Cuando unos ojos, sean de humanos o de animales, se posan en los míos, siento de inmediato que una conciencia se está poniendo en contacto con la mía. Me sucede incluso con los animales diminutos cuyos ojos no puedo percibir, como esas arañas recién nacidas de las que cabrían veinte en una de mis uñas. Me sucede incluso cuando miro fotografías, en los casos en que los ojos del modelo —de nuevo, trátese de humano o de animal— sean claramente perceptibles. Pero también me sucede frente a un árbol. Es cierto que no se trata del mismo contacto, y sin embargo, aunque siento que el árbol está absorto en sus cosas, también experimento la inequívoca sensación de que, de alguna manera, está consciente de mí. Lo mismo, aunque de manera un poco más lejana, un poco menos perceptible por mis sentidos, me sucede con el mundo mineral: una gran roca, por ejemplo, o una montaña. Jamás he podido convencerme de que un paisaje, un panorama, un horizonte —el mar, por ejemplo— se hallan por completo indiferentes respecto a mi mirada. ¿El ser humano está aislado en su conciencia, como extremo de una escala, y esa conciencia se va abriendo y queda menos aislada a medida que en la escala se pasa de lo humano a lo animal, a lo vegetal y a lo mineral? ¿Qué sucede realmente en una sola mirada, sea de quien sea hacia quien sea? (Me resisto a decir “de lo que sea a lo que sea” porque la mirada ofrece un inmediato carácter de quién y no de qué, aunque nunca estaremos seguros de que no existe una forma de conciencia incluso en los “objetos”, a los que se la negamos por pura soberbia.) ¿Lo que sucede en todos los casos es que la gran conciencia se pone en contacto con ella misma? ¿Son los ojos la parte más especializada, pero ni con mucho la única, que tiene el mundo para ahondar la conciencia de sí?
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[Fragmento de Alteroscopio (Cuaderno de lectura sobre metáfora y visión), de próxima aparición por La Cabra Ediciones.]
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