lunes, 15 de agosto de 2022

Creer (XVII)

DGD: Postales, 2022.


La credibilidad, dice Saramago, es la condición sine qua non de la verdad. Si la verdad, siendo verdadera, no es creíble, será tomada por mentira. De ahí el sofisma que ha empleado sin cesar el discurso político: si la verdad tiene que ser verosímil, o de lo contrario no será aceptada, entonces lo verosímil por sí mismo será verdad. Y las reglas para que algo sea creíble serán las reglas para construir la “verdad”. Los medios masivos están saturados de discursos que, por ser extremadamente verosímiles, son tomados por tanto como verdaderos. La verosimilitud se convierte en la prioridad, puesto que ella deja de ser vista como lo que es, una construcción retórica, y se convierte en sí misma en la evidencia de que es verdadera, en la prueba de su verdad.

 

Agnosticismo y gnosticismo

 

“Las formas son el alimento de la fe”, exclamó Newman en uno de esos grandes momentos de sinceridad que nos hacen conocer y admirar al hombre. Y tenía razón, aunque no supiera cuán terriblemente la tenía. Los credos son aceptados no porque sean racionales, sino porque son repetidos. Sí; la forma es el todo.

Oscar Wilde: “El crítico como artista”

 

La gran dicotomía que se presenta a lo largo de los siglos es la que opone a agnosticismo y gnosticismo. En términos muy generales, el primero afirma que el conocimiento ulterior es imposible para el hombre, mientras que el gnosticismo señala una vía sin duda ardua y acaso impracticable, pero no imposible; las vías para la iluminación difieren como son distintas las de cada hombre sensible y pensante, pero coinciden en una confianza, una convicción, una fe. Por su parte, el agnóstico no confía más que en la absoluta imposibilidad de creer, es decir, de conocer. Y a fuerza de confiar, vuelve a nacer una cierta forma de la fe... ¿O confiar es distinto de creer? ¿Puede confiarse en algo sin creer en aquello en lo que se confía?

          En principio, la postura agnóstica parece surgir de una humildad: el ser humano sencillamente no está hecho para desentrañar el Misterio. Sin embargo, esta humildad no carece de soberbia: el hombre, autosuficiente, da la espalda a una divinidad que no se muestra, que no responde, que no parece responsabilizarse por la vida a la que supuestamente ha creado. Y no parece haber sino soberbia en el fondo del gnosticismo, que define al hombre como perfectamente capaz —si en verdad lo quiere— de dialogar con los númenes.

          Uno de los matices más esquivos de esta cuestión es abordado por Chesterton cuando escribe:

 

Puedo entender que grandes hombres, como Rossetti y Swinburne, confíen plenamente en el ángel de Blake. Confían en los ángeles, pero no creen en ellos. Yo, en cambio, sí creo en los ángeles, incluso en los ángeles caídos.

 

Si se sigue esta intuición, Rossetti y Swinburne confían en algo en lo que no creen (podría decirse que confían en los ángeles como invenciones: su confianza es literaria), mientras que Chesterton cree en algo en lo que no necesita confiar (separa creer de inventar, fe de literatura). Extendiendo este esquema podría decirse que la postura de Chesterton es gnóstica, en tanto opuesta al agnosticismo de Rossetti y Swinburne.

          El mismo Chesterton usa una curiosa analogía para ilustrar las dos vías:

 

La diferencia entre ser verdaderamente religioso y sólo sentir curiosidad por las cosas psíquicas es comparable a la que existe entre beber cerveza y beber brandy, entre beber vino y beber ginebra. [...] La gente bebe un vino determinado porque es su favorito, porque lo considera mejor que otros o porque es de su tierra. El alcohol se bebe sólo porque es alcohol.

 

Una vez más, podría sustituirse “gnóstico” en donde Chesterton dice “cerveza” o “vino”, y “agnóstico” en donde menciona “brandy” o “alcohol”. Y sin embargo, Chesterton describe a los gnósticos como aquellos que “estuvieron a punto de capturar a la cristiandad y a quienes se persiguió por su pesimismo”. ¿No es el pesimismo la característica del agnosticismo, no se llama pesimista a quien se limita voluntariamente en un mundo determinado por la devastación y el sinsentido?

 

* * *

 

Desde sus inicios, la iglesia católica sabía que no existe una fe absoluta, que nadie carece de un cierto porcentaje de duda, ni siquiera los religiosos más aparentemente convencidos o fanáticos. La respuesta ante este problema fue lo que se denomina patrística, basada en la autoridad de los Padres de la Iglesia; las doctrinas de éstos no eran susceptibles de ninguna forma de la duda; toda indecisión en los patriarcas o profetas era simbolizada por el demonio y sus tentaciones, todo cuestionamiento era caer bajo el influjo del Mal. Durante los primeros ocho siglos del cristianismo fue la tónica esencial: la imposición de la “verdad revelada” sin admitir nunca directamente ese infaltable porcentaje de duda.

          Con el tiempo la corrupción de los eclesiásticos y la directa intervención de la iglesia en la lucha por el poder político llegó en la feligresía a un extremo intolerable: ¿cómo podían poseer la verdad revelada individuos corruptos, hipócritas, de obscena ostentación de la riqueza y vidas opuestas a los principios del cristianismo primitivo? Así llegó el momento gatopardista por excelencia, el gran cambio para que todo siguiera igual: la escolástica. El golpe maestro se dio cuando, en vez de rechazar el acto de cuestionar y el pensamiento deductivo, la teología se sirvió de ellos para “reforzar a la fe”; si hubo una “coordinación” entre la lógica y la doctrina, ella tenía un carácter de amo-sirviente, porque en cualquier caso siempre suponía una clara subordinación de la razón a la fe. De ahí el precepto Philosophia ancilla theologiae, “La filosofía es sirvienta de la teología”.

