto un
profundo conflicto ontológico: ¿qué sentido puede tener el debate en torno a la
rebelión de los ángeles si no se parte del presupuesto de que la divinidad
podría haber evitado ese mal? La discusión de Job con Dios está llena también
de una voluntad positiva, de una suprema necesidad de rescatar la bondad en la
más grande contradicción jamás manejada por la imaginación humana. Y en la
“teodicea popular” también está presente un pavor primigenio: da menos terror
aceptar a un dios que quiere y no puede, es decir a uno que es impotente pero
bueno, que atribuir el dominio del universo a un dios malvado, que puede
eliminar el mal pero no quiere hacerlo.
El teólogo español Andrés Torres Queiruga
emprende una audaz teodicea:
Para empezar, la imagen de Dios
como “potencia” está inviscerada en los más primitivos estratos de la
conciencia religiosa de la humanidad: la reacción primaria, casi instintiva, de
las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere negar —o dejar en la
sombra— la bondad de Dios antes que poner en cuestión su omnipotencia;
evidentemente, da menos miedo. Por otro lado, la imaginación colectiva está
llena de fantasmas, símbolos y mitos en los que la divinidad aparece
directamente implicada en toda clase de mal y de sufrimiento humano.
Según
este teólogo, el Dios del Antiguo Testamento se cubre de estos estratos oscuros
de la psique de sus escribas, y el avance del Antiguo al Nuevo Testamento marca
“la dura conquista de la imagen que, desde Moisés, pasando por los profetas,
culmina en Jesús de Nazaret”. A través de una avalancha de amenazas,
represiones, cóleras, venganzas y castigos, poco a poco se abre paso la
“revelación del rostro verdadero de Dios”, el bondadoso. Esto implica que el
hombre ha “evolucionado”; se trata de un solo Dios, pero el primer hombre que
trata con él es salvaje y primitivo, y por lo tanto atribuye a la divinidad
esas características. Proponer la imagen de un dios malvado se debe —escribe Torres Queiruga— a “las fantasías de nuestro temor, a las deformaciones de nuestra
voluntad de poder, a las trampas de nuestro egoísmo, a las estrecheces de
nuestro resentimiento”. Vencer a todo eso y alcanzar la revelación del
verdadero rostro divino es “el objeto más difícil y decisivo de nuestra fe”.
Sin embargo, es notorio que este teólogo habla de “la dura conquista de una
imagen” casi en el mismo sentido en que se menciona esa noción en la “cultura
de la imagen” o en los “asesores de imagen” de los políticos. La fe, pues, debe
conquistar no a una verdad sino a una imagen.
En
ciertos casos la fe se presenta, en efecto, como un esfuerzo de remontar los
estratos más primitivos de la psique humana sin ningún apoyo racional: la meta
es vencer a la razón, que es el verdadero mal. La angustia
de muchos teólogos los ha llevado, así, a apelar a una “renuncia a la razón” en
nombre de la sola experiencia de la fe. (Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología
de la creación, 1986.) No es incomprensible ese horror ante el aparato racional: ninguna
razón (superior o inferior) puede validar la presencia del mal en su realidad
efectiva si ésta se concibe como evitable, y de ahí el calificativo de absolutamente
injustificable que le da el ensayista Jean Nabert, quien observa en toda
teología, y en especial en toda teodicea, un aire de disculpa o de artificio.
Un inmejorable
ejemplo de esto se encuentra en el razonamiento central del obispo Graber de
Regensburg:
Si
el demonio no existe, entonces el hombre es el único responsable [del mal].
¿Puede Dios haber creado al hombre tan monstruoso? [...] No, no puede, porque
Él es amor y bondad. Si no hay demonio, entonces no hay Dios.
Dios “no
puede” hacer tal o cual cosa: una y otra vez retornan las imposibilidades del
Dios omnipotente. En este caso le es imposible crear al hombre tan monstruoso
que sea el único responsable del mal; la palabra “único” sugiere que hay un co-responsable,
que es evidentemente el demonio.
Ahí donde
el ateísmo se da por satisfecho y se detiene, la febril teología sigue adelante
y lleva a la lógica a sus últimas consecuencias: para no verse en la penosa (y
peligrosa) necesidad de negar la existencia de Dios, le resulta indispensable
confirmar la del diablo. Confirmarla, además, de tal manera que el hombre
termina siendo monstruoso de todas formas, puesto que parece pactar con el
demonio para no ser responsable único del mal y a la vez deja a Dios toda la
responsabilidad del bien.
Herbert
Haag, teólogo católico de Tubinga, responde a Graber: “El obispo parece haber
olvidado que, de acuerdo con la enseñanza de la iglesia, también el demonio es
una criatura de Dios [...] y, por tanto, Dios creó a un monstruo después de
todo”. En el argumento del obispo late, en efecto, la disculpa, pero la clave
está en la última frase: “Si no hay demonio, no hay Dios”. El artificio tiende
a demostrar la bondad divina, pero al precio de sugerir —¿inadvertidamente?— que
Dios crea a un monstruo para existir Él mismo.
Uta
Ranke-Heinemann comenta: “La creencia en el demonio como causa del mal es una
superstición. El hombre ha inventado al demonio para deshacerse de la
responsabilidad. El ser humano no quiere ser responsable por sus acciones, pero
él es el único responsable. Él y nadie más es el príncipe del infierno en la
Tierra, lo cual no disminuye el poder del mal e incluso lo demoníaco del mal en
el mundo”.
*
Bibliografía
Uta
Ranke-Heinemann: Putting away childish things, Harper, San Francisco,
1995.
Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios
Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ,
col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.
Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología
de la creación, Ed. Sal Terræ, Santander, 1986.
Jean Nabert: Le problème du mal,
Cerf, París, 1966.
Herbert
Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil? /
¿Indefenso ante el mal?], Piper, Münich-Zürich, 1978.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
viernes, 15 de mayo de 2015
Los tres posibles orígenes del mal
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DGD: Redes 49 (clonografía), 2008 |
Ningún acuerdo existe en la cuestión del origen
del mal, sin duda el mayor de los problemas metafísicos. Schopenhauer lo llamó
“el punctum pruriens [punto incómodo] de la metafísica”, pero en ese
punto, más que una mera incomodidad, hay angustia y hasta terror. “Piedra de
toque del ateísmo”, llamó Büchner al mal. En primer lugar, esto se debe a que
la cuestión no puede ser resuelta a través de un mero análisis experimental
sobre las condiciones reales de las que surge el mal. El problema no se refiere
tanto a las muy variadas manifestaciones del mal en la naturaleza, como a la
causa oculta que hace posibles (y hasta necesarias, según otros) a esas
manifestaciones.
Así como hay tres categorías del mal (físico,
moral y metafísico), se acepta que sólo puede haber tres posibles orígenes de él:
la divinidad (teoría angular), el hombre (teoría circular) o la naturaleza/el
azar/el destino (teoría radial). Aunque también deben considerarse las
combinaciones, como la ardua afirmación tomista causa mali est bonum
(“la causa del mal es el bien”), que es a la vez angular, circular y radial.
