miércoles, 16 de marzo de 2022

Creer (II)

DGD: Postales, 2021.

 

 El hombre es hecho por su creencia. Según cree, así es.

Bhagavad Gita

 

Se cree con facilidad lo que se desea ardorosamente.

Ovidio

 

La fe es la virtud por la cual el hombre cree que es verdadero aquello que no siente ni entiende.

Ramon Llull

 

Una gran mayoría de pensadores coinciden en una separación entre el pensar y el creer (casi con el mismo ímpetu con el que suele separarse a filosofía y religión). Pocos como Antonio Machado atentaron contra esa separación: para el poeta español no existe esa frontera entre razonamiento, creencia y, en última instancia, fe:

 

La fe platónica en las ideas trascendentes salvó a Grecia del solus ipse en que la hubiera encerrado la sofística. La razón humana es pensamiento genérico. Quien razona afirma la existencia de un prójimo, la necesidad del diálogo, la posible comunicación mental entre los hombres. Conviene creer en las ideas platónicas, sin desvirtuar demasiado la interpretación tradicional del platonismo. Sin la absoluta trascendencia de las ideas, iguales para todos, intuibles e indeformables por el pensamiento individual, la razón, como estructura común a una pluralidad de espíritus, no existiría, no tendría razón de existir. Dejemos a los filósofos que discutan el verdadero sentido del pensamiento platónico. Para nosotros lo esencial del platonismo es una fe en la realidad metafísica de la idea, que los siglos no han logrado destruir. [Juan de Mairena, 1936.]

 

          Para Machado el origen de la íntima (y obliterada) relación entre creer y pensar es clara:

 

Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado o construido todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas, permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, en cierto modo, a que sólo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás. Y el hecho —digámoslo de pasada— de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire.

 

A veces, más que una identidad, Machado ve una jerarquía: “Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu. Hay hombres tan profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan. Y casi —me atreveré a decir— es ello lo más frecuente. Esto debieran tener en cuenta los políticos”.

          Acaso únicamente un poeta podría haber llegado tan lejos en la filosofía:

 

Porque Kant no escribió una cuarta Crítica —concedemos que hizo bastante con las tres que dejó terminadas—, una Crítica de la pura creencia, la distinción entre el saber y el creer no ha trascendido más allá de la esfera teológica, y se encuentra aproximadamente como en los felices tiempos de Duns Scotus. Todavía no hemos reparado en que la creencia plantea problemas independientes de la religión. Porque se puede creer o no creer en Dios, pero no menos se puede creer o no creer en la realidad del éter, de los átomos, de la acción a distancia, en la idealidad o no idealidad del tiempo y del espacio y hasta, si me apuráis, en la existencia del queso manchego. Tampoco hemos de confundir la creencia con la mera opinión sobre las cosas del hombre ingenuamente realista. Lo que constituye una creencia verdadera es la casi imposibilidad de creer otra cosa, su hondo arraigo en nuestra conciencia. El credo quia absurdum est [“Creo porque es absurdo”], atribuido a Tertuliano, contiene una verdad psicológica: la de un estado de espíritu en que la creencia se atreve a desafiar a la razón. No hemos de aceptarlo, sin embargo, como verdadero en el sentido de que sea necesario a la creencia la hostilidad del saber, o de que sólo pueda creerse en lo revelado por Dios contra los dictados de la razón humana; porque lo más frecuente es creer en lo racional, aunque no siempre por razones.

 

          En Como les guste, Shakespeare cita un refrán que sintetiza brillantemente esta distinción entre el saber y el creer que tanto preocupó a Machado: “El necio se cree sabio, pero el sabio se sabe necio”. Y es que, en efecto, resulta asombroso que no se haya reclamado una categoría filosófica al creer, noción que aparece en el fondo de todas las nociones, acto que surge en el origen de todos los actos.

 

*

 

[Leer Creer (III).]

 

 

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