martes, 15 de septiembre de 2015

Cadenas



DGD: Textiles-Serie blanca 35 (clonografía), 2012


En los primeros años de esta era, el griego Estrabón (Geografía, X, 3, 9) observó que los hombres, “cuando hacen el bien, o tal vez sería más exacto decir, cuando son felices, imitan intensamente a los dioses”. A esto apunta Roberto Calasso: “Los dioses, por el contrario, cuando realizan o sufren el mal, o mejor dicho, cuando son infelices, imitan a los hombres”. Puesto que los hombres no son mayoritariamente felices, imitan raramente a los dioses, mientras que éstos tienen abundantes oportunidades para imitar a los hombres.

Estrabón advierte que el ser humano sólo hace el bien en los infrecuentes momentos en que está pleno, libre de angustias y temores; en la balanza dialéctica, debe ser lo opuesto respecto a los dioses, a los que cabe suponer mayoritariamente felices y autores de abundantes actos de bondad... pero no dirigidos específicamente a la humanidad, sino al cosmos. Calasso imagina una curiosa relación de mímesis: el hombre, cuando es feliz, imita a los dioses felices casi sin darse cuenta; pero como eso sucede muy poco, porque la infelicidad impera en el mundo humano, imita a los dioses infelices, y esto sí con toda deliberación, puesto que le parece que los dioses hacen el mal a su vez copiando al mal humano. Dicho de otra manera: el hombre imita a un numen que copia al hombre.

Estrabón parte de un supuesto fundamental de la moral y la ética clásicas, a saber, que el hombre feliz no hace el mal: no codicia, sino abraza lo que tiene, y se siente completo, es decir en equilibrio. Así pues, hace el bien porque éste corresponde a un equilibrio (del hombre con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo). El mal, por lo tanto, es un desequilibrio. Ergo, el bien sólo aparece en las infrecuentes coordenadas en que el individuo está en equilibrio. En el resto del tiempo, caracterizado por el desequilibrio, surge el mal.

Los dioses a los que el hombre imagina son, pues, representaciones del equilibrio: son felices, hacen el bien. Pero también los dioses conocen el desequilibrio, y cuando son infelices hacen el mal, y lo hacen, según Calasso, imitando al hombre.

En otras palabras: cuando los dioses son felices, resultan incomprensibles para el hombre: andan en su danza cósmica que es —o parece— ajena al ser humano en su vida social (no así en las liturgias, cultos y ritos, pero éstos se celebran siempre de manera minoritaria y de capilla). Los númenes sólo son humanamente comprensibles cuando son infelices, es decir, cuando reflejan la mayoritaria infelicidad de la vida social humana.

Cuando el hombre es feliz hace el bien pero no tiene modelo (porque la felicidad numénica es incomprensible): lo hace siempre de manera provisoria, siempre como si fuera la primera vez, sin experiencia acumulada.

Cuando el ser humano es infeliz hace el mal y tiene un modelo (porque la infelicidad de los dioses es la parte de ellos que sí resulta comprensible): lo hace siempre a partir de una larga experiencia acumulada.

El mal (la infelicidad, el desequilibrio) parece, pues, el único punto de contacto entre dioses y hombres.

Calasso basa esa extrañísima maniobra en la noción de culpa: en las religiones arcanas, escribe, “los hombres repiten los gestos que los dioses han realizado en imitación de los hombres para liberarse de una culpa divina. De ahí el vértigo mistérico. Más aún que en la felicidad, los hombres se acercan a los dioses en la celebración de los gestos que los dioses han realizado cuando fueron infelices”. Esto explicaría, al menos operativamente, la base de violencia y devastación (es decir, de mal) del discurso narrativo de todas las mitologías.

Curiosa mecánica: el hombre parece haber inventado a los dioses para explicarse la infelicidad humana, y los dioses parecen haber creado al hombre para que haya un mal al que ellos puedan imitar. La felicidad de los dioses no interesa a los hombres, porque cuando éstos son felices lo son como seres humanos y no como dioses; a la vez, sólo la infelicidad de los hombres interesa a los dioses porque únicamente cuando las criaturas son infelices se vuelven dignas de imitación.

Resulta inquietante relacionar esta visión con los que son acaso los versos más memorables de la antiquísima epopeya de Gilgamesh: “¡Oh! Gilgamesh, ¿a dónde vas? / La vida que buscas, no la encontrarás. / Cuando los dioses crearon al hombre, / dieron la muerte a la humanidad; / y guardaron la vida para ellos”.

Pero es acaso más fructífero (aunque no menos desconcertante) relacionarla con la sospecha de Dante (que es la de Musil y de casi toda la filosofía occidental): si no hubiera apartamiento de la norma, transgresión, crimen, pecado, la historia sería la repetición infinita de lo mismo.

En El tesaracto y la tetractis (2002), Jonuel Brigue describe al bien como una cadena, y usa un ejemplo indiscutible (porque actos semejantes están en la memoria de cada individuo):

Recordé al doctor Güido Hauser, mi profesor de alemán en Barquisimeto allá por los últimos años cuarenta, cuando yo estudiaba el bachillerato: yo no tenía dinero para pagarle las clases y él me incorporó gratis a un grupo que sí pagaba. Agradeciéndole el favor, le expuse la incomodidad que sentía por no corresponder con nada. Me dijo que era necesario aprender a recibir y a dar sin que hubiera retribución porque el bien es una cadena y el que da recibe y el que recibe da aunque no sea a la misma persona. (Pienso ahora que también el mal es una cadena.) Los evangélicos dicen que Dios ama al dador alegre; también ama, según el doctor Hauser, al receptor alegre.

En efecto, si el bien es una cadena (“cadena de favores” es el nombre de un movimiento que no hace mucho fue popular en Estados Unidos), el mal lo es con mayor evidencia, y tanto así, que podría decirse que el bien es una ruptura de la cadena del mal, y el mal una ruptura de la cadena del bien. No hace falta decir cuál es la que encadena a la modernidad occidental, ni cuál ruptura es la menos frecuente.

Brigue apunta: “Algunos piensan que el que no sabe recibir se siente humillado por el favor y lo resiente hasta el punto de pagar mal por bien. El que da es más fuerte y produce envidia, la mano que da está por encima de la mano que recibe, por eso quizás decía San Francisco, il povereto, ‘que no quiera yo recibir sino dar, que no quiera yo ser amado sino amar’”.

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Bibliografía

Estrabón: Geografía, 6 vols., Gredos, Madrid, 1998.

Roberto Calasso: Las bodas de Cadmo y Harmonía (1988), Anagrama, Barcelona, 1990; traducción de Joaquín Jordá.

Jonuel Brigue (José Manuel Briceño Guerrero): El tesaracto y la tetractis, Óscar Todtmann Editores, Caracas, 2002.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]


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