martes, 5 de abril de 2016

Cortázar y los “raros”




DGD: Redes 214 (clonografía), 2016



[Nota a vuelapluma a propósito del dossier “Una tradición alternativa” incluido por la revista La Tempestad (vol. 17, n. 107, México, febrero de 2016) con introducción de Alejandro Toledo.]



A fin de cuentas, la extrañeza es un tema muy difícil de abordar, y cuando en el medio cultural se habla de “los raros” (según la denominación de Rubén Darío) no se alude a singularidades de estilo o a una inaudita alternancia espiritual sino sencillamente (con una sencillez que no deja de ser escalofriante) a escritores que de modo tajante se negaron a hacer lo que se llama una “carrera literaria”. Eso es lo que parece “raro” en un medio que no sólo privilegia sino únicamente reconoce a quien muestra todas las disponibilidades para cumplir los pasos de aquello a lo que alude la palabra “carrera”: competencia desleal en la que unos aventajan a otros y en donde no hay sino triunfadores y perdedores.

Un ejemplo muy a la mano es Julio Cortázar, que jamás organizó una presentación de ninguno de sus libros; que no invirtió su tiempo en la autopromoción; que nunca asistió a reuniones de escritores ni fue ponente en simposios y seminarios; que no dio sesiones de firma de libros ni escribió jamás una reseña de los libros de sus contemporáneos; que nunca fue jurado de premios literarios (con excepción del de Casa de las Américas, pero esto se debió a su deseo de aportar algo al proceso revolucionario cubano). Por supuesto que le interesaba tener lectores, pero no podría haberle sido más indiferente la venta de sus libros y de su propia personalidad literaria convertida en personaje de los medios. Si logró el portento de mantenerse en el “candelero” (como se dice) fue porque esperó a publicar hasta una edad de madurez y porque con dos o tres libros conquistó a una generación entera de lectores, pero si así no hubiera sido, no le habría causado una atroz angustia el ser relegado, borrado de las listas y la prensa debido precisamente a su renuncia a jugar el juego de los prestigios y las autoridades en el mundo cultural.

Uno de sus principales intereses fue siempre el de los “raros”, a los que llamó a veces cronopios, a veces piantados, y en los que reconocía una fuerza insólita que es deliberadamente desconocida por la aristocracia intelectual. Fue por ello que ocupó mucho de su prestigio en apoyar y difundir a quienes por su propia naturaleza (de Lezama Lima a Felisberto Hernández, de Néstor Sánchez a Ceferino Piriz) estaban fuera de la “profesionalidad” de la literatura. Y por otro lado su literatura estuvo siempre del lado de la inconformidad, de la denuncia de las estrecheces y obnubilaciones, de la literatura que forma y es formada por un “medio” y expulsa a quienes realmente buscan otras vías no por lograr fama y gloria sino por destino fatal e inevitable.

Para la ortodoxia cultural, un escritor “raro” es el que se niega a entrar en el juego de poder: esa es la anomalía (eso es lo que parece verdaderamente inconcebible) que se destaca en estos casos, sencillamente porque es la más fácil de ubicar y de vez en cuando hablar de ella no por una verdadera invitación a conocer a estos autores, sino como una manera de advertir a los escritores jóvenes de ese horrísono limbo que podría tragarlos si no juegan el juego, y que linda pavorosamente con el anonimato. (Qué oportunos son esfuerzos como el de la revista La Tempestad, que apuesta por dar un nombre más ajustado a esta rareza: tradición alternativa.)

Cortázar fue el primer sorprendido por la forma en que se salvó de ese limbo, e incluso de la forma en que llegó a ser un “escritor consagrado” cuando ya había aceptado ese limbo como su territorio natural. Cuando le llegaron la fama y la atención colectiva nunca dejó de usar ese foro para apoyar a todo aquello que por su propia transparencia queda fuera de los medios, tanto a nivel colectivo (su participación en el Tribunal Russell; su apoyo a la lucha por la dignidad de los pueblos del llamado “tercer mundo”) como individual (su incesante hablar de todo tipo de artistas llamados “marginales” o incluso “secretos”).

Extrañeza hay en todas partes, incluso en los escritores más ortodoxos. Cortázar nunca hizo esa diferenciación entre consagrados y desconocidos, pero su afecto, su solidaridad, estuvieron siempre con aquellos que renunciaron, con insobornable lucidez, a la mecánica competitiva en que se basa la modernidad.



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