Tal argumento se basa en la idea de que toda causa positiva y real, por el mero
hecho de serlo, es un bien, puesto que toda entidad es buena. Cabe recordar
aquí que el tiempo en que escribía Tomás de Aquino era el reino de la teología
natural y que ésta no discutía sobre la religión sino sobre Dios. Más tarde
surgiría la filosofía de la religión, menos optimista y basada en una discusión
racional sin apoyo en la revelación por la fe. Esa línea generaría el gran golpe
asestado por Kant; antes de este filósofo, la teología era una racionalidad
basada en la fe; retirada esta base, la razón sola comenzó a soñar monstruos.
Pero aun en tiempos de la teología natural era claro que cada pensador estaba
luchando no por dotar de argumentos a la religión sino por salvaguardar su amor
personal a la divinidad de todas las pavorosas contradicciones que amenazaban a
ese amor. La mayor de todas, la imbatible, es el origen del mal.
En cuanto a este punto no hay siquiera
seguridades; no puede decirse que cada autor proponga una solución tentativa,
sino más bien que casi todos ellos se dedican a refutar propuestas y
contrapropuestas anteriores, todas ellas provisionales. Ningún sistema filosófico ha
logrado iluminar la oscuridad profunda en la que el problema sigue
prácticamente intocado. Si se admite que el mal consiste
en una determinada relación del hombre con su circunstancia, ¿cómo explicar que
todas esas “relaciones” parecen formas de una guerra eterna? Si se acepta que
el todo es bueno per se, pero que el mal brota en la relación entre sus
partes, ¿es entonces el mal la “interconexión” en sí, o un elemento infaltable
y hasta imprescindible sin el cual las partes no podrían relacionarse?
Hay quienes sostienen que el mal metafísico es
ni más ni menos que el “método de la naturaleza”, y que no significa sino una
continua redistribución de los elementos materiales en el universo; de ahí
surge el apoyo filosófico a todas las doctrinas políticas de dominio, conquista
y devastación más o menos “racionalizada”: se trataría simplemente de “ser
fiel” a la manera del cosmos, la guerra perpetua. No hacemos el mal —exclaman
estas ideologías—: somos el mal. Éste es ontológico y sólo cabe
“racionalizarlo”, es decir, mitigarlo (democracias) o utilizarlo
(imperialismos).
Porque la experiencia diaria indica que quien
incurre en la maldad nunca confiesa estarla haciendo directamente, sino que se
respalda en motivos, lemas, consignas, doctrinas, idearios... Una de las más
frecuentes ideas-de-apoyo es precisamente “el bien común”. El individuo que
lastima a sus hijos “por su bien” hace lo mismo que el dictador que perpetra un
genocidio. Es la figura del que Dostoievski llamó endemoniado, alguien que se
obsesiona por un específico fin que para él justifica a todos los medios y lo
hace dejar de ver las consecuencias de éstos. Las ideas políticas suelen ser la
clase más siniestra de este tipo de “fines”, como bien testimonian Hitler,
Stalin o Pinochet.
Freud se encargó de fundamentarlo desde el lado
de la psicología:
La verdad oculta tras de todo
esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura
tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino,
por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe
incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le
representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un
motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad
de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su
consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para
ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. [El malestar en
la cultura (1930).]
El hombre es al mismo tiempo deseo (impulso,
instinto, barbarie) y límite de su deseo (contención, ley moral, civilización),
y él mismo se impone esos límites porque de otro modo se extinguiría. Para
Schopenhauer, el hombre “no puede querer lo que no quiere”, no puede dejar de
ser lo que es, ni actuar como si fuera distinto de lo que ya es. Y ¿qué es? La
suma de sus actos y no un “alma” que podría ser algo diferente de lo que hace.
A partir de este “determinismo ontológico”, Nietzsche concluye que “todos somos
inocentes”. Si no hay Dios, si no somos libres, si somos una “máquina”, ¿de qué
y ante quién podríamos ser culpables?
Sin embargo, a estas ideologías “negativas” se
oponen otras “positivas”, que a su manera se alían con la religión al exclamar
que el sufrimiento humano no es congénito sino opuesto a todo concepto de
unidad o armonía en la naturaleza y por tanto, prescindible y evitable. La
religión tiene menos problemas para sostener su tesis iluminista, puesto que
atribuye la creación a una divinidad absolutamente benevolente. Mas esto, que
debería ser la base tranquilizadora de todo juicio, es en realidad la fuente de
los mayores conflictos, angustias y pavores. Puesto que este mundo incluye
tanta maldad, ¿por qué debió haberlo creado un Dios absolutamente bondadoso?
Más allá de la razón febril está la imaginación
dolorida. En el fondo, casi todos los analistas sienten una única certeza: el
origen del mal, como el de todas las cosas, es inexplicable. El pragmático
William James lo dice desde el lado de la ciencia: “Por ninguna posibilidad
podemos entender el carácter de la mente cósmica cuyo propósito es plenamente
manifiesto por la extraña mezcla del bien y el mal que encontramos en este
particular mundo real. La simple palabra ‘plan’ no tiene por sí misma ninguna
consecuencia y nada explica” (Pragmatism, 1907). Desde esta declaración
no hay mucha distancia a aquella otra que intuye que tal “mente cósmica” debe
corresponder a una divinidad subsidiaria, o pueril, o ya francamente senil, por
no mencionar a aquella teoría gnóstica que tantos escándalos ha causado: la de
que se trata en realidad de un demonio disfrazado de dios.
*
Bibliografía
Sigmund
Freud: Das unbehagen in der kultur (1930), Fischer, Frankfurt, 1994. [Civilization
and its discontents, W.W. Norton, Nueva York, 1999. / El malestar en la
cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1975.]
William James: Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking, Harvard University, 1907; Hackett, 1981; Dover 1995. [Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Alianza Editorial, Madrid, 2000.]
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
miércoles, 6 de mayo de 2015
Dios crea para salir de sí mismo
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DGD: Redes 58 (clonografía), 2009 |
En el año 1600, uno de los más destacados
místicos cristianos, Jakob Böhme (1575-1624), experimentó una epifanía al
contemplar un rayo de luz solar reflejado en un plato de peltre; ello lo lanzó
a una visión extática de la divinidad que penetra a todas las cosas, incluido
el abismo del No-Ser. Vio entonces que Dios se expresa mediante cualidades
opuestas, entre ellas bien y mal, amor y odio, luz y oscuridad, en una especie
de contraposición dialéctica de misteriosa combinatoria que se resolverá al
final de los tiempos, con el triunfo de Cristo sobre Satán. Esta y otras
experiencias místicas llevaron a Böhme a escribir una serie de oscuros pero
poderosos tratados religiosos que le valieron vivir en constante persecución de
las autoridades católicas y que influirían poderosamente tanto en el
protestantismo como en Hegel,
Baader y Von Schelling, así como en los teósofos, místicos y
teólogos dialécticos.