 

 

Instancias de creer

 

Cuando no creo en nada, no quisiera encontrarme contigo, cuando no crees en nada.

Antonio Porchia: Voces

 

La fe parece ciertamente una forma de la magia. A lo largo de la historia, lo profano ha avanzado de modo paralelo a lo religioso en una tensa relación que va de la guerra de religión y las inquisiciones a lo sincrético. El antiguo mundo pagano ha aprendido a esconderse en las sombras de la religión, pero sus rastros se perciben en todas partes, sobre todo en las menos evidentes.

          Un ejemplo entre miles posibles. En una película comercial basada en el tema deportivo, un personaje exclama: “Tenemos que hacer la jugada”. Uno de sus compañeros protesta: “No estamos preparados. Sólo la hemos ensayado una vez”. Aquél hace un gesto como para ahuyentar las dudas de su colega, y le dice: “Saldrá bien. Sólo tenemos que creer”.

          Ese gesto no es sólo la expresión de una idea en el lenguaje corporal: es también y sobre todo un conjuro equivalente a los pases mágicos que hacen hechiceros y brujas en la literatura y el cine fantásticos. Este personaje usa creer casi en el sentido de “moldear o condicionar el futuro”. ¿Vana esperanza o recuerdo perdido de una cierta capacidad del hombre, en cuyo caso creer es en efecto crear?

 

 

Diferencia entre duda e incredulidad

 

En un célebre episodio del Evangelio de Juan, el apóstol Tomás niega la Resurrección de Cristo mientras no vea y toque personalmente las heridas infligidas a Jesús en la Cruz. Este episodio se conoce también con el nombre de “La duda de Tomás”, y aquí los estudiosos afirman que la palabra “duda” no refleja de forma tan precisa la historia como la palabra “incredulidad”.

          Si por un lado se subraya la defensa que hace Jesús de la fe por medio del lema Sola fide (“por la fe sola” o “sólo por la fe”), el anglicano Thomas Hartwell Horne, en su Introduction to the Critical Study and Knowledge of the Holy Scriptures (1818), alaba la incredulidad de Tomás —Hartwell afirma que los otros apóstoles tampoco creen, y que sólo Tomás se atreve a manifestarlo—, y la considera una creíble evidencia realista que refuerza la veracidad de los evangelios, “ya que resulta poco probable que se trate de una invención”; para Hartwell ese acto de sospechar de lo aparentemente imposible es un rasgo que “demuestra su fiabilidad como testigos”. Insuperable paradoja: a fin de cuentas Hartwell se suma a la multitud de analistas, teólogos o laicos, que han usado la historia de Tomás para reforzar su incredulidad y al mismo tiempo reafirmar su fe.

 

*

 

Tomás se ha vuelto el foco de la conmiseración de muchos teólogos, que le tienen piedad por carecer del sublime ojo de la fe y sólo depositar su confianza en el vulgar ojo de la carne. Pero si ese ojo de la fe es capaz de ir contra la lógica, y de percibir lo que es invisible a la vista común, ¿por qué se usa solamente para ver aquello que está escrito de antemano por la ley como “lo que debe ver el que posee el ojo de la fe”?, ¿por qué ese ejercicio no se extiende a todos los linderos de lo real y a todo aquello que desafía a la lógica y la sensatez y que podría llegar a verse?

          El teólogo responderá que por eso se llama ojo de la fe y no de la videncia, porque de lo que se trata es de creer en realidades superiores prescritas por el dogma y la revelación, y no en cualquier cosa que podría fácilmente caer en terrenos de la herejía o de la superstición. Una vez más, lo que hay detrás de lo invisible es lo que indica la autoridad, lo que está sancionado por la ley o lo que aceptan las costumbres. Todo lo demás queda condenado: la fe sólo podría usarse para los fines de una institución religiosa.

          La lógica del episodio de Tomás termina menos por alimentar a la fe que por develar la manipulación del propio acto del escepticismo. Este acto es alabado si coincide con lo que se le dice que debe ver, y es condenado si alguien pretende investigarlo a fondo.

 

*

 

La diferencia que Hartwell establece es, puesta en las simples palabras de la ortodoxia, que la duda inmoviliza y confunde, es decir que pertenece al demonio, mientras que el escepticismo es divino porque moviliza y libera. La pregunta es: ¿por qué, entonces, la propia ortodoxia a continuación anatemiza y sataniza a cualquier otro uso posible del escepticismo?

 

*

 

El habla cotidiana no usa a duda y escepticismo como contrarios, sino como grados en una única escala. Quien duda titubea entre opciones, cae en ambigüedad, se inmoviliza; el escéptico duda en un grado mayor, puesto que, a diferencia del “dudoso”, busca razones para cuestionar, argumenta, dilucida. Acaso la verdadera dicotomía se da entre escepticismo y negación. Y es ahí en donde el círculo se cierra, puesto que el que niega puede tener menos argumentos que convicciones no verbales, es decir, fe. ¿La fe es un círculo que se cierra, o un umbral a una circularidad mayor?

 

*

 

[Leer Creer (XVIII).]

 

 

P O S T A L E S  /  D G D  /  E N L A C E S

Voces de Antonio Porchia

Postales

Postales de poesía

 

 

No hay comentarios: