viernes, 6 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVI: Apuntes finales 7)


DGD: Textil 125 (clonografía), 2010

(XXXVI) Apuntes finales 7

En Essence of Life (2002), documental de Greg Carson sobre Koyaanisqatsi (1983) de Godfrey Reggio, este último habla de sus intenciones en la célebre trilogía Qatsi:

Lo que trato de mostrar es que en la actualidad el suceso principal no es visto por los que vivimos dentro de él. Vemos la superficie en los periódicos —la obviedad del conflicto, la injusticia social, los avatares del mercado y la cultura—, pero el suceso principal, acaso el más importante de toda la historia, pasa fundamentalmente desapercibido, y no hay nada en el pasado comparable a este suceso. ¿Cuál es tal suceso? Es la tecnología, que ha sustituido a la naturaleza como ambiente y anfitrión de la vida humana. La tecnología de masas es ahora todo ambiente y todo anfitrión de lo humano. Así pues, mis películas no tratan de los efectos de la tecnología o de la industria sobre la gente, sino que tratan de decir que todo —política, educación, economía, lenguaje, cultura, religión—, y me refiero a todo, existe dentro de un único ambiente: el de la tecnología. Mis películas no hablan del efecto de algo exterior a nosotros, sino de algo dentro de lo cual existimos. No es que usemos a la tecnología: la vivimos. La tecnología se ha vuelto tan ubicua como el aire que respiramos, de tal manera que ya no somos conscientes de su presencia. En estas películas quise romper la usual fachada del cine tradicional (los actores, las caracterizaciones, el argumento) para concentrarme en el telón de fondo, y moverlo al primer plano, convertirlo en el protagonista y ennoblecerlo con las virtudes del arte del retrato para volverlo presencia.

Para Reggio un modo de vida verdaderamente tradicional (la naturaleza como el fundamental anfitrión y ambiente de la vida humana) ha sido sustituido por el modo “tradicional” (la tecnología), que ya ni siquiera es “modo” porque no tiene alternativas: es tan exclusivo y totalitario que deja de notarse, puesto que no tiene nada con qué ser comparado. Es la única “presencia”, y su estar presente se basa en convertir en ausencias a todas las posibles opciones: una conquista. El único lenguaje que la modernidad habla es el de la tecnología, aun cuando hable de temas que parecerían ajenos a lo tecnológico (tiempo, verdad, belleza, sentido...). Cuando se habla de “conquistas” amorosas o de “conquistas” de la ciencia, no son el lenguaje amoroso o el científico los que hablan: es el lenguaje del poder. El poder quiere erigirse en tradición, a toda costa, cueste lo que cueste.

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Ya ni siquiera puede decirse que la vida está “inmersa” en la tecnología, sino que se ha logrado que ésta sea la vida misma. Cuando se dice “modo de vida” se implican otros modos posibles, así sea en mera teoría; hay algo realmente diabólico cuando la frase “modo de vida” es sustituido por “vida”. Decir inadvertidamente tecnología cuando se quiere decir vida es sin duda la máxima rapiña. Ello significa que si la tecnología tiene alguna verdad, es la que ha robado a la vida misma.

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La gran ciencia-ficción especulativa del siglo XX no arrojó otra advertencia que la de ese robo, ¿y qué sucedió? Que hacia los años ochenta fue acallada por el arribo aplastante de la corriente cyberpunk, que eliminó a toda otra posible forma de la ciencia-ficción. Ésta dejó, pues, de ser especulativa y se volvió una enésima forma del canto a la tecnología y a la vez de regodeo en la degradación, la deshumanización y la rapiña como tales, ya ni siquiera bajo el pretexto de la “purga moral”. (Revísese la línea recta que va de Blade Runner a Elysium.)

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Tomás Segovia intenta una pertinente matización cuando afirma que “Nuestros padres los románticos no querían destruir el oficio, sino vivificarlo: volver a hacer que la técnica pasara por el cuerpo, por la carne, por el tiempo real y por la oscuridad del individuo concreto. La frontera entre lo que se quiere cambiar y lo que se quiere suprimir ha sido siempre escurridiza”.
          Aún más contundente es este párrafo en que el propio Segovia denuncia la estandarización de la ruptura: “La insistencia publicitaria en que los productos de consumo vendidos en masa distinguen individualmente a cada consumidor nos ha enseñado que querer ser ‘diferente como todo el mundo’ es la manera más estúpida de dejarse robar la iniciativa; del mismo modo, la multiplicación de la originalidad y la masificación de la rebeldía nos ha hecho a todos rutinarios y sumisos”.

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En Vida y obras de don Diego Velázquez (Madrid, 1899), Jacinto Octavio Picón dice: “Por grandes que sean las condiciones intelectuales o la habilidad técnica de un hombre, ninguno puede erigirse conscientemente en reformador, porque no es dado a un individuo sobreponerse a lo presente, mucho menos en manifestaciones tan personales y libres como las artísticas”. Las voces más modernas son las que más lejos están de la modernidad, a siglos de distancia.

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En El tiempo en los brazos, Segovia observa: “Lo que tiene de malo lo libresco es que al remitirnos constantemente a la cultura anterior parece dar más valor a esa cultura como tal que a su aplicación viva. La cultura anterior no debe ser rechazada, pero sólo debe usarse en cuanto aplicación viva, sólo en cuanto asimilada y transfigurada ya en sensibilidad del mundo”. Quienes dan valor a la cultura como tal (críticos, historiadores, académicos) se dejan engañar y acaban por hacerse siervos de la Historia. Es a esto a lo que tradicionalmente se llama “tradición”: a conducirnos una y otra vez al mundo puramente histórico como a un museo (o mejor dicho, a un mausoleo) en donde nada se toca con las manos desnudas, lo cual significa abrir aún más el abismo que nos separa del pasado, traicionar a la verdadera tradición.
          La misión de la poesía y del arte modernos —insiste Segovia—, es la aplicación viva del pretérito en el presente, con lo cual se nos restituye a la naturaleza y a nuestra naturaleza. La única ruptura que no transige con el poder es aquella que se vuelve contra la “tradición” y la despoja de esas comillas con objeto de fertilizar el desierto en el que vivimos (el mundo histórico). La verdadera tradición no es otra cosa que el agua viva y natural, indispensable para la vida.

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En El pabellón de la hiedra (1880) Stevenson reflexiona acerca de “las imperiosas circunstancias que dirigen a los designios humanos y que a veces y sobre todo, según los caracteres, casi excluyen el libre albedrío”. Apenas se revisa la teología con este enfoque específico, resulta evidente que el libre albedrío es el gran tema de todo discurso teológico. Las imperiosas circunstancias de las que habla Stevenson pueden ser, sí, en un nivel, el misterio mismo, pero en otro bien pueden ser vistas con un ligero cambio semántico: las circunstancias imperiosas, es decir, aquellas que todo imperio impone para que el poder prospere. Y éste prospera en la medida en que los seres humanos tengan un libre albedrío; porque ¿qué otra condición es necesaria para que el poder y el estado del mundo sean elegidos por aquellos que son las víctimas del poder y que sufren el estado del mundo? Y para que esto suceda, el poder debe primero erigirse en tradición, succionar toda vida de la historia y volver modernísimos a los habitantes de cada modernidad (por medio de la tecnología), mantenerlos ávidos de cambios y novedades para que nada fundamental cambie jamás.



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