jueves, 5 de febrero de 2015

Pecado filosófico y pecado teológico


DGD: Redes 152 (clonografía), 2012

Los pensadores que han intentado construir un sistema moral independiente de Dios, colaboran a la maraña con una nueva clase de pecado: el “filosófico”, un acto moralmente malvado que viola el orden natural de la razón. En contraposición se erige el pecado “teológico”, que es una trasgresión a la ley divina. Los que niegan la existencia de Dios encuentran menos ardua la solución del problema que quienes mantienen que la divinidad existe pero no ejecuta providencia alguna en relación a los actos humanos; estos pensadores aceptan la existencia de actos moralmente malvados que violan el orden de la razón pero no ofenden a Dios en tanto que el pecador puede ser ignorante de la existencia de la divinidad o no pensar realmente en ella cuando actúa. Sin el conocimiento de Dios es imposible ofenderlo. Muy condenada por la Iglesia fue esta sentencia que registra Heinrich Joseph Dominicus Denzinger en el Enchiridion Symbolorum (1854):

El pecado filosófico o moral es un acto humano en desacuerdo con la naturaleza racional y la recta razón; el pecado teológico y mortal es una trasgresión libre a la ley divina. Por muy doloroso que parezca el pecado filosófico en alguien, ya sea ignorante de Dios o que no está pensando en Dios, es un pecado sin duda penoso, pero no una ofensa a Dios, y tampoco un pecado mortal que disuelve la amistad con Dios, ni tampoco merecedor del castigo eterno.

Fértil territorio para la herejía. En el siglo cuarto, Jovino adujo que todo pecado era igual en culpa y merecedor de algún castigo. Pelagio afirmó que cualquier acto pecador priva al hombre de justicia y, por lo tanto, es mortal. Baio va más lejos: “No hay pecado venial por naturaleza y todo pecado merece castigo eterno”. John Wyclif (1330-1384), el iracundo clérigo que criticó a la corrupción de la Iglesia, exclamó que las Escrituras no marcan una verdadera diferencia entre pecado mortal y venial, y que la gravedad del pecado no depende de la calidad de la acción sino del grado de predestinación, de manera que el peor de los crímenes del predestinado es infinitamente menor que la más leve falta del reprobado.

(Wyclif sostuvo la teoría del “dominio fundado en la gracia” que, a diferencia del dominio basado en el poder, habría sido concedido por Dios. De ahí que un hombre en pecado mortal era indigno de funcionar como oficial de la Iglesia o del Estado, ni podía poseer riquezas. Este clérigo y traductor exclamó que la Iglesia entera había caído en pecado y por lo tanto era indispensable que entregara todas sus propiedades; agregó que el clero debía vivir en extrema pobreza. Wyclif fue declarado hereje post mortem y sus restos retirados de tierra consagrada.)

Un discípulo de Wyclif, John Hus, condenado y quemado vivo como hereje en 1415, argumentó que todas las acciones de los viciosos son pecados mortales mientras que todos los actos del virtuoso son buenos y justos. Por su parte, Lutero concluyó que todos los pecados de los no creyentes son mortales y todos los pecados del regenerado, con excepción de la infidelidad, son veniales. Calvino, al igual que Wyclif, basa la diferencia entre pecado mortal y venial en la predestinación, pero agrega que un pecado es venial por la fe del pecador. En tiempos más recientes, Johann Baptist von Hirscher (1788-1865) enseñó que todos los pecados completamente deliberados son mortales.

En última instancia, Baio aseveraba que si el hombre no es libre, los preceptos no tienen ningún sentido. Sin embargo, la modernidad presupone lo contrario: puesto que existe una libertad, se habla de “obligaciones morales”; ello implica que el ser humano, libre en sí mismo, no es “moral” por naturaleza y que debe ser forzado a tender al bien; de ahí que numerosos filósofos afirmen que la moral no funcionaría si no fuera por la amenaza de sanciones (civiles o sobrenaturales). Mas la libertad que tanto reconoce y celebra la modernidad en el individuo es más relativa que nunca: el ciudadano sólo es libre para cumplir las obligaciones que le impone la sociedad.

La teología católica se aplica a exculpar a Dios; éste no puede ser el causante de ninguna de las tres categorías del mal. Sin embargo, a la vez las fuentes católicas dicen: “Considerado como procedente de Dios, el mal físico es bueno, y es infligido como castigo del pecado de acuerdo con los decretos de la justicia divina, compensando así la violación del orden por el pecado. Es malo sólo para el sujeto afectado por él”. Lo mismo sucede en cuanto al mal metafísico: si éste es la negación de un bien mayor, Dios mismo lo causa, en tanto ha creado a los seres con formas limitadas: la negación es privación. Sólo una categoría del mal queda realmente exculpada: el Concilio de Trento dice que Dios no es la causa del mal moral, ni directa ni indirectamente: el pecado es una violación del orden, y Dios ordena a todas las cosas hacia Él como fin último; consecuentemente, Dios no puede ser la causa directa del pecado, puesto que no está obligado a impedirlo.

¿En qué sentido, entonces, se lee en las Escrituras y en los Padres de la Iglesia que Dios inclina a los hombres a pecar? La ortodoxia ofrece tres argumentos explicativos: 1) Dios permite a los hombres caer en el pecado por una “licencia punitiva”, para luego ejercer su justo juicio y castigar el pecado; 2) la divinidad directamente causa no el pecado sino ciertas obras externas, buenas en sí mismas, que son “abusadas” por las voluntades malvadas de los hombres; 3) en última instancia, Dios da poder a los seres humanos para lograr los malos designios de éstos. Tales argumentos son precarios; el primero pinta la figura de una divinidad que funda un privado coto de caza; el segundo y el tercero se apoyan uno en otro: Dios otorga a su criatura limitada una libre voluntad y los medios para realizarse. Esto implica que habría dos clases de límites: los “naturales” (absolutos) que posee la criatura en cuanto tal, y otros “adventicios” (relativos) que puede vencer con objeto de realizarse. No parece un gran deal: aunque la criatura se depure o libere a un grado máximo, a fin de cuentas sigue siendo limitada. Ya sea que opte por el bien o por el mal, Dios debe darle poder para que se produzca esa realización. Pero esto último debe aplicarse a todas sus criaturas, comenzando por la primera que se rebeló: Luzbel, que no era humano y por tanto no tenía límites (al menos los límites humanos). ¿Es este, pues, el verdadero origen del mal? Cuando Luzbel hizo uso de su libre albedrío y optó por el mal, ¿Dios debió darle los medios para que se realizara en tanto criatura ilimitada? 

*

Bibliografía
Heinrich Joseph Dominicus Denzinger: Enchiridion symbolorum, 10a ed., Freiburg, 1908. Ed.: Clemens Bannwart.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]




No hay comentarios: