domingo, 15 de mayo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (séptima parte)

DGD: Textil 62 (clonografía), 2009

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Sí, hay más utopistas entre los piantados que entre los cronopios. Los piantados sueñan al margen de la modernidad, mientras que los cronopios saben muy bien que la modernidad equivale a un desgarramiento, y lo que hacen es salvaguardar sus mundos respectivos, su alegría lúdica y su libertad creativa; están conscientes, y ello hace más intensa su lucha por conservar la inocencia. Los piantados no saben que están en el margen ni que no pertenecen a la modernidad que los ha exiliado: ellos sueñan, y más exacto sería decir que mantienen vivo un antiguo sueño. Esta es la razón profunda de que a Cortázar interesaran tanto las utopías de los piantados, y de que diera tanto espacio en Rayuela a La luz de la paz del mundo de Ceferino Piriz. En un texto llamado “Paseo entre las jaulas”, Cortázar afirma: “hay encuentros que rozan potencias fuera de toda nomenclatura, que quizá no merecemos todavía”. Acaso la experiencia de los piantados es eso precisamente: merecer esos encuentros, sin que les preocupe cómo o por qué, y quizás aún menos el hecho de que los merecen por nosotros.

En otro texto (“Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla”) Cortázar desentraña —y asume— la relación entre cronopios y piantados:


Mi dulce Francia es un país de piantados descomunales, como lo demostró Raymond Queneau en Les enfants du limon, pero Bélgica es todavía peor y lo proclamo con el orgullo de haber nacido en Bruselas. Apena sin embargo comprobar que el número de piantados aprovechables para la cultura sigue por debajo del de los cibernéticos y/o estructuralistas, y por eso nos toca a los cronopios dar a conocer la labor de todo piantado sobresaliente que vayamos vislumbrando, máxime cuando ellos no hacen gran cosa por manifestarse salvo que sean muy mediocres, en cuyo caso apenas se diferencian de los cuerdos.
Los piantados sueñan utopías, y para ello hacen clasificaciones del mundo que nos suenan delirantes y risibles. Pero ¿no es verdad que suenan así sólo al compararlas con la utopía oficial que rige al mundo por medio de una férrea clasificación? Porque la modernidad tiene su utopía: habla sin cesar de evolución, de desarrollo, de progreso, de una inminencia del estado ideal de justicia social, derecho e igualdad, y al mismo tiempo se ríe de cualquier otra utopía alternativa (y cuando no ríe, la reprime sin miramientos) y no acepta sino una sola realidad: la del fracaso humano.

La modernidad, en efecto, es un desgarramiento. Camina con enorme orgullo y a toda prisa hacia la culminación de una utopía oficial en la que a todas luces no cree. Se vale hipócritamente del deseo de los individuos, de su necesidad de trascendencia, de su voluntad de crecimiento, para hacerlos ir, pero sólo le importa el transcurso ciego, y minuciosamente se desentiende del hecho de que la forma de ese transcurso niega cada vez más a la supuesta meta.

Los media nos enseñan que sólo hay sentido en ser moderno y nosotros lo aceptamos con algo que sólo puede llamarse fe: la fe de quien necesita metas que justifiquen el transcurso hacia ellas. A la vez, en el fondo a nadie pasa desapercibido que ser moderno es saber, con la tristeza de quien se enfrenta a lo innegable e inevitable (a wiser and a sadder man), que lo humano es un fracaso, que toda utopía es pueril y que el hombre nunca podrá levantarse de la rapiña y la devastación. ¿Cómo es posible conciliar progreso incesante con fracaso anticipado, el rutinario optimismo de los medios con el rabioso pesimismo de los intelectuales?, ¿cómo es posible vivir en el desgarramiento resultante de ese intento de conciliación? Y sin embargo el mundo moderno lo hace minuto a minuto, manipulando nuestra fe: creemos en la superación, el crecimiento y el avance hacia una gloriosa meta prometida; aceptamos que sólo hay un camino para llegar ahí, y que es el del neoliberalismo, la tecnología y las economías de mercado; y al mismo tiempo, por todos lados la intelligentzia nos dice que toda superación, crecimiento y avance son ilusorios y hasta ridículos. Y mientras todo esto sucede, los piantados sueñan, instalados en sus mundos simultáneos.

