domingo, 6 de septiembre de 2015

El enigma real



DGD: Redes 193 (clonografía), 2012


La teodicea es una “justificación de Dios”, y la mayoría de las teodiceas terminan siendo justificaciones del mal. Si se tratara de sintetizar al máximo esos argumentos teológicos, se llegaría sin duda al que escuché una vez de un sacerdote católico. Ese argumento consiste en lo siguiente: “Amar es proteger; esto significa, concretamente, el impulso a proteger al ser amado de las acechanzas, riesgos y peligros que lo rodean. Si no hubiera nada de esto, si no existieran acechanzas, riesgos y peligros, no sería necesario proteger, ni tendrían sentido el amparo, la defensa, el auxilio ni el resguardo; en una palabra: no habría amor. El mal es creado por Dios para que haya bien”.

Esta argumentación fue pronunciada con una seguridad de vocabulario que mostraba a las claras que había sido mil veces repetida con el mismo entusiasmo, pero acaso no el entusiasmo de la explicación sino el del autoconvencimiento. Porque los agujeros en ese entramado son notorios. El mal contemplado como incentivo implica una visión del ser humano como sujeto a la inercia, es decir inerte, necesitado por tanto de “estímulos” para actuar. La aplastante magnitud del mal, ¿responde a la necesidad de arrancar al hombre de una inercia correspondientemente aplastante?

Imposible no pensar en los métodos de la mafia, que exige a determinada persona un pago por protegerla: ¿de qué?, de la mismísima mafia. Ese “amor”, ese “bien” contemplados como acicates, es decir, como actos idénticos a los de azuzar a las bestias de caza o picar a las cabalgaduras para que emprendan carrera, son tan sospechosos como aquellos individuos sufrientes cantados por los boleros, que están “aguijonados por la espuela del deseo”. El odio como aliciente del amor; el mal como incitativo del bien: lo diabólico como “razón de ser” de lo divino.

El mayor agujero de esa teodicea es la permanencia del mal. ¿Por qué esa incitación no sirvió una sola vez? ¿Por qué el mal, una vez que “estimuló” la existencia del bien, no se retiró como ya innecesario? Cuando así conviene a los afanes retóricos, se nos hace sobreentender que el bien y el mal son magnitudes contrapuestas pero de igual tamaño. Sin embargo, al mismo tiempo se concibe a acechanzas, riesgos y peligros como permanentes, mientras que a la protección se la define como efímera: el bien es diminuto, casi insignificante, enfrentado a un mal no sólo inmenso sino dador de todas las significaciones.

Los autores de las teodiceas podrán aquí argumentar que al mal no le bastó una sola vez poner al bien en marcha, porque, como el bien es inerte y tiende a paralizarse, le seguían siendo necesarios los acicates de tanto en tanto. Pero en ese caso, ¿por qué los “incitativos” no están hechos a la medida del bien? Si el bien es la meta —como exclaman los media y la política a cada minuto—, el mal tendría que aparecer como una magnitud menor que el bien que sólo se presentara de forma periódica y efímera. La realidad “práctica” demuestra que se trata de todo lo contrario: el mal es el origen y la meta, y los acicates permanentes.

En el fondo de esta imaginería, es el mal el que parece haber creado al bien para acicatearse a sí mismo y mantenerse en movimiento. ¿Por qué parece absurdo un universo en el que, al no existir acechanzas, riesgos y peligros, no hay nada que proteger? Acaso porque, en el fondo, toda teodicea sobreentiende como sinónimos al universo y a la acechanza.

Según Robert Musil, el mal es necesario porque impulsa, pica, pone en movimiento a las cosas. ¿No resulta más bien lo contrario? El mal sería la inercia misma, y el bien el acicate que el mal usa para moverse de tanto en tanto. ¿Ignoran las teodiceas que en su intento de justificar a Dios definen al amor, a todo amor, como diabólico? En este sentido no parecen haber errado aquellos heresiarcas, con tanta saña perseguidos, que llegaron a afirmar que la teología misma no era un discurso del amor sino del odio, no una justificación del Dios sino del diablo.

En Las máscaras de Dios (1964), Joseph Campbell intenta ir más allá del círculo vicioso de la razón:

En todo Oriente prevalece la idea de que el fundamento último del ser trasciende el pensamiento, la imaginación y la definición. No puede ser calificado. De ahí que discutir si Dios, el Hombre o la Naturaleza son buenos, justos, misericordiosos o benignos, sea insuficiente. Con la misma propiedad o impropiedad se podría decir que son perversos, injustos, despiadados o malignos. Todas estas aseveraciones antropomórficas ocultan o enmascaran el enigma real, que está absolutamente más allá del examen racional. Y sin embargo, según este enfoque, precisamente ese enigma es el fundamento último del ser de todos y cada uno de nosotros, y de todas las cosas.

¿Proviene, pues, toda teología de un error de óptica, y toda teodicea de una deformación antropomórfica? ¿Es la “eterna lucha entre el bien y el mal” la expresión de una imposibilidad básica, la de resolver el enigma real, el fundamento último del ser?

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Bibliografía

Joseph Campbell: Las máscaras de Dios: mitología occidental, Alianza Editorial, Madrid, 1964; trad. de Isabel Cardona.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]


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