miércoles, 15 de diciembre de 2021

Los dioses (Una tipología) (XXI)

DGD: Postales, 2021.

 

 

Providencia, Destino y Fortuna

 

Los dioses no están contenidos en los cuerpos, sino que sus vidas y sus acciones divinas los contienen; no están orientados hacia los cuerpos, sino que los cuerpos que contienen están orientados hacia la causa divina.

Jámblico: Libro de los Misterios Egipcios

 

Para Salustio, sin embargo, existe una magnitud inasible por encima de los dioses hipercósmicos: el Dios-Uno-Bien-Esencia.

          Las jerarquías marcadas por Salustio pueden compendiarse de esta manera: 1) Por encima de todo está el Dios-Uno-Bien-Esencia. 2) Bajo él, los Dioses-Intelecto, lo Inteligible, los dioses Hipercósmicos. 3) Inmediatamente después están los Dioses-Demiurgos, los creadores, los dioses Encósmicos. 4) Después viene el alma, creada por los dioses Hipercósmicos en relación con el Dios-Uno, pero que pierde su jerarquía al descender y mezclarse con lo corporal, con la materia.

          De esta progresión surge el sentido: “El deber del alma es remontar el camino; el medio es la encarnación y la correcta guía del cuerpo-recipiente”.

          En esta tipología añade un tercer nombre: “Del mismo modo que efectivamente la Providencia y el Destino existen para pueblos y ciudades, y existen también para cada hombre, así también la Fortuna”. Esta última es definida como “El poder de los Dioses que ordena los diversos e inesperados acontecimientos para bien”.

          En la Epístola a Macedonio, el filósofo sirio Jámblico, maestro de Juliano y de Salustio, escribía:

 

Los movimientos del destino que se refieren al cosmos se asemejan a las actividades y revoluciones inmateriales e intelectuales, y su orden puede compararse con el buen orden inteligible e incorruptible: las causas posteriores se cohesionan con las causas anteriores, y como la multitud en la generación se anuda a la esencia indivisible, así también todo lo propio del destino, con la providencia anterior. El destino, pues, de acuerdo con la esencia misma, se entrelaza con la providencia, y por el hecho de que existe la providencia, el destino desciende de ella y subsiste en torno a ella.

 

Y agrega: “Cuando los seres superiores son la causa de los sucesos, un dios es su vigilante, pero cuando son los seres que están en la naturaleza, su vigilante es un démon. Por tanto, siempre todo se lleva a cabo con una causa, y absolutamente nada se introduce sin orden en los seres que han de generarse”.

          La conclusión de Jámblico es también serena pero enfática:

 

Así pues, dado que el hombre está en un alma, y el alma es intelectual e inmortal, por lo tanto también lo bello y lo bueno y el fin de ella [del alma] están presentes en la vida divina, y ninguna de las cosas de naturaleza mortal tiene poder o para contribuir en algo para la vida perfecta, o para quitar su felicidad. En efecto, para nosotros lo dichoso está totalmente en una vida intelectual, y ninguno de los medios hace que ésta se entregue, ni puede eliminarla. Por lo tanto, en vano se propagan entre los hombres las suertes y los desiguales dones de la suerte.

 

La cuestión, sin embargo, se complica aún más cuando se considera el hecho de que, visto en retrospectiva, el azar parece destino.

 

 

El mal no existe

 

Salustio resuelve el problema del mal (“¿cómo, si los Dioses son buenos y hacen todo, existen los males en el Mundo?”) a la manera neoplatónica: el mal no existe, “sino que por ausencia del bien se da, al igual que la sombra en sí no existe, sino que por ausencia de luz se da”, puesto que en oposición a los maniqueos o gnosis valentiniana el neoplatonismo no concibe la existencia del mal en sí.

          El mal no existe, pero existe el pecado. Salustio llega a su punto más polémico: “El alma peca, pues, porque tiende al bien, pero yerra respecto al bien, porque no es esencia primera. Con el fin de no errar y, si ha errado, remediarlo, se pueden observar numerosos remedios procedentes de los Dioses: artes, ciencias y ejercicios, plegarias, sacrificios y ritos de iniciación, leyes y constituciones políticas, juicios y castigos, deben su existencia a tratar de impedir que las almas yerren; y a su salida del cuerpo los Dioses y Démones purificadores las purifican de sus errores”.

          Pero en la cuestión del sacrificio animal no todos los neoplatónicos están de acuerdo; Porfirio lo condena en su Sobre la abstinencia y también abomina de ella el propio Jámblico en Sobre los misterios egipcios. Por su parte, Salustio lo defiende de una forma acorde con su propia lógica: “En primer lugar, puesto que tenemos todo a partir de los Dioses, es justo ofrecer a los dadores las primicias de sus dones: las primicias de nuestros bienes bajo la forma de ofrendas, de nuestros cuerpos bajo la forma de cabellos, y de nuestra vida bajo la forma de sacrificios”. En el capítulo XVI de Sobre los dioses y el mundo parece que quiere dejar más esclarecido el asunto cuando afirma que “sin sacrificios las oraciones son simples palabras, pero acompañadas de sacrificios, se convierten en palabras animadas”.

          Ya Ovidio en Metamorfosis (XII, 1) aplicaba un razonamiento análogo: “[Calcante] ni desconoce ni oculta que hay que aplacar la ira de la diosa virgen con sangre virginal”.

 

 

La cólera de los dioses

 

Otra idea a la que Salustio transfigura es la celebérrima cólera de los dioses: “si somos malos, hacemos a los Dioses enemigos nuestros, no porque ellos se irriten, sino porque nuestros pecados no les permiten iluminarnos y nos ligan a los Démones castigadores”. Brillante manera de revertir la noción de ira divina como principio del mundo, y también de hacer suyo el principio epicúreo de la absoluta indiferencia de los dioses respecto a los hombres: éstos, para Salustio, son bondadosos y sólo se enojan cuando no se les permite hacer el bien; no son indiferentes sino a las blasfemias o herejías (como el cristianismo).

          Acaso Salustio también responde a aquella sentencia preferida por Borges. En un universo tejido por la providencia, la fortuna y el destino, los dioses dotan al hombre de libre albedrío para que elija qué cantar. Algunos cantarán a la desdicha; otros, al extraño portento de estar vivos; no faltará quien adopte el canto por el canto mismo, ni tampoco estará ausente aquel que, a través de los mitos, cante la búsqueda sagrada de lo divino sobre sí mismo.

 

*

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XXII).]

 

 

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