DGD: Redes 211 (clonografía), 2016 |
martes, 26 de abril de 2016
Cortázar y los raros, II: El camaleonismo
El arte epistolar fue importante para Julio Cortázar, como
lo muestran los miles de cartas, escritas entre 1937 y 1984, reunidas en cinco
tomos por Aurora Bernárdez y publicadas en 2012. En 1968, año de cambios y
convulsiones, el crítico y editor Néstor Tirri le remite desde Buenos Aires un
ejemplar de La vuelta a Cortázar en nueve
ensayos, reunión de textos sobre la obra cortazariana, entre ellos uno del
propio Tirri. Cortázar le responde en una carta desde París, el 4 de diciembre
de ese año, en la que comienza reconociendo que la mayoría de los ensayos de
ese libro
se mueven en un territorio crítico más útil, pienso,
al lector de mis libros que a mí mismo. Su ensayo en cambio tiene algo de carta
privada, de análisis dedicado directamente al autor de esos libros que usted ha
leído; por eso lo encuentro particularmente útil para mí en la medida en que no
tengo las vanidades al uso y soy capaz de verme bruscamente bajo una luz
diferente, expuesto sin complacencia por alguien que me ha analizado sensible e
inteligentemente. Si entiendo bien, en última instancia su análisis es
pesimista y negativo; reconociendo posibles valores en mi obra, usted termina
viéndome como el perro que juega a morderse la cola y gira en redondo
interminablemente. Pero esta visión, que comparto plenamente, no lo deprime ni
a usted ni a mí; a usted no lo deprime, porque en caso contrario no se habría
molestado en leerme y estudiarme con tanto detalle; a mí no me deprime porque
de mi debilidad nace mi fuerza, y nunca me engañé en ese sentido. Pienso en
escritores como Drieu La Rochelle, y el mismo Céline con todo su genio. ¡Qué
incesante disimulo de su debilidad profunda, o qué lloriqueo de autocompasión!
La carta de Cortázar se abre entonces a una recapitulación
profunda concentrada en la imagen de Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela, tirando tejos desde la ventana
de un segundo piso hacia una rayuela pintada en un patio:
Yo sé que no existo en el fondo, que soy un juego de
máscaras, el camaleón de mi pequeña alegoría keatsiana; a base de ese resbalar
entre entidades más sólidas, de ese juego intersticial, de esa osmosis a lo
axolotl (todo lo que usted ha visto tan bien) ha ido naciendo una obra cuya
fuerza, finalmente, habrá sido la de negar toda visión, toda concepción, toda
acción en bloque. Porque, Tirri, yo estoy convencido de que no hay bloques (nos
entendemos metafóricamente, por supuesto); los bloques los arma la naturaleza
histórico-gregaria del hombre, las necesidades sociales, la armazón que permite
sobrevivir. Usted tiene razón cuando insinúa en varios pasajes que mi
persecución perseguida no lleva finalmente a nada. Pero ¿no simplificamos un
poco demasiado en materia de objetivos? Yo no sé lo que hubiera podido
encontrar Oliveira; en cambio entiendo que hay mucha gente que lo ha encontrado
a él, y que algo ha cambiado —lo digo sin vanidad, quizá temerosamente— en el
panorama mental de muchos argentinos o latinoamericanos. Es lo del tejo que
usted cita, el tejo que va a parar vaya a saber en qué marcador. No me reproche
demasiado carecer de datos definibles de ese marcador; sepa, en cambio, que hay
en mí una fuerza terrible y obsesionante que me dice que hay que seguir tirando
los tejos fuera del perímetro del sapo.
