miércoles, 5 de junio de 2019

El misterio de los cien monos (VII)

DGD: Morfograma 58, 2019.



La gran cadena del ser y los hábitos del universo


Las escalas que unen al átomo con la estrella

Los instigadores de un encuentro ciencia-religión reconocen, como uno de los principales obstáculos, el hecho de que las religiones forman corpus tan contradictorios entre sí que cualquier búsqueda de puntos comunes simplemente se desarticula (mientras que el método científico sí permite, al menos en principio, integrar a todas las ciencias en un todo). En un esfuerzo por encontrar el núcleo capaz de identificar a la totalidad de religiones y sistemas tradicionales de sabiduría, algunos investigadores, partiendo de la idea de que cada religión tiene, además de su significado literal, una dimensión esotérica que es esencial, primordial y universal, han encontrado un rasgo común a todas ellas: “La gran cadena del ser”, según la cual la realidad es un rico tapiz de niveles entretejidos que recorren este camino:

materia -> cuerpo -> mente -> alma -> espíritu.[1]

Todas las religiones y doctrinas místicas coinciden en la visión de inmensas series de nidos del ser, unos dentro de otros, todos envueltos, en el nivel más alto, por una única potencia que recibe distintos nombres según el área desde donde es contemplada: Espíritu, Dios, Diosa, Tao, Pleroma, Absoluto, el Logoi Spermatikoi o mundo-alma de Plotino, el Atma-Buddhi o Alma Unitaria Universal de la teosofía... ¿No es exactamente a esta intuición de la Cadena, de los nidos entretejidos, de las escalas que unen al átomo con la estrella, a la que poco a poco se acerca la ciencia más propositiva?
          De todas esas denominaciones sagradas, Pleroma es una de las misteriosas. La palabra proviene del griego plerodethai, “ser llenado hasta el máximo”. Este término, adoptado por los gnósticos y otras escuelas esotéricas, guarda numerosos significados y acaso el más extendido de ellos sea “la plenitud de la divinidad”; de ahí que se oponga a Kenoma, la vaciedad, el vacío. Pleroma, según lo definió H.P. Blavatsky, fundadora de la teosofía (doctrina que en más de un aspecto es deudora del gnosticismo), equivale al mundo divino, a la residencia de los dioses o al espacio universal dividido en Eones metafísicos, aunque el corpus teosófico lo entiende más como naturaleza: “el pleno de todas las edades”, “el ser de las cosas”.
          Teilhard de Chardin cita el término frecuentemente, casi siempre atribuyéndolo a san Pablo y advirtiendo que es una palabra que desafía a toda traducción. En L’énergie humaine (1962) liga al término con la unidad plural (uni-verso): “Ulteriormente, Dios no está solo en el universo cristiano total (en el Pleroma, para usar la palabra de san Pablo), sino que está todo en cada uno de nosotros; en pasi panta theos: unidad en la pluralidad”. En la misma obra, Chardin acuña también el verbo pleromizar (la aparentemente contradictoria función de Dios y el hombre: aquél “activa nuestra voluntad y nosotros pleromizamos a Dios”) y el sustantivo pleromatización (definido como “el misterio de la unión creativa del mundo en Dios”). En Le Milieu divin (1957), Chardin lo asocia con Cristo y el deseo: “Nuestro señor Jesús vendrá pronto sólo si lo esperamos ardientemente. Es una acumulación de deseos la que causará que el Pleroma surja en nosotros”.