En la obra de Böhme, la negatividad, la finitud y el sufrimiento son
vistos como aspectos esenciales de Dios, puesto que es sólo a través de la
actividad participativa de las criaturas que la divinidad adquiere una completa
auto-conciencia de su naturaleza. Se trata de una conmovedora explicación de
por qué Dios crea: necesita a sus criaturas para estar plenamente consciente de
sí mismo. La divinidad se investiga a través de sus criaturas. Crea para
conocerse. “En su profundidad”, escribe Böhme en Aurora (1612), “Dios no
sabe lo que es, porque no conoce principio ni final, y tampoco nada que sea
parecido a él.”
El estado
original de la divinidad era el No-Ser, al que Böhme llama Das Nichts y
también Ungrund, el abismo primordial. Pero Dios necesitaba su epifanía
en la naturaleza con objeto de hacerse por completo consciente de sí mismo:
debía volverse sensible para satisfacer su necesidad de auto-revelación. Este
impulso dio origen al universo espiritual y material. La ilimitada unidad
divina se autoimpone el aspecto de la limitación; ésta es necesaria para que lo
divino sea capaz de aprehenderse a sí mismo. En un estilo profundamente
literario, dramático y poético, Böhme describe la diseminación de la esencia
divina; el universo es su encarnación activa:
En la divinidad [Gottheit],
que carece de naturaleza y no ha sido creada, no hay sino una única voluntad,
que es también llamada el Dios único, que no quiere sino encontrarse y
abrazarse, salir de sí mismo y, por medio de esta salida de sí, llevarse a la
visibilidad [Beschaulichkeit]. Debe ser entendido que esta visibilidad
comprende los tres aspectos de la divinidad, así como el espejo de su sabiduría
y el ojo por medio del cual él contempla.
Fascinante cosmovisión: Dios crea para salir
de sí mismo. Crea para volverse visible y contemplarse. El universo es
mirada inquisitiva: Dios es el ojo que se mira. Sin embargo, más allá de
la belleza de esta concepción, Böhme se ve obligado a enfrentar el problema del mal. Su respuesta es
que la emergencia de Dios desde la Unidad absoluta hasta la diversidad
espiritual y material requería confrontarse con la oposición y la contrariedad;
de esta lucha creativa entre los principios polares, positivos y negativos,
se desarrollan los órdenes de la manifestación, es decir el universo sensible.
Era, pues, inevitable y hasta deseable que surgieran el conflicto y el
sufrimiento: estos elementos negativos eran los estímulos para la “producción”
de los diversos fenómenos de la naturaleza. Aún más: es sólo a través de la
batalla con la negatividad que las mentes de las criaturas finitas pueden a su
vez volverse conscientes de sí mismas, de su mundo y, ulteriormente, de Dios:
“Si la vida natural no tuviera oposición [Widerwaertigkeit] y si
careciera de propósito, jamás demandaría el estado original del cual surgió.
Entonces, el Dios oculto permanecería desconocido para la vida natural [...],
no habría sensación, ni voluntad, ni actividad, ni entendimiento”. Esta afirmación encontraría más tarde la aquiescencia de numerosos
pensadores, entre ellos Robert Musil: éste afirma que el bien es parálisis y
que el mal resulta indispensable en tanto equivale a lo que pone en movimiento. Böhme describe de este modo a
la divinidad esotérica:
Si el Dios oculto, quien no es
sino una Sola Esencia y Voluntad, no hubiera salido de sí mismo por su propia
voluntad; si no hubiera transformado el conocimiento eterno [...] en una
divisibilidad de la voluntad [Schiedlichkeit des Willens]; si no hubiera
conducido a la misma divisibilidad hacia una comprensibilidad [Infasslichkeit]
dirigida a la vida natural de las criaturas, y si no hubiera sucedido que esta
misma divisibilidad de la vida consistiera en una lucha, ¿de qué otra manera
podría haber querido que fuera revelada la voluntad oculta de Dios, que en sí
mismo es Uno? ¿De qué otro modo podría la voluntad interna de la Unidad
convertirse en conocimiento de sí mismo [Erkenntnis seiner selber]?
En el fondo, la pregunta sigue viva: ¿está, pues,
incluido el mal en la naturaleza divina, o es precisamente el resultado del
acto mismo de crear? Böhme
responde con apasionada imaginación; en la búsqueda divina de
auto-manifestación, dice, se presentó un primerísimo dilema: por una parte, su
pureza eterna y libertad consistían en la condición del Ungrund, el
abismo primordial, que carecía de cualquier limitación; por otra parte, la
total ausencia de oposiciones dentro de ese abismo significaba que Dios era
incapaz tanto de aprender de sí como de manifestarse. En la eternidad, lo
divino era, de hecho, una “nada” (ein Nichts). Sin embargo, ¿cómo podría
la nada experimentar deseo: de crear, de conocerse, de manifestarse? Y aún
aceptado este arduo punto, ¿el propio acto de manifestarse no implica en sí que
Dios tuviera que negar su propia esencia, así como su libertad eterna? Y
todavía más allá: suponiendo que esa negación fuera posible, ¿en qué modo
podría llamarse al supremo acto creativo una verdadera revelación y no, como
resulta muy posible en una “creación primeriza”, una distorsión de lo que la
divinidad buscaba manifestar?
La
respuesta de Böhme no está exenta de belleza: el abismo primordial, afirma, no
era “irreal” de manera absoluta sino relativa; su “nada” era una especie de
“algo en potencia”. Aunque indiferenciado, el abismo poseía la capacidad
inherente de volverse “algo” real y concreto, y la primera manifestación de
esta capacidad era la experiencia del “ansia”, es decir, del “deseo”. La
voluntad divina deseaba revelarse en su libertad primordial, lo que significa
que no contenía ningún otro aspecto o atributo que la sola voluntad de tornarse
sensible. Así, esta voluntad sólo podía manifestar lo que ella misma era, la
“calidad del deseo”. Esta voluntad, al volverse deseo, podía encontrar y sentir;
así pues, había dado el primer paso significativo para la auto-manifestación.
Sin embargo, lo primero que reveló esta voluntad/deseo fue sólo un reflejo
imperfecto de su propia esencia. El ansia espiritual comenzó como una oscuridad,
es decir como una sombra que ocultaba a la pureza del abismo primordial.
Luego de
establecer la existencia de una “sombra primigenia”, Böhme describe una serie
de estadios de desarrollo a través de los cuales tuvo que pasar el proceso de
la creación de mundos. El impulso surge de una contradicción: la originada
cuando el propósito original choca con una voluntad “ensombrecida”. Para
solucionar el dilema, surge entonces una segunda voluntad cuyo objetivo es
retornar a la original condición de unidad y, al mismo tiempo, controlar a la
oscuridad, que hasta entonces había sido el único producto de la voluntad
divina hacia la manifestación. Este doble movimiento significó una
contradicción en el centro mismo del ser y será la base (Grund) de los
subsecuentes estadios de la creación.
A estas
alturas Böhme accede a un tono revelatorio semejante al de Juan en el
Apocalipsis: debido a que el “deseo introvertido” parecía incapaz de
satisfacerse, tomó la forma de un “fuego” terrible y caótico que ardía sin
producir luz. Era la ira divina o amargura (Grimmigkeit) que
perpetuamente se vuelve sobre sí misma y consume a su propia sustancia; esta
auto-destrucción causa un enorme dolor y angustia en la naturaleza divina: el
primer sufrimiento que conoció el universo. Böhme describe este primer
principio como “el ardiente deseo de recogerse en sí mismo”. Pese al aspecto
destructivo de la ira divina, ella fue esencial como fundamento de todos los
desarrollos posteriores; sin ella no podrían haber existido la luz, la vida o
la alegría. Así pues, la amargura es la creadora de todas las cosas en tanto
Dios Padre. Cuando el principio dirigió hacia sí mismo su amargura primordial,
se produjo una dramática inversión: la negación de un libre auto-manifestarse
fue a su vez negada; con el rugido de un millón de truenos, el principio superó
su negatividad y apareció una primera luz y, con ella, la armonía y el orden en
el caos original. El segundo principio, el del amor divino, fue triunfador en
tanto Dios Hijo.
La
interacción entre el Padre y el Hijo (ira y amor, No y Sí) produjo el impulso
creativo a partir del cual evolucionó el universo en toda su diversidad.
Curiosamente, estas fuerzas eran cooperativas y no dejaron de “producir” luego
de la creación del universo, porque ambas eran necesarias para mantenerlo. Aquí
Böhme describe al tercer principio, identificado con el Espíritu Santo, que es
precisamente el continuo movimiento entre los otros dos principios: la
respiración viva del cosmos. Curiosa forma de aludir a un “primer principio”
malvado y a un “segundo principio” bondadoso, así como al pacto entre ambos.
Extasiados
en sus múltiples debates, los teólogos pisan a veces el territorio de la
ciencia (o incluso de la ciencia-ficción); así sucede en la cuestión de los
universos posibles. Tanto el teólogo como el científico aceptan que es
imposible responder por qué este universo en particular se debió crear en lugar
de otro, puesto que el ser humano es incapaz de imaginar cualquier universo que
no sea éste. Pero sólo el teólogo es capaz de imaginar la pregunta siguiente:
¿por qué Dios eligió manifestarse por vía de la creación, en lugar (o además)
de cualquiera otra vía por medio de la cual pudo haber alcanzado el mismo fin?
Acaso el misterio de la creación no es mayor que aquel otro representado por el
mal. Y acaso se trata de un solo misterio.
*
Bibliografía
Jakob
Böhme: Saemtliche schriften (1730), Frommanns, Stuttgart, 1955-1961. Ed.: Will-Erich Peuckert.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
domingo, 26 de abril de 2015
¿Por qué crear?
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DGD: Textiles-Serie blanca 27 (clonografía), 2010 |
El debate acerca del mal se relaciona íntimamente con la cuestión del ser, y es aquí en donde muestra sus enigmáticas ligas con el eterno arquetipo de Nadie. En primer lugar los teólogos se han hecho un cuestionamiento: ¿por qué si Dios previó que sus criaturas iban a usar el libre albedrío para su propio daño, no se abstuvo de crearlas, o por qué no lo hizo con algún “resguardo” para que no hicieran ese mal uso, o de plano denegándoles totalmente ese don? Santo Tomás responde que Dios no puede cambiar su mente, porque la voluntad divina está libre del defecto de flaqueza o mutabilidad.
Gran tema es este: para demostrar un argumento positivo
respecto a la divinidad, los teólogos ortodoxos se ven en la necesidad (nunca
asumida del todo) de negar el primer atributo de Dios, la omnipotencia. Ésta
queda refutada de modo inquietante: el Creador no puede esto, es incapaz de
aquello. Se trata de la misma gran afirmación humana (que tiene mucho de consuelo
y a veces de venganza torva) de la que también se valen paganos y heresiarcas:
la divinidad está limitada por su propia carencia de límites.
Irrefutable a nivel lógico: la flaqueza, la variabilidad,
la inconstancia (incluso la adaptabilidad) son defectos de la voluntad, y la de
Dios no puede tener defectos; no puede, por tanto, cambiar de parecer,
modificar en el camino, corregir el rumbo. Ante todo, haber evitado el mal en
la Creación (defecto en la naturaleza divina) le resulta imposible, porque si
el propósito de Dios fuera dependiente del acto libre de cualquier criatura,
Dios estaría sacrificando su propia libertad, es decir que se sometería a sus
criaturas y abdicaría de su supremacía esencial. No obstante, para la
imaginación popular es precisamente eso lo que la divinidad parece haber hecho:
someterse y abdicar. El laberinto lógico de la teología es vertiginoso: ¿en qué
modo puede conciliarse la libertad infinita de Dios y el que no puede hacer uso
de ella (cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo)?
A nivel mítico, esta discusión está presidida
por una pregunta aparentemente simple: ¿por qué la divinidad crea? En otras
palabras: ¿por qué Dios eligió crear, cuando la creación de ninguna manera era
necesaria para su propia perfección? Santo Tomás contesta que Dios crea para
manifestar su propia bondad, poder y sabiduría, y que se complace con su
reflejo o semejanza, reflejo en el que consiste la bondad de la creación. El
placer de Dios es “motivo sumamente perfecto para la acción, semejante al
propio Dios y a sus criaturas. No se debe a cualquier necesidad, o a la
necesidad innata de la naturaleza divina”, argumenta Tomás, sino a que “Dios es
el origen, centro y objeto de toda la existencia”. Esta es la razón suficiente
para la existencia del universo, incluso para el sufrimiento, introducido por
el mal moral.
“Dios no ha creado al mundo para bien del
hombre”, continúa Tomás, “sino para su propio placer, pero es bien para el
hombre, cuando éste se adecua al supremo propósito de la creación, y es mal
cuando se aleja de él”. Podría pensarse, pues, que el sufrimiento entre los
hombres causa a Dios el mismo placer que la bondad entre ellos, puesto que
ambos, bien y mal, son parte de su creación hedonista (“para su propio placer”).
La ironía es una suerte de respuesta en la novela Twinkle, Twinkle, Killer
Kane (1966) de William Peter Blatty, uno de cuyos personajes exclama: “La
infinita bondad significa crear un ser que uno sabe por anticipado que se va a
quejar”.
