DGD: Redes 137 (clonografía), 2010 |
martes, 16 de agosto de 2016
La luz sonora (5)
2
En La historia interminable, Gmork, el
hombre-lobo, explica a Atreyu lo que sucede cuando la Nada atrae y devora a los
habitantes de Fantasia: “¿Sabes lo que pasará con todos los habitantes de la
Ciudad de los Espectros que han saltado a la Nada? [...] Se convertirán en
desvaríos de la mente humana, imágenes del miedo cuando, en realidad, no hay
nada que temer, deseos de cosas que enferman a los hombres, imágenes de la
desesperación donde no hay razón para desesperar...”.
Los
habitantes de Fantasia, transportados de ese modo al orbe de los hombres, se
convierten en ideas, es decir, en mentiras fruto de una razón basada en el
vacío: “Y nada da un poder mayor sobre los hombres que las mentiras”, continúa
Gmork. “Porque esos hombres viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese
poder es el único que cuenta. Con ustedes, pequeños fantasios, se harán grandes
negocios en el mundo de los hombres, se declararán guerras, se fundarán
imperios mundiales... [...] En cuanto te llegue el turno de saltar a la Nada,
serás también un servidor del poder, desfigurado y sin voluntad. Quién sabe
para qué les servirás. Quizá, con tu ayuda, harán que los hombres compren lo que
no necesitan, odien lo que no conocen, crean en lo que los hace sumisos o duden
de lo que podría salvarlos.”
Y
acaso toda esta rapiña se concentre en el sentido mismo del devenir y en la
propia definición de la existencia temporal. En el capítulo sexto de Momo (llamado
“La cuenta está equivocada, pero cuadra”), Michael Ende introduce al tema de
esta novela:
Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana.
Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se
paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer
preguntas. Esta cosa es el tiempo.
Hay calendarios
y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a
veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un
instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
Porque el
tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
Y nadie lo
sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie como ellos sabía
apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida,
incluso. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la
sangre, y así actuaban.
Ellos se habían
hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy
cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara
atención a las actividades de los hombres grises. Se habían incrustado en la
vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso,
sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de
los hombres.
Los invasores atacan en esos momentos en que
un individuo olvida aquello que vuelve singular a su propia existencia (en este
capítulo, el hombre elegido como ejemplo exclama: “¿Qué estoy haciendo de mi
vida? El día en que muera será como si nunca hubiera existido”); entonces se le
presenta uno de los peones de la grisura y le demuestra por medio de cifras
cómo aquél ha perdido el tiempo durante toda su vida (esa cuenta “cuadra”
porque sólo se ajusta a lo cuantitativo y hábilmente escatima lo cualitativo).
En
la retorcida lógica de los “seguros de vida”, el hombre gris propone a su
víctima invertir en la “caja de ahorros del tiempo”, lo que significa consagrar
al trabajo productivo cada segundo posible, dejando atrás los
sentimentalismos y todo lapso reservado a la meditación y a la vida interior.
Ser “realista” implica guardar los “instantes no directamente productivos” para
disfrutar de ellos algún día (un futuro que nunca ha de llegar: por ello la
cuenta está equivocada). Poco a poco los seres humanos olvidan cualquier
otro valor que el del dinero y dejan de tener tiempo para sí mismos. Y
mientras más tiempo ahorran, más vida pierden.
Hombre
de espíritu afín al de Ende, Carl Gustav Jung se refiere en su libro de memorias
a la misma predación:
Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de
elementos que estuvieron todos ya presentes en la serie de nuestros
antepasados. Lo “nuevo” en el alma individual es la recombinación variada hasta
el infinito de los ancestrales componentes; cuerpo y alma tienen por ello un
carácter eminentemente histórico y no hallan en lo nuevo, en lo recién nacido
la adecuada morada; es decir: los rasgos ancestrales se encuentran en el propio
hogar sólo en parte. Nosotros no hemos terminado todavía con el Medievo, la
antigüedad y el primitivismo tal como nuestra psique exige. En lugar de ello
somos lanzados a la catarata del progreso que cuanto más nos impulsa con más
salvaje ímpetu hacia el futuro, tanto más nos arranca de nuestras raíces. Pero
una vez derribado lo antiguo, generalmente queda también destruido y ya no es
posible detenerse en lo absoluto.
Y es
precisamente esta pérdida de vinculación, este desarraigo, lo que provoca una
especie de “insatisfacción de la cultura” y una prisa en la que se vive más en
el futuro y sus quiméricas promesas de una era dorada, que en el presente, en
el cual todo nuestro trasfondo histórico-evolutivo ni siquiera se ha alcanzado
todavía. Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente
sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se vive ya de lo
que se posee, sino de promesas, no a la luz del presente día, sino en las
tinieblas del futuro en el que se aguarda el auténtico amanecer.
No se quiere
reconocer que todo “mejor” se adquiere a costa de un “peor”. La esperanza de
una mayor libertad es frustrada por un acrecentamiento de esclavitud al Estado
para no hablar de los terribles peligros que nos ofrecen los más brillantes
descubrimientos de la ciencia. Cuanto menos comprendamos lo que buscaron
nuestros padres y antecesores, tanto menos nos comprenderemos a nosotros
mismos, y contribuiremos con todas nuestras fuerzas a acrecentar la carencia de
arraigo e instintos del individuo.
Para Jung, los signos del progreso son en
realidad ideas rapiñadoras: “En la mayoría de los casos, [las mejoras
tecnológicas] y casi todas las innovaciones que, por así decirlo, ahorran
tiempo [...], representan modos pasajeros de endulzar la existencia [...];
aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que
antes. Omnis festinatio ex parte diaboli est: ‘toda prisa proviene del
diablo’, solían decir los antiguos maestros. [...]
”El
europeo está ciertamente convencido de no ser ya lo que fue en la antigüedad,
pero no sabe lo que ha llegado a ser mientras tanto. El reloj le dice que desde
la Edad Media se ha introducido en él subrepticiamente el tiempo y su sinónimo,
el progreso, y le ha arrebatado lo que para él es irrecuperable. Con equipaje
ligero prosigue su camino hacia metas confusas con un progresivo
apresuramiento. La pérdida de peso y el correspondiente sentiment
d’incomplétitude lo compensan con la ilusión de sus éxitos, como
ferrocarriles, motonaves, aviones y cohetes que a través de su rapidez cada vez
le van arrebatando poco a poco su permanencia y lo trasladan a otra realidad de
velocidades y apresuramientos. [El] dios del tiempo [...] destrozará y
destruirá implacablemente, con días, horas, minutos y segundos, [a esa gran]
continuidad que todavía recuerda a la eternidad”.
*
Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag,
Stuttgart, 1979. [La historia
interminable,
Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Carl Gustav Jung: Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961), Walter
Verlag, Zürich/Düsseldorf, 2005. [Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral, Barcelona, 1964.]
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