viernes, 16 de julio de 2021

Los dioses (Una tipología) (VI)

DGD: Postales, 2021.

 

 Se dijo en otro tiempo que Dios podría crearlo todo a excepción de cuanto fuera contrario a las leyes lógicas. De un mundo “ilógico” no podríamos, en rigor, decir qué aspecto tendría.

Ludwig Wittgenstein: Tractatus logico-philosophicus (3.031)

A un pueblo sólo se le puede conocer bien a través de sus dioses.

Marguerite Yourcenar: Archivos del Norte

Pero también, también los dioses mueren para ser inmortales / y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y los escombros.

Olga Orozco: Cantos a Berenice

 

 Revuelta contra los dioses

 

En De rerum natura, Lucrecio describe con memorable exaltación a Epicuro como el más incisivo de los filósofos de la Antigüedad que se atrevieron a volverse contra los dioses:

 

Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una terrible mueca caer sobre los mortales, un griego osó el primero alzar contra ella sus perecederos ojos y rebelarse en contra. No lo detuvieron ni los mitos de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con su amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánimo y su ansia por ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. Su vigoroso espíritu triunfó y avanzó más lejos, más allá de las llameantes murallas del mundo, y recorrió el todo infinito con su mente y su ánimo. De ahí nos aporta, botín de su victoria, el conocimiento de lo que puede nacer y lo que no puede, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder, y sus mojones hincados hondamente. Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies; nos enaltece al cielo la victoria.[1]

 

          En este texto podría verse una especie de protomaterialismo e incluso una decidida (y deicida) toma de partido por la ciencia opuesta a la religión. Sin embargo, en una paradoja significativa, Epicuro se convirtió en el liberador de la superstición (“que a tantos crímenes puede persuadir”, escribe Lucrecio, para quien no existe diferencia entre religio y superstitio), pero no alcanzó ese inimaginable logro a través de negar la existencia de los dioses, sino de todo lo contrario. En la Carta a Meneceo, Epicuro escribe:

 

Los dioses, en efecto, existen. Porque el conocimiento que de ellos tenemos es evidente. Pero no son como los cree el vulgo. Porque no los mantiene tal como los intuye. Y no es impío el que niega a los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Porque las manifestaciones del vulgo sobre los dioses no son pre-nociones, sino falsas suposiciones. Por eso de los dioses se desprenden los mayores daños y beneficios. Habituados a sus propias virtudes, en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando como extraño a todo lo que no es de su clase.

 

          La postura de Epicuro no fue entendida sino como una simple herejía; Cicerón y Plutarco compartieron el mismo escándalo que rodeó de ataques e infundios a la escuela epicúrea, y el propio Clemente de Alejandría lo llamó “iniciador del ateísmo”. Tendría que transcurrir un largo tiempo para que, en la época de Nietzsche, se reparara por fin en lo que tal vez tampoco fue el propósito de Epicuro (que sólo quería deshacerse de los terrores tanto filosóficos como populares ligados a la religión): fundamentar —escribe Carlos García Gual—, “sin recelos trascendentes, una moral enteramente autónoma y humana, en un universo sin teleología y sin teodicea”.[2]

          Los dioses iracundos, que se expresan por medio de la cólera, la venganza, la coacción y el castigo, están lejanos a Lucrecio; según este poeta, a los dioses “ni el enojo y la cólera los mueven” (De rerum natura, II, 827-834).

          Epicuro, maestro de Lucrecio, se deshace de los dioses como fuente de temor y los toma como modelo de felicidad: “el ser divino es inmortal y feliz, tal como está grabada en nosotros la concepción común del dios”, y así aconseja: “no le adjudiques nada ajeno a la inmortalidad ni separado de la felicidad; en cambio, considera que existe en él todo lo que puede conservar su felicidad junto con su inmortalidad” (Carta a Meneceo).

          El ignorante teme a los dioses; el sabio, puesto que sabe a los dioses indiferentes y sólo embebidos en su propia plenitud, intenta imitarlos. Así se explica la aparente contradicción de que los discípulos de Epicuro lo llamen divino.[3]

 

 

Lenguaje de dioses y de hombres

 

—Un aspecto esencial es que los dioses llaman a seres y cosas con nombres distintos a los que usan los hombres. Un ejemplo entre tantos otros: Ovidio (Metamorfosis XI) menciona al numen al que los dioses llaman Icelón, y el pueblo de los mortales Fobetor.

          —Explica Marta Alesso: “En varios pasajes en los textos homéricos se da una doble denominación a algunos objetos o personajes: en Ilíada I.403, el gigante de cien manos es llamado Briareo por los dioses y Egeón por los hombres; en Ilíada II.813 una colina es llamada Batiea por los mortales y Tumba de Mirina por los inmortales; en Ilíada XIV.291 un ave canora es mencionada como calcis por los dioses y kýmindis por los hombres. El caso más conocido es el del río Escamandro (Ilíada XX.74) según los humanos, pero Janto según las divinidades. En Odisea no se dice el nombre que otorgan los hombres a las formaciones a las que los dioses llaman Rocas Errantes (XII.61)”.[4] Tampoco en Odisea X.305 se dice cómo llaman los mortales a la misteriosa planta mágica a la que los dioses dan el nombre de moly, que desde épocas tempranas fue considerada un antídoto para cualquier estado de locura. ¿Omisión o falta de nombre humano?

          En ningún momento se dice que averiguar el nombre que dan los dioses a algo implique alguna clase de poder para un mortal. Parece sencillamente tratarse como lenguajes respectivos de distintas razas. Por ejemplo, los terrestres conocen el nombre de la ambrosía y del néctar, pero sólo excepcionalmente tienen contacto con esos alimentos sagrados, precisamente cuando un dios se los adjudica. Conocer el nombre de la moly no capacita a un humano para hallarla y manejarla (“es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo”, Odisea X.306); no obstante, los mortales saben de su existencia... precisamente por el mito. Éste les da el nombre secreto de las cosas: puede no haber un específico poder en ese conocimiento (o no para todos, sino únicamente para iniciados y hechiceros), pero amplía la realidad humana al comunicarla, así sea verbalmente, con esferas superiores.

 

*

 

Notas

[1] Lucrecio: De rerum natura, I, 62-79; trad. E. Valentí.

[2] Carlos García Gual: Epicuro, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

[3] Otra contradicción análoga se presenta cuando Hércules pregunta en medio de su último suplicio “¿Y aún hay quien pueda creer que existen los dioses?”, justamente antes de convertirse él mismo en dios.

[4] Marta Alesso: Homero. Odisea. Una introducción crítica, Santiago Arcos Editor (Para leer / Clásicos 3), Buenos Aires, 2005.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (VII).]

 

 

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