La frase “el camaleón de mi pequeña alegoría keatsiana” se
refiere a un texto llamado “Casilla del camaleón”, poco antes publicado por
Cortázar en La vuelta al día en ochenta
mundos (1967); ahí habla de “esa disponibilidad para latir con los cuatro
corazones del pulpo cósmico que van cada uno por su lado y cada uno tiene su
razón y mueve la sangre y sostiene el universo, ese camaleonismo que todo
lector encontrará y amará o aborrecerá en este libro y en cualquier libro donde
el poeta rehúsa al coleóptero”. Y así desglosa a este camaleonismo:
[H]ablo de una condición que nadie describió mejor que
John Keats en una carta que hace muchos años llamé la carta del camaleón y que
merecería ser tan famosa como la “Lettre du voyant”. Su preludio es perceptible
en una frase escrita un año antes y como al pasar. Keats le está diciendo a su
amigo Bayley que nunca ha esperado otra felicidad que la del puro presente, y
agrega como al descuido: “Si un gorrión se posa junto a mi ventana, tomo parte
en su existencia y picoteo en el suelo...” En octubre de 1818 el gorrión se
vuelve camaleón en una carta a Richard Woodhouse: “En cuanto al carácter
poético en sí... no tiene un yo, es todo y es nada; no tiene un carácter, goza
con la luz y con la sombra, vive en lo que le gusta, sea horrible o hermoso,
excelso o humilde, rico o pobre, mezquino o elevado”.
No otra cosa es ese juego de máscaras y el núcleo de la
frase “no existo en el fondo”, es decir que “ese sentimiento de esponja, esa
insistencia en señalar una falta de identidad como tanto después le ocurriría
al Ulrich de Robert Musil, apunta a ese especial camaleonismo que nunca podrían
entender los coleópteros quitinosos”. No es una renuncia al “compromiso con la
circunstancia”, todo lo contrario; es un deslizarse hacia lo otro de una manera inusitada, “lo que
Keats llama sencillamente tomar parte en la existencia del gorrión y que
después los alemanes llamarán Einfühlung,
que suena tan bonito en los tratados”. Y en última instancia:
[E]l poeta renuncia a defenderse. Renuncia a conservar
una identidad en el acto de conocer porque precisamente el signo inconfundible,
la marca en forma de trébol bajo la tetilla de los cuentos de hadas, se la da
tempranamente el sentirse a cada paso otro, el salirse tan fácilmente de sí
mismo para ingresar en las entidades que lo absorben, enajenarse en el objeto
que será cantado, la materia física o moral cuya combustión lírica provocará el
poema. Sediento de ser, el poeta no cesa de tenderse hacia la realidad buscando
con el arpón infatigable del poema una realidad cada vez mejor ahondada, más
real. Su poder es instrumento de posesión pero a la vez e inefablemente es
deseo de posesión; como una red que pescara para sí misma, un anzuelo que fuera
a la vez ansia de pesca. Ser poeta es ansiar, pero sobre todo obtener en la
exacta medida en que se ansia.
En ese mismo texto, Cortázar se hace la pregunta capital: “En
Keats, un hombre de persona inequívocamente definida en el plano moral e
intelectual, ¿por qué hay una aparente contradicción entre su “humanidad”
personal y el tono jamás anecdótico, jamás ‘comprometido’ de su obra? ¿A qué
responde ese infatigable sustituirse por distintos objetos poéticos, ese
negarse a estar como persona en el poema?”. Su respuesta es memorable: “Frente
a los comisarios que reclaman compromisos tangibles, el poeta sabe que puede
anegarse en la realidad sin consignas, dejarse tomar o ser él quien tome con la
soberana libertad del que tiene las llaves del retorno, la seguridad de que siempre
estará él mismo esperándose, sólido y bien plantado en la tierra, portaaviones
que aguarda sin recelo la vuelta de sus abejas exploradoras”.
Juegos de espejos: Keats escribe a Bayley la carta del
gorrión, y más tarde a Woodhouse la carta del camaleón; Cortázar recupera ambas
misivas en “Casilla del camaleón”, una carta abierta al lector que nada
gratuitamente es el último texto de La
vuelta al día en ochenta mundos; finalmente, en otra carta (menos abierta
porque no estaba planeada para la difusión masiva), escrita en momentos de
vilos y estremecimientos, Cortázar aporta matices esenciales a la declaración
de principios contenida en “Casilla del camaleón”.
Acaso el camaleonismo es la definición última y verdadera de
los seres a los que a tientas Rubén Darío llamó “los raros”.
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