martes, 5 de marzo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (IX: El péndulo detenido)


DGD: Textiles-Serie roja 30 (clonografía), 2012

(IX) El péndulo detenido

El eminente Johan Huizinga, en El concepto de la historia (1946), afirma:

El realismo acompaña durante un trecho a la gran renovación de la cultura occidental en sus primeros momentos, y en seguida parecen perderse sus huellas y esfumarse su importancia. [...] Y lo mismo ocurre con el arte: para permanecer vivo, necesita retornar de vez en cuando a la naturaleza, retorno al que en nuestro lenguaje cotidiano damos el nombre de realismo. Este realismo, después de desplegarse, vuelve a disolverse por regla general para fecundar con nueva vida precisamente a aquellas tendencias en contraposición con las cuales apareció. El nuevo simbolismo, la nueva ideografía, el tipismo o la estilización resurgidos reciben casi siempre su fuerza de la firmeza con que se sientan enraizados en un realismo precedente. Así acontece con el Renacimiento y así acontece también con el barroco, con el clasicismo y con el romanticismo.

          Según esta visión, el realismo y la fantasía se intercambian en un gran ciclo, cada uno a su turno como una forma de equilibrar la tendencia de una época determinada. Si a la mentalidad dominante en un cierto momento histórico puede llamársele tradición, y a la corriente compensatoria, ruptura, queda claro que ambos términos tienen una vigencia periódica: el realismo aparece como ruptura para conjurar épocas en las que hay un exceso de abstracción o de idealismo, y la fantasía surge como ruptura para compensar a una época en la que se presenta un exceso de concreciones o de materialismo.
          Sin embargo, ¿qué sucede cuando este ciclo (que también puede verse como un vaivén, un ir y venir entre dos polos, clasicismo y romanticismo) se paraliza y sólo uno de los polos permanece fijo en su estadio de mayor exceso, sin que se presente su opuesto para conjurarlo y así re-equilibrar a la psique colectiva? Esto es evidentemente lo que ocurre en el panorama contemporáneo, y es algo que no puede sino llamarse manipulación. El gran ciclo, cuyo nombre es equilibrio, con su movimiento de péndulo y sus conjuros necesarios a cada tanto, fue congelado a través de una muy hábil manipulación estratégica, que consiste en tomar una parte suya y convertirla en la apariencia de su contrario, del mismo modo en que, por ejemplo, en Estados Unidos la izquierda real ha desaparecido; ya no hay sino derecha. Las nuevas generaciones estadounidenses, desligadas de su pasado, ya no conocen sino a dos “contrincantes”: una derecha moderada y una derecha extrema. En otras palabras: la “tradición” ha eliminado a la verdadera ruptura y la ha sustituido por una “ruptura tradicional”, convencional, que sólo produce la apariencia de una dialéctica.

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La ciencia aporta otra imagen a la metáfora del péndulo: el gran ciclo universal que va del Big Bang al Big Crunch y de vuelta al Big Bang. La Gran Explosión (o Big Bang) comienza en un único punto de energía de densidad infinita que estalla y se expande hasta que, a la vuelta los eones, en un cierto momento empieza a frenar, se detiene y da comienzo el proceso inverso (conocido como Big Bounce o Gran Rebote): los elementos que conforman al universo se acercan hasta volver al punto original en la Gran Implosión (o Gran Colapso o Big Crunch). Sin embargo, esta teoría cosmológica de un universo oscilatorio o cíclico, que se impuso en el siglo XX, se ha descartado hoy a favor de un modelo del universo en expansión permanente (la teoría del Big Rip o Big Freeze, término este último que corresponde, asombrosamente, a Gran Congelación). A nivel metafórico, aquí también el péndulo ha sido congelado: la teoría de una expansión permanente conviene más a un paradigma en el que también el poder se expande sin fin.

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La tesis de una manipulación del tótem originario no está enunciada como tal, pero apuntes de ella aparecen por todas partes, con nombres distintos y, sin embargo, la misma sospecha central. Algunos autores ubican ese punto de desvío en la decadencia de Grecia y Roma; otros la intuyen hacia el final del Renacimiento; no falta tampoco quien sugiera que nace con el hombre mismo o que el propio tótem ya tenía en sí el germen de su propia desviación. Sin embargo, el quién que fuera el causante directo de esa manipulación es una y otra vez el aparato de poder (expuesto por el resultado invariable de la eficiente pregunta detectivesca “¿a quién beneficia?”). De todos los intentos por ubicar el cuándo, uno parece el menos descaminado: aquel que afirma que muy bien puede localizarse a mediados del siglo XIX, en el reacomodo de las economías de libre circulación para erigir a una sola, controlada por unas cuantas manos que son las causantes directas de la revolución industrial.

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Desde la revolución industrial, el realismo ha sido el paradigma dominante; los esporádicos brotes de fantasía profunda y de imaginación imprevisible han sido sofocados bajo distintas impugnaciones: escapistas, ingenuos, retrógrados, e incluso, cuando ciertos artistas inclasificables logran hacerse oír y alcanzan impulsos significativos, se les aísla de la atención colectiva o se les asfixia por medio del arma estratégica más poderosa: una clasificación ad hoc (extravagancia, espectáculo, bufonería...) cuya finalidad es que el público sobreentienda que lo que hacen o dicen estos artistas no tiene nada que ver con la “vida real”. Detenido el péndulo, la fantasía a la que la actualidad acepta (y eso a regañadientes) no es más que realismo moderado.

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—La idea de un péndulo —dice un partidario del neoliberalismo— es esquemática.
          —Hay esquemas —podría respondérsele— que no parecen molestarte tanto, como el ciclo día-noche.
          —Pero la cultura no puede ser vista como la naturaleza. De ninguna manera pueden compararse porque no están en el mismo nivel. La naturaleza es la base elemental desde la que el hombre se ha levantado gracias a la razón y al lenguaje.
          En este argumento puede verse uno de los resultados de la industrialización de la psique: considerar a la naturaleza como algo radicalmente distinto de la cultura (o civilización), como si quienes hacen la cultura minuto a minuto fueran máquinas, mecanismos autosuficientes y separados por completo del mundo.

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En otras circunstancias, este mismo interlocutor neoliberalista que se indigna ante la insultante simplicidad de la metáfora del péndulo, no dudará en sacar de la naturaleza el mejor “ejemplo” del origen de la agresividad humana, y la más óptima “justificación” de la rapiña y la guerra. Aceptará que él es, fatalmente, un “mono desnudo” y que nada puede hacer contra esa “bestia” que lo habita y lo impulsa a la devastación y la guerra. De ese lenguaje del que se siente tan ufano usará selectivamente las frases que fundamentan su ideología —como “imperativo territorial”— y las palabras que lo mantienen a salvo de la mala conciencia —como “superior” e “inferior”. Así de eficiente es el discurso de la conveniencia.

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Evidentemente, antes de la mitad del siglo XIX hubo intentos de detener el péndulo, de frenar el ciclo, de congelarlo todo en la situación de máximo dominio (es decir, de mayor exceso) ejercido por el materialismo, el realismo, el racionalismo, el positivismo, el darwinismo social (punto de mayor beneficio para el poder dominante). Sin embargo, ninguno de esos intentos había tenido éxito, ninguno había logrado inmovilizar el péndulo como sí sucedió hacia mediados del XIX, cuando esto se logró con tanto éxito que en la actualidad el estado de las cosas sigue exactamente igual —es decir, peor de modernidad en modernidad.

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Es por todo ello que la mayoría de las rupturas suenan tan falsas: es que ya no existe aquel realismo que fecundaba “con nueva vida precisamente a aquellas tendencias en contraposición con las cuales apareció”. Las rupturas ya no tienen ninguna fuerza porque ya no se sienten enraizadas con firmeza en una tradición verdadera.

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Al congelarse ese ciclo, se congelan todos los demás. Así, por ejemplo, lo que en el tótem originario era una aceptación del tiempo, se vuelve una tolerancia, y generalmente a regañadientes. Despojado de su ritmo, de su pulsación, el tiempo ya no es una celebración, sino una purga, una expiación. Los individuos, encerrados en oficinas, salones, fábricas, cubículos muchas veces infrahumanos, experimentan el tiempo como una carga y sólo lo toleran —lo soportan— bajo un sobreentendido: “Ya pasará”. Y se dicen algo parecido en los transcursos de un encierro a otro, y ellos en sí mismos son encierros ambulantes.
          En un entorno en que el ocio está aún más regulado que el trabajo, la vida deja de ser una celebración de sí misma para convertirse en un irla pasando. La comunidad se vuelve muchedumbre: una endogamia metafórica en la que cada quien sólo sabe de unos cuantos —si es que sabe—, más allá de los cuales sólo queda la misma oscuridad yerta que se contempla en el pasado, y por tanto en el futuro.
          En un mundo en que el tiempo es una acumulación de manipulaciones, la vida se parece demasiado a la muerte, porque en el tótem congelado ya no parece haber vida sino sólo dos “opuestos”: muerte activa y muerte pasiva. E incluso esta última parece preferible, puesto que cobra el carácter de única liberación, de ulterior descanso. El ser humano se ha olvidado de vivir.



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