En otra de sus novelas (también llevada al
cine), Legion, Blatty expone la teoría del “Ángel”; según ésta, la caída
del hombre fue anterior a la creación del universo; antes del Big Bang,
la humanidad era un solo ser angélico que cayó de la gracia divina y a quien se
dio una transformación en el universo material como una forma de salvación. El
objetivo era que este ángel originario, dividido en una legión de
personalidades fragmentadas, evolucionara espiritualmente (“¿Puede haber un
acto moral sin al menos la posibilidad del sufrimiento?”) y volviera a su
estado original, el del ser angélico unitario. Este proceso se menciona en la
primera página de la novela más famosa de Blatty, The Exorcist, en la
frase “La materia es el esfuerzo de Lucifer por remontar sus pasos y regresar a
su Dios”. En esta ingeniosa revisión de la teología no hay demonio o, mejor
dicho, la humanidad misma lo es: la legión humana navega dolorosamente por el
universo material, que fue creado sólo para posibilitarle un modo de redención,
de vuelta a su origen y para recuperación de la gracia.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
jueves, 16 de abril de 2015
El bien inimaginable
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DGD: Redes 201 (clonografía), 2012 |
“El mundo no puede existir sin el mal, porque el
mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis.” Acaso tal
consenso sintetizado de este modo por Robert Musil, sin dejar de acertar en
ciertos niveles, se equivoca en otros. Un buen ejemplo es aportado por Howard
Fast en su célebre novela Espartaco
(1951); ahí la rebelión de los esclavos en el año 73 a.C. es descrita casi en
los términos de Musil, y casi a manera de respuesta a esos términos:
Es posible que mientras
Espartaco estudia el mapa [del campo de batalla] se le plantee mentalmente la
pregunta de cómo nació ese ejército [de rebeldes que lo siguen]. Piensa en el
puñado de gladiadores [que lo iniciaron todo con él], y los compara con una
lanza que, al ser arrojada, hubiera puesto en movimiento a un mar de vida, que
de pronto había arrasado a la aparente calma y estabilidad del mundo de los
esclavos.
En este caso era el mal el que actuaba como
sinónimo de parálisis: la calma aparente y la falsa estabilidad del “esplendor”
imperial romano basado en la explotación brutal de centenares de miles de seres
humanos (sin duda lo mismo podría decirse del mundo dos milenios más tarde, de
su “estabilidad”, de su “libertad”, de su “seguridad” basadas en otras formas
de la esclavitud y la injusticia social). En este nivel es el bien el que pone
las cosas en movimiento, el mar de vida que se opone a la parálisis
generalizada por el poder.
Desde luego que el cinismo, actitud básica del
mal, se negaría a darle el nombre de bien porque, en su usual manera de
manipular los significados de las palabras, lo definiría como “una parte del
mal que puso en movimiento a las partes restantes de ese mismo mal”. Pero esta
discusión es mucho más que meramente de léxico.
No es en absoluto
gratuito el hecho de que el Espartaco
de Howard Fast fuera censurado en
Estados Unidos durante la caza macartista de brujas y en España por el
franquismo (Fast llegó a estar en prisión por negarse a dar los nombres de sus
compañeros norteamericanos colaboradores del republicanismo español).
Los esclavos que se rebelan bajo la guía de
Espartaco son magníficos ejemplos del bien
inimaginable. El líder de ese movimiento
“piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados,
para hacer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender
por qué ese movimiento se detuvo”. En efecto, luego de una rebelión de cuatro
años que estuvo a punto, como ningún otro conflicto, de terminar con la Roma
imperial, los esclavos fueron vencidos.
Sin embargo, si ese movimiento se detuvo, si
parece que el bien ha sido derrotado por enésima vez, no fue por haber llegado
por sí mismo a la parálisis que le era “característica”, sino todo lo
contrario. Porque el mal no es aquello que moviliza, sino el encargado de
detener y paralizar a todo lo que en sí es movimiento, como la vida.
*
Bibliografía
Howard Fast: Spartacus, 1951. Espartaco,
Ediciones Eneas, Buenos Aires, 1956.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
domingo, 5 de abril de 2015
¿Ningún lugar a dónde ir?
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DGD: Redes 26 (clonografía), 2009 |
En Los
hermanos Karamazov, Dostoievski pinta a uno de los hermanos, Iván, que en
el transcurso de una alucinación sostiene un diálogo con el diablo. Y éste
exclama: “Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida
empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. ‘No’,
me replican; “es necesario que vivas, porque sin ti nada existiría. Si todo
fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se
producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.’ Por eso,
aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y
obedezco la orden de ir contra la razón”.
Aquí el diablo se muestra de acuerdo con el
fundamental sobreentendido de la filosofía y de la teología occidentales, bien
sintetizada por Robert Musil en unas cuantas palabras: “El mundo no puede
existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca
la parálisis”.
Por su parte, Séneca intenta demostrar la
existencia de un orden en el universo: “la naturaleza no consiente que los
bienes dañen a los buenos". El bien no daña a los que lo eligen, y tampoco
a los malos. Y agrega:
Cuando vieras que los varones
justos y amados de Dios padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba
y que al contrario los malos están lozanos y abundantes de deleite, persuádete
a que, del mismo modo que nos agrada la modestia de los hijos, y nos deleita la
licencia de los esclavos nacidos en casa, y a los primeros frenamos con
melancólico recogimiento, y en los otros alentamos la desenvoltura, así hace lo
mismo Dios, sin tener en deleites al varón bueno, de quien hace experiencias
para que se haga duro, porque lo prepara para sí.
¿Por qué Dios da trabajos, fatigas e injusticias
a aquel al que ama, mientras que los malos gozan y se deleitan? ¿Por qué la
divinidad endurece al justo para “prepararlo para sí”? ¿De dónde proviene esta
idea según la cual el malo, tratado con privilegios y abundancias en vida, con
ello se “ablanda” y por ello su tortura es mayor en el infierno, mientras que el
justo, que tuvo una vida tan dura, apreciará doblemente los privilegios y
deleites del cielo?
En el nivel más inmediato hay aquí, desde luego,
una clara muestra del lado ideológico de la teología (convencer a la feligresía
de conformarse, de no cuestionar a la autoridad terrenal, de esperar la
justicia en la otra vida, que no en ésta, etcétera), pero también hay, en el
fondo, una sugerencia que no ha pasado desapercibida para muchos a lo largo de
la historia: la del mal como un entrenamiento para un bien inimaginable.
En el cuento “Ningún lugar a dónde ir” (1971) de
Norman Spinrad se da un diálogo entre dos cardenales católicos con puntos de
vista opuestos. Uno de ellos afirma:
El mal es infinitamente sutil;
¿por qué no podría esconderse bajo la apariencia del supremo bien? Hay buenas
razones para que el Demonio sea conocido como el Príncipe de las Mentiras. Creo
que está usted sirviendo a Satán aunque crea sinceramente que está sirviendo a
Dios. ¿Tiene usted alguna forma de saber que estoy equivocado?
El otro responde con una pregunta igualmente
eficaz: “¿Tiene usted alguna forma de saber que yo no estoy en lo cierto? Si lo
estoy, está usted intentando frenar a la voluntad de Dios, con lo que se aparta
cada vez más de Su Gracia”. Al primero no queda sino una demostración “lógica”
que resulta paradójica y hasta algo ridícula tratándose de los terrenos de la
religión: “Ambos no podemos estar en lo cierto...”.
Y entonces, a partir de esas palabras el segundo
cardenal tiene una terrible y “abrumadora iluminación de las relaciones entre
la Iglesia y Dios: ambos interlocutores no podían estar en lo cierto, pero no
había ninguna razón para creer que ambos no estaban equivocados. Además de Dios
y Satán, existía también el vacío”.