Una acumulación de deseos

¿Es posible ver aquí una liga con la fábula de los cien monos? ¿Qué hay en el fondo de ésta sino la anécdota de una acumulación de deseos? ¿Es la fábula una expresión laica de la misma intuición? En Jung se consagra la asociación entre el Pleroma y el inconsciente colectivo: “La nada es a la vez llena y vacía. [...] A esta nada o plenitud la llamamos el Pleroma”.[2] En las notas para un seminario dictado en 1928-1930, Análisis de los sueños, hablando de la condición de hermafrodita del inconsciente colectivo, escribe: “Así que la condición original de Pleroma, de Paraíso, es realmente la madre de la que emerge la conciencia”. En cuanto a la terapia, Jung advierte que el analista, enfrentado a un paciente para quien ha terminado la actitud racional, “sabe que algo ha pasado pero todavía no es visible; ha sucedido en el Pleroma y no ha aparecido a través del tiempo”. ¿Resultaría excesivo imaginar que así como la fábula de los cien monos es una suma de deseos, también implica algo que asimismo ha pasado pero todavía no es visible a través del tiempo?
          En ese mismo seminario, Jung agrega: “Los artistas tienen un ‘lado muy primitivo’; los gnósticos tenían esa idea y la expresaban como Pleroma, ‘un estado de plenitud en donde los pares de opuestos, sí y no, día y noche, están unidos’”. Es la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa (1401-1464), la unión armónica de los opuestos. Un elemento esencial tomado por Jung fue la idea de un segundo nacimiento necesario para tal unión. En el Evangelio de Felipe se llega incluso a afirmar: “Ciertamente es necesario que ellos nazcan de nuevo a través de la imagen. ¿Qué es la resurrección? La imagen debe levantarse de nuevo a través de la imagen”. La única pista dada por el autor de estas líneas se halla en otra de ellas: “La verdad no entró al mundo desnuda, sino vino en tipos e imágenes” (67:10). Ciertos estudiosos han querido ver la clave de esta imagen en la antigua sabiduría conocida como Sección Áurea, manejada por Pitágoras y que forma parte de la más arcana composición pictórica: la estructura geométrica en que se basan las leyes de la proporción y la perspectiva. La Sección Áurea transmitiría la necesidad de “levantarse de nuevo a través de la imagen”.
          De una forma rudimentaria pero insistente, la fábula de los cien monos transmite eso justamente, una imagen. Del mismo modo, su demanda “silvestre” (por así llamarla) ¿es la de terminar la actitud racional, vencer la ilusión de la lucha de los contrarios y dirigir los deseos hacia un segundo nacimiento? En la misteriosa y profunda historia de la palabra Pleroma y de su significado, varios estudiosos han visto la necesidad de enfocarla de dos modos: uno, como la plenitud de la deidad; otro, como “todo lo que es”, que incluye a lo no-manifiesto, lo invisible, lo “más allá”. Es decir, el universo en el sentido exterior tanto como en el interior: no sólo todos los planetas, estrellas y constelaciones, sino el alma de los cuerpos celestes, el anima mundi. “El mundo exterior y físico que percibimos”, dice la teosofía, “no es sino una máscara, una sombra lanzada sobre la pantalla del tiempo y la realidad.”
          La permanencia de la palabra Pleroma es tan significativa como su irreductibilidad a cualquier sistema de ideas. El norteamericano David Fideler escribe: “Vistiendo los andrajos de la mortalidad, hemos descendido de la ‘Plenitud’ (Pleroma) de Luz, el reino intemporal de la perfección, y hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza, herencia y derecho de nacimiento. Nuestra existencia en la Tierra es un sueño, hasta que alguna clase de llamado, mensajero o revelación nos despierta al reconocimiento de nuestro origen y verdadera naturaleza. Este despertar representa el surgimiento de la gnosis interior”.[3] Tal despertar, tal segundo nacimiento, puede también llamarse Pleroma Consciente. El llamado hacia tal despertar puede asumir muy diversas formas, desde la literatura esotérica hasta las intuiciones más persistentes en los científicos menos temerosos de la “pérdida de plausibilidad” (e incluso en terrenos “silvestres” como el folletín, el cómic, o ciertas fábulas que se extienden en Internet).


*

Notas

[1] Cf. Marion Leathers Kuntz: Jacob’s Ladder and the Tree of Life (1987). También Arthur Lovejoy se ha ocupado del tema, aunque bajo otro ángulo: en The Great Chain of Being (1936) examina la idea, derivada por el filósofo neoplatónico Plotino de Aristóteles y Platón, de que toda la creación forma una cadena en la que está incluido todo lo que puede existir, comenzando por la divinidad, en una serie infinita de formas, cada una de las cuales comparte al menos un atributo de su más próximo vecino en la cadena. Lovejoy rastrea esta idea a través de dos mil años de historia intelectual y demuestra su influencia en Occidente; así, encuentra rastros de la concepción de la Gran Cadena en san Agustín, Tomás de Aquino, Marsilio Ficino, Roger Bacon, Leibniz y Spinoza, así como en la astronomía de Copérnico y de Kepler. Cf. Charles Hartshorne y William L. Reese: Philosophers Speak of God (1953). Cabe mencionar también el análisis socio-político del modo en que la noción de “gran cadena del ser” ha sido manipulada por la ideología dominante para legitimarse: cf. Paula S. Rothenberg (ed.): Race, Class, and Gender in the United States (1998).

[2] Carl G. Jung: “Siete sermones a los muertos”, apéndice V de Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961).

[3] David Fideler: Jesus Christ, Son of God. Ancient Cosmology and Early Christian Symbolism (1993).




No hay comentarios: