lunes, 5 de julio de 2021

Los dioses (Una tipología) (V)

DGD: Postales, 2021.

 

Como la masa del pueblo es inconstante, apasionada e irreflexiva, y se halla además sujeta a deseos desenfrenados, es menester llenarla de temores para mantenerla en orden. Por eso los antiguos hicieron bien en inventar a los dioses y a la creencia en el castigo después de la muerte. Son más bien los modernos los que deben ser acusados de locura por su pretensión de extirpar tales creencias.

 Polibio (s. III a.C.)

 No es que los oráculos hayan dejado de hablar, sino que los hombres han dejado de escucharlos.

 Georg Christoph Lichtenberg

 De la verdad no quiero / más que la vida; porque los dioses / dan vida y no verdad, y acaso / ni ellos conozcan la verdad.

 Ricardo Reis (Fernando Pessoa)

 

Divinidad y poder

 

—Trescientos años antes de Cristo, el himno de Hermocles fue utilizado para adular a un militar y político en términos que no sólo lo elevaban a carácter de dios, sino que se atrevían a descalificar al resto de las deidades: “Los otros dioses, pues, o se encuentran muy distantes, o no tienen oídos, o no existen, o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad”.

          He ahí un buen resumen: las divinidades 1) están demasiado lejos, o 2) son sordas, o 3) son indiferentes a la vida humana, o ya más sencillamente: 4) no existen y lo único “práctico” (inmediato, funcional) que puede obtenerse de ellas son símbolos vacíos: sus efigies en piedra o madera (no se les ve de verdad). En este último punto trasluce una curiosa y prudente duda: podría ser que existieran, pero su lejanía, sordera o indiferencia los vuelven, respecto a lo humano, prácticamente inexistentes.

          En De rerum natura Lucrecio corrige esos términos demasiado humanos: no es que los dioses estén lejanos, o sean sordos o indiferentes, sino que se hallan “sumergidos y perfectamente absortos en su propia felicidad” (lo cual, visto desde la óptica demasiado humana, no los disculpa por abandonar a sus criaturas sino aumenta incluso el resentimiento de éstas, tal como actúan respecto a cualquiera de ellas que se vanaglorie de su bienestar y placidez). Catulo, en una sospechosa actitud pía, expresa la razón de la indiferencia divina: “Porque antes los habitantes del cielo solían visitar en persona los castos hogares de los héroes y mostrarse en las reuniones de los mortales, aún no despreciada por éstos la piedad religiosa” (Carmina 64).

          En una época de relación directa entre númenes y criaturas, Marte, Atenea o la propia Némesis llegaron a “exhortar en persona a las tropas humanas”. Luego de enumerar las causas de la ruptura (renuncia generalizada a los sacrificios propiciatorios, bajas pasiones, incesto), el poeta concluye: “Todo lo sagrado y lo sacrílego, mezclado en malvada locura, nos apartó de la mente de los dioses, emanadora de justicia. Por ello, ni se dignan visitar a una sociedad semejante, ni consienten ser tocados por la luz del día”.

          (Este último apunte, por cierto, invita a una de dos imágenes; la primera es “espiritual”: los dioses están bañados por una luz mística incomprensible por los mortales y que, en comparación, convierte en oscuridad a lo que los humanos llaman luz. La segunda imagen es “materialista”: las deidades viven en una espantable oscuridad lovecraftiana.)

          Que esta beatería de Catulo es irónica lo prueba éste en el poema 68, en donde luego de hablar de un imprudente que “aún no había pacificado a los señores del cielo por medio de sacrificios de sangre de una víctima”, confiesa a una diosa (precisamente Némesis, la encargada del castigo y venganza divina contra los hombres): “¡Nada me agrada tanto, virgen ramnusia, como actuar a mi arbitrio, sin el consentimiento de los dioses!”. He ahí concentrada en unos cuantos versos la definición que la Antigüedad tenía de los dioses (entidades sobrenaturales que sólo se apaciguan con sacrificios de sangre) y la semilla de rebeldía que es acaso el núcleo de lo humano: actuar en libertad sin el previo consentimiento de los dioses.

          —El himno de Hermocles tiene un mensaje ulterior: si cualquier dios no es otra cosa que la voluntad humana de adorar enfocada en un punto determinado, ¿por qué no aplicarla más como parte de la política que de la religión (esta última utilizada como una estrategia de aquélla) y rendir honor así a un humano de “mérito” (es decir, a una autoridad militar que tiene el mismo poder que los númenes para subyugar y destruir)?

          El rey, el caudillo, el tirano o el dictador (y más tarde el monarca y el aristócrata) son “verdad” porque están presentes (a diferencia de las siempre esquivas divinidades), y la voluntad de adoración puede servir más en el Senado y la corte (como purga social) que en el templo o la ermita (como estímulo espiritual). La verdad religiosa es cuestionable porque la autoridad tras la que reposa no se manifiesta directamente, mientras que la verdad política responde a una autoridad de fuego y sangre: más vale, pues (dice esta mentalidad), rendir adoración al guerrero sanguinario (y a su ejército y su burocracia que dan orden y estabilidad) que al símbolo vacío (y su cohorte de sacerdotes y demás burócratas que no ofrecen más que tranquilizaciones dogmáticas y retórica vacía). El poder humano es más fuerte que la realidad trascendente. Los poderosos tienen “divinidad”, pero las divinidades no tienen poder real (sólo “simbólico”).

          —No hay ninguna distancia entre el subtexto del himno de Hermocles y la monarquía que se autoproclama elegida “por gracia divina”. Este himno sería parte de una corriente basada en la divinización de monarcas, militares, conquistadores o caudillos. Acaso comenzó por influencia oriental en los últimos años de Alejandro Magno y se vería continuada siglos después en el culto oficial de los emperadores romanos.

          Según Carlos García Gual, este fenómeno coincide con la decadencia de la religiosidad tradicional y llega a establecerse con un sustento filosófico: “Por las mismas fechas [siglo III a.C.]”, escribe, “un filósofo de moda, Evémero de Mesana, exponía en la corte de Macedonia una teoría propia sobre el origen del culto a los dioses. Según Evémero, los dioses no son más que figuras de antiguos monarcas y héroes benefactores divinizados por la gratitud de la gente, magnificados en sus gestas y figuras a través del tiempo y de un irónico olvido de su raigambre histórica. Con esa teoría retrotrae a épocas remotas el fenómeno contemporáneo de la deificación de reyes y conquistadores”.[1] Fue sin duda debido a esta manipulación de la espiritualidad que Epicuro concibe a dioses que están más allá de toda preocupación humana, y “que no se ocupan de agradecimientos ni de cóleras”.

 

*

 Nota

[1] Carlos García Gual: Epicuro, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (VI).]

 

 

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