Interesante re-colocación de los términos del
problema, que es siempre, al parecer de modo inevitable, binario. La lucha de
los opuestos (bien-mal, alto-bajo, divino-humano) implica, y a veces exige, que
ambos polos no pueden prevalecer al mismo tiempo, pero a la vez oculta la idea
correspondiente: que ambos pueden estar equivocados a la vez. Es la entrevisión
de un inimaginable tercer interlocutor,
de un “tercero en discordia” (o más bien, acaso, en concordia).
En toda esta discusión, es Tomás Segovia quien
muestra que la aparente condena es el principio de una redención: “Qué paz la
del que se persuadiese sin sombra de duda de que es un malvado total y está
corrompido sin remedio. Lo terrible de la vida humana es que todos somos
redimibles siempre”.
*
Bibliografía
Norman Spinrad: “No
Direction Home” (1971), en No Direction
Home, Pocket Books, Nueva York, 1975. [“Ningún lugar a dónde ir”, en Llorad por nuestro futuro, Acervo (col. Ciencia Ficción 28),
Madrid, 1978; traducción de Domingo Santos y Sebastián Castro.]
jueves, 26 de marzo de 2015
¿En qué modo el mal puede ser un “cierto bien oculto”?
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DGD: Redes 93 (clonografía), 2009 |
“Cuando la oscuridad es nada más que la ausencia
de luz y no es producida por la creación, entonces el mal es meramente falta de
bondad”, dice san Agustín, y así llega a su no poco terrible conclusión: “El
universo sería menos perfecto si no incluyera al mal”. No pocos han preguntado,
por ejemplo: ¿el siglo XX sería “menos perfecto” si no hubiera existido el
Holocausto?
Esa pregunta se formula, desde luego,
descontextualizando a la aseveración agustiniana; y sin embargo, ¿es que las
preguntas acerca del mal (o de lo divino, o del universo, o de cualquier
elemento suficientemente hondo) sólo pueden plantearse en un determinado
contexto, es decir, insertándolas en una especie de respuesta previa?
Aún más terrible es la culminación de la fe en santo
Tomás: Si malum est, Deus est, “Si hay mal, existe Dios” (Contra
Gentes 3, 71). Esta tesis tomista exclama que “el fuego no podría existir
sin la corrupción de lo que consume. El león debe matar al asno para vivir. Si
no hubiera ningún hecho malo, no habría ninguna esfera para la paciencia y la
justicia”.
Según Agustín, la corrupción de los objetos
materiales en la naturaleza está ordenada por Dios como medio para llevar a
cabo el “plan del universo”. El mal existe como consecuencia de la infracción a
las leyes divinas y es, por tanto, debido a un designio divino. El universo,
pues, sería menos perfecto si sus leyes pudieran violarse con impunidad. Nótese
que Agustín habla ante todo del mal moral y si acaso de algunas formas del mal
físico; el mal metafísico queda tan por encima del ser humano, que éste no
tiene otra injerencia en él que sufrirlo de modo atroz: no es una ley que él
pueda infringir sino un estado del ser —o mejor dicho, una forma de
interrelación de las manifestaciones del ser— del que no puede escapar aunque
quiera.
Por este camino se ha llegado al extremo de
definir al mal como un “bien menor”: Maimónides, en la Guía de perplejos,
lo llama privato boni alicujus, “cierto bien oculto”. Los estoicos
incluso lo habían llamado una necesidad, y para el Maestro Eckhart el
mal, incluido el pecado, tiene su lugar en el esquema evolutivo por el que
todos los procesos, desde y hacia Dios, contribuyen en los órdenes moral y
físico para el cumplimiento del propósito divino. Según Dionisio y san Agustín,
los errores de la humanidad surgen de haber confundido las verdaderas
condiciones de su propio bienestar y han sido la causa del mal moral y físico.
Dios permite el mal del pecado (culpæ), pero en ningún sentido este mal
es debido a la divinidad; su causa está en el abuso de la libre voluntad de
ángeles y hombres.
Y aquí Agustín aporta un curioso matiz: la
perfección universal, en la que de alguna forma el mal es necesario, es la
perfección de este específico universo, no de cualquier otro. El mal
metafísico está incluido como bien en el “plan de este específico universo” y
es conocido parcialmente por los seres humanos; sin embargo, no puede decirse,
sin negar la omnipotencia divina, que no podría crearse otro universo
igualmente perfecto en que el mal no existiera. Por lo pronto, pues, no estamos
en “el mejor de los mundos posibles”, según la célebre propuesta de Leibniz: el
mal sólo existe en este universo y se debe a una especie de “falla de
programación” en el plan que nos atañe en particular.
Evidentemente, todas estas opiniones dejan de
lado la realidad de la experiencia humana. No es extraño, pues, que exista el
acuerdo sobreentendido de que el mal es absoluto, pese a la maraña de opiniones
de la que no parecen desprenderse sino paradójicas maneras —más o menos
retóricas— de aludir a la relatividad esencial del mal. Tal vez el mal es
“relativo” sólo en cuanto a que es tratado de modos muy diversos según los modos
de expresión y las escuelas filosóficas en que se insertan esos modos. En las Confesiones,
el propio Agustín, pilar de la teología positiva, admite su angustia inicial,
previa a su conversión del maniqueísmo al cristianismo: Quaerebam unde
malum, et non erat exitus, “buscaba de dónde provenía el mal, y no
encontraba explicación”. Eso es precisamente lo que buscó durante toda su vida,
y sin duda encontró deslumbrantes explicaciones: un paradójico y complejísimo
aparato racional cuyo primero y último objeto era sostener su fe, preservar su
personalísima e irrepetible relación con la divinidad.
Sin embargo, para otros pensadores la razón no
sostiene más que a la razón misma. Una vez más, Schopenhauer desgarra a todo
eufemismo: “El único fin que podemos señalar a la existencia es el de
convencernos de que valdría más no haber nacido”. De modo más que paradójico,
es el sutil y devastador pesimismo de E.M. Cioran en el siglo XX el que
establece un punto medio: “El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es
una razón para vivir, la única en realidad”. La pregunta, entonces, deriva
hacia otro punto central: ¿habría un sentido en la vida del hombre si éste
fuera Dios?
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
lunes, 16 de marzo de 2015
El mal, ¿un bien oculto?
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DGD: Textil 65 (clonografía), 2009 |
Ya decía Ovidio Ingenium mala saepe movet,
“A menudo la maldad agudiza el ingenio”. Existen muy distintas definiciones del
mal: el exegeta y teólogo Orígenes (ca. 185-254) lo llama estéresis,
un término procedente de Aristóteles que correspondería en términos muy
generales a “ausencia de forma”; Alberto Magno adopta la frase de San Agustín y
atribuye el mal a aliqua causa deficiens, “alguna causa deficiente”;
Schopenhauer sostiene que el dolor es la condición positiva y normal de la
vida, y que el placer es la mera ausencia parcial y temporal del dolor; no
obstante, lo hace depender del fracaso del deseo humano de obtener plenitud:
“el deseo es dolor en sí mismo”. Aquí bien puede preguntarse: ¿por qué el deseo
de plenitud es sufrimiento en sí mismo? La plena realización del individuo sólo
puede causar tanto dolor porque es una ausencia irremediable, y si realizarse
resulta, pues, imposible, ¿por qué la aspiración hacia la plenitud existe como
presencia imperativa?
En estas y otras definiciones subsidiarias puede
observarse un rasgo común: el mal no es una entidad real, sino algo relativo:
un determinado sujeto, objeto o acción sólo pueden considerarse malos a partir
de un contexto de referencia tomado como bueno; tal contexto puede ser moral,
político, social, religioso, etcétera, e incluso los contextos son relativos:
lo que en uno de ellos es considerado malo, probablemente en otro sea visto
como bueno y hasta impuesto. Las tres categorías de mal se trenzan en este
nivel, en el que la ambigüedad se desata. Y esta es una de las cuestiones más
arduas, y sin duda más dolorosas, como Shakespeare expone a través de uno de
los personajes de Romeo y Julieta (II, iii): Virtue itself turns
vice, being misapplied, / And vice sometime’s by action dignified (“La
propia virtud se vuelve vicio al ser mal aplicada, / y a veces el vicio se
dignifica en la acción”). Tomás de Aquino observa que el bien de algo no puede
llegar a término sin el mal de otra cosa, y que el mal hace resplandecer al
bien. De esto podría desprenderse que aun haciendo el bien se contribuye a la
existencia del mal. De modo no poco terrible (y sospechoso), la experiencia
humana enseña que esto no funciona a la inversa: el mal no necesita del bien.
En otras palabras: hacer el mal sólo contribuye a la existencia del mal, y más
aún: ni siquiera es necesario hacer el mal para que éste exista.
Consciente de este tipo de “evidencias”, Hegel
intenta mirar el otro lado de esa balanza: “Es señal de máxima superficialidad
el hallar por dondequiera lo malo, sin ver nada de lo afirmativo y auténtico”,
dado que, en conjunto, “el mundo real es tal como debe ser”. Existe una
libertad, pero ella sólo funciona en lo particular e individual, mientras que
en lo colectivo y universal sirve para hacer al mundo “como debe ser”. Para
Nietzsche, el aspecto moral del mal es un concepto transitorio y no primigenio:
el género humano es “un animal todavía no adaptado propiamente a su medio
ambiente”. Sin embargo, de modo tajante la filosofía práctica de la modernidad
sólo define al bien a partir de la relación de éste con el mal: únicamente hay
bien en donde hay mal, pero no lo contrario puesto que el mal parece existir de
modo autónomo. Esto es lo que dicta la experiencia, pero los filósofos han
insistido siempre en lo contrario: así, puesto que tal vez no hay forma de
existencia que sea exclusivamente malvada en todos los contextos y relaciones,
algunos concluyen que no puede decirse en realidad que el mal exista.
Así lo hizo Aristóteles, que en la Metafísica
concluye que el mal es un aspecto necesario a los cambios constantes de la
materia y no tiene en sí mismo ninguna existencia real. En ello concuerda
Dionisio el Areopagita (también conocido como el Pseudo-Dionisio o Dionisio el Místico,
el enigmático visionario del siglo quinto o sexto d.C. cuya influencia sería
determinante en Meister Eckhart y Juan de la Cruz); en De los nombres
divinos, Dionisio califica al mal como inexistente. Existe un apoyo bíblico
esencial: Moisés se atreve a formular una audaz y temeraria pregunta al Dios
del Antiguo Testamento: “¿Quién eres?”. La respuesta es una de las más breves y
contundentes dadas por la divinidad: “Yo soy el que Soy” (Éxodo 3:14), es
decir, “soy el ser”, “soy todo lo que es”. Por tanto, el mal es lo
no-existente, lo que no participa del ser, que es divino en todas sus
manifestaciones.
Sin embargo, de esa afirmación suprema de la
divinidad proceden todos los terrores. Si el bien equivale a todo lo que es, el
mal queda representado en toda inexistencia: la nada. Y si el hombre fue creado
precisamente de la nada (ex nihilo), procede entonces del aterrador
vacío que se llama el mal: éste le es esencial por origen. Y aquí yace lo más
abrumador del problema: el sentido. Todo sentido refiere a lo que es, y por
ello la nada carece de sentido (al menos humano). Por tanto, buscar sentido al
mal es la mayor contradicción imaginable, puesto que todo sentido que se le
encuentre lo vuelve existencia, presencia, y por tanto no lo atrapa. Buscar sentido
al mal convierte al “No” en “Sí”. De ahí que Bataille exclamara que es falso cualquier
mal que responde a algún “sentido”, sea propósito, ganancia o placer. Para este
autor, el único verdadero mal, en su pureza, es el gratuito, el que carece de
finalidad alguna: destruir por destruir, hacer el mal “porque sí”. Pero como el
“sí” es ya una afirmación, entonces deberá decirse “porque no”. Mas incluso el
“no” es una afirmación si se encuentra en una frase afirmativa, y entonces la
frase debe colocarse entre signos de interrogación: “¿por qué no?”. Cuántos
representantes del mal han respondido con esa pregunta aterradora.
*
Bibliografía
Rowan A. Greer y
Hans Urs Von Balthasar (eds.): Origen: an exortation to martyrdom, prayer,
and selected works by Origen, Paulist Press, Mahwah (NJ), 1979.
Pseudo Dionysius:
“The divine names”, en The complete works, Paulist Press (Classics of
western spirituality), Mahwah (NJ), 1987. Eds.: Paul Rorem, Jean Leclercq y Karlfried Froehlich.
[Pseudo-Dionisio Areopagita: “Los nombres de Dios”, en Obras completas,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1990.]
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 5 de marzo de 2015
Pluralidad del dolor
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DGD: Redes 3 (clonografía), 2008 |
El gran problema que permanece es a la vez
físico, moral y metafísico: el sufrimiento. Los estudiosos más o menos laicos
piensan que ningún dolor es causado por las inevitables limitaciones de la
naturaleza, aunque al afirmar esto se ven obligados a excluir un enorme
sufrimiento, el de los animales (impuesto ante todo por el hombre), e incluso
pasan por alto otras penurias que se dan en una esfera más ajena a la
percepción humana pero no por ello inexistentes, como la muy concreta
posibilidad de dolor en las esferas vegetal y mineral. En todo caso, estos
pensadores aseveran que esa aflicción sólo puede llamarse “mal” por analogía, y
en un sentido muy diferente de aquel según el cual ese término se aplica a la
experiencia del hombre. Esto resulta interesante, puesto que entonces el
término “metafísico”, de forma paradójica, se debería entender como sólo
funcional en la esfera humana, y esto sólo porque los metafísicos son humanos y
porque aún no contamos con una metafísica de origen animal, vegetal o mineral,
como ha soñado alguna vez la ciencia-ficción (el máximo ejemplo es sin duda un relato de Ursula K. Le Guin de hermoso y
largo título: “El
autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la sociedad de
zoolingüistas”).
