sábado, 16 de marzo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (X: Contradicción y autoridad)


DGD: Redes 175 (clonografía), 2012

(X) Contradicción y autoridad

A diferencia de la ambigüedad, la incertidumbre y la paradoja, la contradicción no puede ser fácilmente ignorada; por su notoriedad, basta para desbaratar cualquier discurso y por eso es muy temida. Se sobrentiende que quien dice “blanco” ha de permanecer ahí, y que si de pronto dice “negro” tendrá que justificarse a satisfacción de todos sus escuchas. O mejor dicho, a conveniencia de quienes lo escuchan, porque suele ser también la conveniencia la que suele dictarle cuándo decir “blanco” y cuándo “negro”.

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De los cuatro jinetes del Apocalipsis, contradicción, ambigüedad, incertidumbre y paradoja, el primero es el que más ha sido manipulado por el discurso de la conveniencia.
          Todos nos contradecimos continua y cotidianamente, en general de maneras significativas, pero a la vez no toleramos la menor contradicción en los otros. Parecemos actuar bajo la certeza del que el mundo es ordenado, lineal, coherente y unívoco... excepto para nosotros mismos. Encontramos la manera de convivir con nuestras propias contradicciones, siempre y cuando éstas no sean percibidas sino por nosotros (y a veces encontramos la manera de no percibirlas).

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Los políticos son los únicos que se contradicen abiertamente, pero lo hacen de una manera muy curiosa. No se considera contradictorio que digan una cosa y hagan la contraria, puesto que la contradicción es notable socialmente sólo entre dos cosas que se dicen (a veces, raramente, entre dos cosas que se hacen). Así, los políticos se esfuerzan en mantener un discurso verbal sin fisuras, seguros de que la contradicción entre lo que dicen y lo que hacen es “menor”. Lo que temen, como todo occidental, es ser pescados en una contradicción “mayor”, es decir, entre dos declaraciones verbales.

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Ni siquiera se considera “mayor” la contradicción que implica el prometer algo y no cumplirlo. Y en efecto, la sociedad tolera de ese modo a “la política”; la corrupción sólo se reprueba y critica cuando está basada en contradicciones “mayores”, no en las “menores”, aunque ambas sean evidentes.

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La manipulación se efectúa casi siempre en términos burdos, pero hay usos lúcidos de la contradicción. Conocido es el rigor crítico de Jorge Luis Borges respecto a la calidad literaria; así, difícilmente puede encontrarse en su obra y en sus abundantes entrevistas un elogio a alguno de sus contemporáneos: casi ninguno le parece lo suficientemente bueno. (Subtexto: la literatura es una tradición compleja y exigente y apenas hay una que otra ruptura que consiga igualar a esa complejidad y a esa exigencia. Corolario: sólo hay tradición.) Y entonces leemos en uno de sus cuentos: “La buena literatura es harto frecuente y apenas hay diálogo callejero que no la logre”. (Subtexto: la literatura es ruptura constante de sí misma y toda ruptura es válida. Corolario: sólo hay ruptura.)

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Es este un uso subversivo de la contradicción, en la que Borges era un maestro consumado. En la contraposición, ambas posturas se vuelven convulsivas. La primera tiende a elevar el nivel de exigencia de los escritores contemporáneos a Borges, a hacerles ver que lo que ellos consideran “alto” y “arriesgado” en sus propuestas personales no es sino medianía y conformismo.
          La segunda postura, aún más escandalosa, ahonda esa crítica: muestra que las metas y revueltas personales de las que hablan los escritores del “medio” con solemnidad y orgullo, son ante todo histriónicas y convencionales, y exclama que las verdaderas metas están en otra parte.
          Cuando se consideran desapasionadamente las dos posturas borgesianas y su aparente contradicción diametral, queda muy claro un oportuno ajuste de cuentas dirigido a los artistas que aprenden a jugar el juego del “medio cultural”, es decir, a graduar sus propias contradicciones no a través de un verdadero internamiento en la conciencia, sino en la conveniencia.

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El discurso de la conveniencia rige a la humanidad en todos los círculos concéntricos, a tal grado de imbricación que no se sabe si la colectividad es una suma de los más irrefrenables resortes individuales (la baja pasión), o si es el individuo quien aprende a construirse según el modo en que actúan las colectividades. La gallina y el huevo.

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Porque hasta la contradicción es usada por la conveniencia. Y cuando ya no parece haber salidas ingeniosas o dignas, queda el último recurso: citar al Whitman de Song of Myself, “Sí, me contradigo, ¿y qué? Soy inmenso y contengo multitudes”. Todo pensamiento está abierto a ser usado en cualquier contexto, pero el uso de estos versos es en sí contradictorio, puesto que quien los cita no busca realmente la pluralidad sino la autoridad de un poeta reconocido. La exclamación de Whitman, que nació como ruptura, es convertida en tradición (táctica retórica para desactivar la acusación de ser contradictorio).

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Curiosas maniobras laberínticas: el artista heterodoxo no puede apoyarse en algo heterodoxo cuando polemiza con interlocutores ortodoxos, así que convierte en ortodoxo a ese “algo en qué apoyarse” (por ejemplo la cita de Whitman) para tener autoridad en el transcurso de la polémica. La ruptura es, por “definición”, una revuelta contra la autoridad, mas para ser notoria o distintiva, para ser tomada en serio, requiere al menos alguna forma de la autoridad. Desde este instante el irruptor se halla en contradicción: ¿podrá distinguir una autoridad (la que necesita) de la otra (aquella contra la que se vuelve) y mantenerlas separadas? Para diferenciarse, se ha igualado; para legitimarse, se ha deslegitimizado. Ha convertido a la ruptura en lugar común, en recurso de la modernidad, en parte del discurso de la conveniencia.




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