A principios del siglo XX pocas fueron las voces que cuestionaron el progreso y su carácter ilimitado, omnipresente y necesario. Una de ellas fue la de Charles Baudelaire en “El pintor de la vida moderna”:



Queda aún un error muy a la moda, del que quiero protegerme como del infierno. Me estoy refiriendo a la idea de progreso. Ese fanal oscuro, invención del filosofismo actual, patentado de garantía de la Naturaleza o de la Divinidad, esa linterna moderna arroja tinieblas sobre los objetos del conocimiento; la libertad se desvanece, el castigo desaparece. Quien quiera ver claro en la historia debe ante todo apagar ese pérfido fanal. Esta idea grotesca, que ha florecido en el podrido terreno de la fatuidad moderna, ha descargado a todos de su deber, liberado a cada alma de su responsabilidad, liberado a la voluntad de todos los vínculos que le imponía el amor de lo bello; y de durar mucho tiempo esta lastimosa locura, las razas menoscabadas se dormirán sobre la almohada de la fatalidad en el sueño senil de la decrepitud.


Este engreimiento es el diagnóstico de una decadencia en exceso visible. Pregunten a todo buen francés que lee todos los días su periódico en su cafetín lo que entiende por progreso: responderá que es el vapor, la electricidad y la iluminación a gas, milagros desconocidos para los romanos, y que estos descubrimientos testimonian plenamente nuestra superioridad sobre los antiguos; ¡tantas nieblas han hecho en ese infortunado cerebro y de tal manera se han confundido curiosamente las cosas del orden material y del orden espiritual! El pobre hombre está de tal modo americanizado por sus filósofos zoócratas e industriales que ha perdido la noción de las diferencias que caracterizan a los fenómenos del mundo físico y del mundo moral, de lo natural y de lo sobrenatural.
Estas palabras son tan vigentes para la modernidad de Baudelaire como para todas las que han sobrevenido desde entonces: basta actualizar las referencias tecnológicas de su texto. (Hay que hablar de modernidades, en plural, del mismo modo en que se habla de generaciones; pluralizar es un primer conjuro contra “la” modernidad que, contradictoria y desgarradoramente, se quiere eterna e inmutable, culminación de los tiempos, resultado egregio de las épocas anteriores, revancha contra un pasado que no era sino el vulgar pretexto para que ella existiera en su deslumbrante exquisitez.)

Baudelaire concluye:


Si una nación entiende hoy la cuestión moral en un sentido más delicado de lo que se entendía en el siglo precedente, hay progreso; eso está claro. Si un artista produce este año una obra que demuestra mayor saber o fuerza imaginativa de la demostrada el año pasado, es indudable que ha progresado. Si los productos son ahora de mejor calidad y más baratos que antes, en el orden material es un progreso incontestable. Pero ¿en dónde está, por favor, la garantía del progreso para el mañana? Pues los discípulos de los filósofos del vapor y de las cerillas químicas lo entienden así: el progreso sólo se les aparece bajo la forma de una serie indefinida. ¿En dónde está la garantía? No existe, digo yo, más que en su credulidad y en su fatuidad.


Dejo de lado la cuestión de saber si, fragilizando a la humanidad en proporción a los nuevos goces que le aporta, el progreso indefinido no sería su más ingeniosa y cruel tortura; si, procediendo por una porfiada negación de sí mismo, no sería un modo de suicidio incesantemente renovado, y si, encerrado en el círculo del fuego de su lógica divina, no se parecería al escorpión que se atraviesa a sí mismo con su terrible cola, ese eterno desideratum que produce su eterna desesperación.

A cada paso que da la modernidad hacia su meta anunciada, ésta se aleja, como en los malos sueños. Lo que le importa es ir, rauda y confiadamente, aunque a cada paso se recrudecen la injusticia social, la intolerancia y la irracionalidad. Y sin embargo, hay quien sigue soñando, pese a todas las advertencias en contra y a las sangrientas burlas que esa actitud despierta a su alrededor. La presencia de esos obcecados soñadores denuncia, en primerísimo lugar, la infinita falsedad de ese fracaso ontológico que es en lo único que la modernidad acepta creer.

*




1 comentario:

Nicolás Ricci dijo...

Buenas. Este arduo ensayo me está gustando y -además- enseñando.

Hace poco comencé un nuevo blog, al que te invito, con esta curiosidad: te cité.

http://loslibrosdespiertan.blogspot.com/

Un abrazo.