Lo metafísico en esta tercera categoría de mal
brota sólo a posteriori. En una de sus cartas a Leibniz, el filósofo
Samuel Clarke supone que el desorden de la naturaleza es aparente, puesto que
forma parte de un plan definido y satisface a las intenciones del Creador del
universo; por lo tanto, debe contemplarse como una “perfección relativa” en
lugar de una imperfección. Para Clarke y otros filósofos, decir que hay un
“mal” en la naturaleza es una mera analogía, y cuando lo decimos estamos
transfiriendo a los objetos irracionales los ideales subjetivos y las
aspiraciones de la inteligencia humana. Existe, pues, un cinismo y hasta una
forma extrema de la soberbia cuando sólo se reconoce existencia al sufrimiento
humano y se deja fuera (por “falta de información fidedigna”) al de otros
reinos de la creación, en todo caso equiparando el dolor de los animales, vegetales
o minerales al rango de los objetos inanimados, mecánica que a nivel metafísico
proviene de la orgullosa negación de alma a todo lo que no es humano. La
preocupación por el dolor de lo otro
se llega a calificar como un “error de antropomorfización surgido de mentes
primitivas”, y doctrinas como la del karma o la metempsicosis son descartadas
como prerrogativa de las “eras oscuras”.
A lo más que se ha llegado en este terreno es a
la suposición de Teófilo, obispo de Antioquia (s. II), acerca de que el sufrimiento
animal (este autor no hace ninguna mención del vegetal y aún menos del
mineral), junto con muchas de las imperfecciones de la naturaleza inanimada, se
debe a la caída del hombre, “parte central de la creación” a cuyo bienestar
están ligados los destinos del resto de las criaturas. Siguiendo a santo Tomás,
Descartes (fielmente continuado por Malebranche) exclamó que los animales son
meras máquinas, sin sensaciones ni conciencia. Por su parte, Leibniz concede
sensaciones a los animales, pero considera que la mera auto-percepción, si no
va acompañada por la reflexión, no puede causar ni dolor ni placer, y en todo
caso coloca al placer y al dolor animales en el mismo “bajo nivel” de los actos
reflejos en el hombre. Si el mal es sufrimiento, el ser humano sólo es
responsable del que se inflige a sí mismo y a sus “semejantes”. Según esta
visión, los seres y criaturas “sin alma” (o “sin razón”) pueden ser
exterminados sin culpa porque son máquinas, viven en el más elemental de los
estados y carecen de conciencia (o de “alma”). Las religiones e ideologías mayoritarias
aprovechan este “apoyo filosófico” para que la “producción de bienes” continúe
y tengan la conciencia tranquila el ganadero que cría animales para la matanza,
el matancero en los rastros y el ciudadano que se alimenta del sistemático
exterminio.
Los autores medievales sostienen que “ser y bien
son lo mismo”; así, el mal consiste en el no-ser, en la negación o carencia de
ser. El mal puede ser una ausencia, pero el dolor, que es la prueba o medida del
mal físico, tiene sin duda una existencia positiva. ¿Cómo conciliar el hecho de
que el mal sea ausencia pero su principal manifestación, el dolor, sea una
presencia? En 1972 la homilía del Papa Paulo VI lo reconocía: “El mal no es ya
sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido
y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”. Los filósofos aceptan
el dolor, aunque le conceden carácter de “puramente subjetivo en tanto
sensación o emoción”; pero ¿es en verdad “subjetivo” el inmenso sufrimiento que
revela el planeta humano? ¿La medida de la ausencia (lo que falta en el mundo)
puede advertirse en la devastadora medida de la presencia (lo que hay en el
mundo)?
Esta es la liga con la moral y la religión: la
acción perversa de la voluntad, de la que depende el mal moral, es más que una
mera negación: no sólo rechaza a la acción correcta (lo que implica al elemento
positivo de la elección en estado de pasividad), sino que emprende una acción
incorrecta (que depende del libre albedrío). Evidentemente, las tres categorías
de mal están íntimamente conectadas y sólo se diferencian en sus graduaciones y
manifestaciones: el mal físico, el moral (social) y el metafísico se suman en
una inmensa ausencia que en la práctica es siempre entendida como privación.
Un despojo, además, cruel y prepotente: Dios no dio a sus seres favoritos todo
lo que podía haberles concedido. En el fondo, el ser humano no se siente el
favorito, y sabe muy bien que el título honorario de “parte central de la
creación” se lo ha otorgado él mismo.
Por lo pronto, el hombre es inferior a todos los
seres a los que él llama “inferiores”, como los animales, puesto que ellos
desconocen la muerte y no viven, como él, angustiados por esa y todas las demás
negaciones-despojos. ¿De qué sirve esa conciencia que le dio el Creador, si es
conciencia del exterminio, del sufrimiento y de la propia ausencia de Dios?
¿Qué sentido tiene haberle dado un libre albedrío, si éste funciona exactamente
como se suponía que debía hacerlo, es decir eligiendo al mal como la única
respuesta a la incomprensible privación que perpetró la divinidad contra sus
“criaturas más amadas”? El mal parece en efecto la única respuesta: el absurdo
máximo contra el absurdo supremo.
De toda esta maraña se desprende que sólo el mal
moral —y algunas formas del mal físico, como la enfermedad— se halla bajo el
control del hombre; éste puede elegir entre respetar los preceptos de un código
moral o desviarse de él —o puede en alguna medida evitar o curar ciertas
enfermedades—, pero quedan “fuera de sus manos” tanto la mayoría de las
manifestaciones del mal físico como todo el mal metafísico. Sea cual sea la
escuela de pensamiento que define al mal, queda claro que el factor humano de
elección es mínimo. El hombre parece un mero juguete del mal, y ni siquiera
acierta a definirlo. Porque en el fondo todo hombre comparte la exclamación de
Camus en La peste (1947): “Yo despreciaría hasta la muerte el amar a una
creación en la que los niños son torturados”. Y con mayor resonancia aún,
Adorno escribe: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos que ver
en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una
injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de
un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”.
*
Bibliografía
Ursula K. Le Guin:
“The author of the acacia seeds and other extracts from the journal of the
Association of Therolinguistics”, en The compass rose, Harper & Row,
Nueva York, 1982. [“El autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de
la sociedad de zoolingüistas”, en La rosa de los vientos, Edhasa,
Barcelona, 1987.]
Roger Ariew (ed.): G.W.
Leibniz and Samuel Clarke. Correspondence, Hackett, Indianapolis, 2000.
Teófilo de
Antioquia: Ad Autolycum [A Autólico], Oxford University Press
(Oxford early Christian texts series), 1970. Ed.: Robert M. Grant.
Theodor W. Adorno: Negative
dialectics (1966), Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970. [Dialéctica
negativa, Madrid, 1975.]
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