domingo, 25 de enero de 2015

La mutua limitación


DGD: Textiles-Serie blanca 33 (clonografía), 2012

Una cierta concepción teológica afirma: “El mal metafísico no es propiamente mal; no es sino la negación de un bien superior, o la limitación de los seres finitos por otros seres finitos”. Al menos en esto concuerda la definición “laica”, que lo describe como la mutua limitación que se hacen entre sí los componentes del mundo natural. A través de este limitarse unos a otros, los objetos naturales se impiden alcanzar su perfección “ideal”, ya sea por la constante presión de la condición física, o por súbitas catástrofes de la naturaleza. Este es el nivel del Nadie metafísico, pero si se examina bien al Nadie moral/social, no puede sino concluirse que también este nivel se basa en una mutua limitación (“Los límites humanos son las otras personas”, dice aquel refrán que ya prefiguraba el budismo con su sentencia “El hombre está encadenado al hombre”): los miembros de la sociedad se limitan unos a otros, se atajan, se mantienen en la línea media, no permiten que nada destaque ni por encima ni por debajo del promedio. Incluso podría adivinarse una correspondiente auto-limitación en el Nadie físico, cuyos componentes corporales y espirituales asimismo se obstaculizan unos a otros: el hombre social también se autolimita, plenamente convencido de las “barreras biológicas”.

En el nivel del mal metafísico, la “experiencia” indica que los organismos vegetales y animales son influidos de varias maneras por el clima y otras causas; la existencia de los animales predatorios (incluido el hombre) depende de la destrucción de la vida; la naturaleza está sujeta a calamidades y convulsiones, y su orden depende de un sistema de perpetua decadencia y renovación debida a las interacciones de sus partes. En esta instancia, pues, el mal metafísico es una visión “ampliada” de la primera categoría de mal, el físico. Para la ciencia no hay nada metafísico en esta definición: ella lo llama sencillamente entropía, tendencia al caos. La versión religiosa, en cambio, es una versión “ampliada” de la segunda categoría de mal, el moral. El individuo ya no sólo debe preocuparse por su entorno, y es invitado (otros dirán, obligado) por las religiones y sistemas espirituales a entender su vida como inserta en una esfera mayor, incomprensible en sí misma pero de efectos muy concretos en la existencia cotidiana.

Los preceptos religiosos se presentan como aún más estrictos que los laicos (morales/sociales); de la noción de pecado nace la de castigo, que es la sanción divina al incumplimiento de una obligación moral. En este nivel la codificación es abrumadora: el pecado puede ser de comisión (un acto positivo contrario a preceptos prohibitivos) y de omisión (una falta de cumplimiento de lo ordenado, o incluso el deseo de algo incompatible con ese cumplimiento); en cuanto a su “malicia”, se distinguen en pecados de ignorancia, de pasión o de dolencia; en cuanto a las actividades que involucran, en pecados de pensamiento, palabra o hecho; en cuanto su gravedad, en veniales o mortales.

Existen pecados materiales (una acción contraria a la ley divina pero no conocida como tal por el agente, como una persona que toma algo ajeno mientras piensa que es suyo) y formales (el agente libremente trasgrede la ley, ya sea que ésta realmente exista o sólo se crea que existe, por ejemplo si alguien toma lo ajeno en la certeza de que pertenece al prójimo). Hay pecados internos: delectatio morosa (el placer logrado en un pensamiento malvado incluso sin desearlo), gaudium (vivir complacido con los pecados ya cometidos), desiderium (el mero deseo por lo que es pecaminoso). El deseo, pues, está penado como activo; un deseo efficacious incluye la intención deliberada de satisfacerlo y tiene la misma malicia (mortal o venial) que la acción prevista. Un deseo inefficacious es aquel en que la voluntad está preparada para realizar una acción malvada en caso de que cierta condición se verifique. Mientras no se llegue al “pecado de acción” y se limite a lo imaginario, el deseo no involucra pecado y hasta es considerado útil, puesto que “purga” a la acción.

En un curioso acceso de humor involuntario, la Iglesia católica acepta que esta maraña —cuyo nombre bien puede ser “industria del pecado”— prácticamente penaliza a cada detalle de la vida cotidiana, y el Concilio de Trento afirma: “Si alguien declara que un hombre, una vez absuelto, no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo pecado incluso venial, excomulguémoslo”. Ante tal complejidad no es extraño que los sistemas panteístas negaran la distinción entre Dios y sus criaturas y afirmaran que el pecado es imposible. Si Dios y el hombre son uno, éste no es responsable de sus actos y la moralidad es destruida.

Tampoco el materialismo da lugar al pecado, puesto que no sólo niega la espiritualidad y la inmortalidad del alma, sino la existencia de cualquier espíritu y, consecuentemente, de Dios. Para el materialismo evolucionista, el hombre no es sino un animal altamente desarrollado y la conciencia un producto de la evolución. Ésta ha revolucionado a la moralidad y ya no existe el pecado. El materialismo monista afirma que no hay ni puede haber voluntad libre: sólo existe un origen de todos los fenómenos, incluido el pensamiento; el hombre no es sino un juguete en manos de ese torrente que lo mueve a su gusto y finalmente lo lleva a la nada (curiosamente, el dogma religioso coloca a la nada como origen, mientras que el pensamiento materialista la sitúa como efecto final). No hay lugar para el bien y el mal: el pecado es imposible, puesto que no lo hay sin ley, sin libertad y sin un Dios personal.

Lutero y Calvino muestran que, propiamente hablando, no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de Adán y Eva; el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible incluso con la asistencia de la gracia: el hombre peca en todas sus acciones. La fe salva y no hay necesidad de buenas obras. Jansenio en sus Agustinos enseña que, de acuerdo a los poderes presentes en el hombre, la mayoría de los preceptos divinos son imposibles de cumplir incluso para el individuo más justo y esforzado: la voluntad no es libre, sino que está guiada necesariamente por la concupiscencia o la gracia. Baio (Michael Baius o De Bay, 1513-1589), que enseñaba una doctrina semiluterana, llegó a afirmar que la libertad no está enteramente destruida sino sólo debilitada: sin la gracia, no se puede sino pecar. La verdadera libertad no es necesaria para el pecado; un acto malo cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]



No hay comentarios: