domingo, 15 de enero de 2023

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (VIII)


 

 

Postales: imagen hablante y vocablo icónico (VIII)

Entrevista con Daniel González Dueñas

Praxedis Razo

 

 

En tus postales, ¿la imagen es un eco, un armónico de la cita; o la cita lo es de la imagen?

            —Desde luego que el texto no necesita a la imagen, pero todo texto es en sí la invocación de una imagen que podría llamarse “interior” o “subjetiva” (¿extradiegética?, ¿interdiegética?). No es tan fácil de discernir el caso inverso (el de que la imagen no necesite al texto), y precisamente para este caso es que brota de inmediato el gran despiste, aquel rapaz lugar común según el cual “una imagen dice más que mil palabras”, gran trampa que queda a la vista cuando uno pregunta quién dice esas mil palabras, en qué nivel y, sobre todo, cuáles son esas mil palabras. Ese podría ser el lema de la campaña general de analfabetización que nos afecta. En realidad debería decirse “Una imagen dice más que mil palabras siempre y cuando éstas no se digan”.

 

Has ido delineando en esta charla el mundo de la inmediatez y las estrategias de poder que pesan sobre él. ¿Cómo actúa esta específica estrategia de las mil palabras?

            —Las famosas mil palabras sólo existen como promesa, nunca como cumplimiento. Es una jugarreta muy hábil, porque la pura potencialidad cumple la promesa sin tener que demostrarse: la persona que adopta ese lema como “gran verdad” se siente perfectamente capacitada para decir esas mil palabras y esa sensación le basta: jamás llega a decirlas porque considera que ello no es necesario (le parecería una pérdida de tiempo y energía, un acto absurdo). La así “demostrada” e impuesta supremacía de la imagen sirve, ante todo, para acallar a la palabra, es decir a la inteligencia, que queda mantenida y soterrada en el nivel de lo no necesario.

 

La imagen recibe todo el apoyo en los medios.

            —Así es. En las industrias del entretenimiento y la información de Occidente (y del Oriente occidentalizado) la imagen ha alcanzado una enorme depuración; en las décadas pasadas cuando en una película había un vistoso efecto especial, el espectador tenía tiempo de preguntarse “¿cómo hicieron eso?”, y aunque no tuviera formación técnica conseguía aproximarse en su imaginación a la “cocina” cinematográfica (esta aproximación era muy útil en tanto ejercicio de graduación de realidades). Ahora ya no “hay” efectos en las películas o series televisivas: ellas son enteramente efectos especiales (prácticamente cada encuadre está más o menos intervenido por el arte digital a través de computadora); el espectador abandona el intento de imaginar el proceso tecnológico y se entrega a esa apabullante virtualidad icónica que a cada momento está disminuyendo su capacidad de traducción de pensamiento y sentimiento, es decir de poner en palabras todo aquello que la imagen le da y del sitio al que lo transporta.

            Si eventualmente el espectador medio se encuentra obligado a traducir su experiencia a las palabras, usa las que emplean los personajes mismos de esa ficción (o los realizadores o los críticos y especialistas), o de plano opta por el silencio, que parece decir “más que mil palabras” (se vuelve imagen él mismo). Es así como se sumerge no sólo en la ideología de un determinado producto, sino de la industria entera de la que ese producto forma parte y, en última instancia, recibe toda una cosmovisión. Independientemente de que en el espectador brote una resistencia mayor o menor ante esta imposición, se trata de la cosmovisión con la que el público está más familiarizado, y de hecho la única, puesto que se le pormenoriza hasta en sus mínimos detalles a cada momento, 24 horas al día, siete días a la semana, en los mensajes audiovisuales de todos los canales, plataformas y sistemas. Todas las historias están basadas en esta cosmovisión, que es una definición del mundo en todos los niveles, desde el social hasta el político, desde el filosófico hasta el religioso...

 


Es muy alto el nivel de excelencia visual logrado por la tecnología digital.

            —Por dar un ejemplo destacado, en cada una de las películas de los estudios Marvel trabajan más de cinco mil técnicos, y más de mil de ellos son artistas gráficos digitales. La tecnología ha superado a la imaginación: es ya perfectamente posible llevar a la pantalla cualquier cosa que imagine un “creativo” o grupo de think tank, aun lo más delirante, lo más abstracto o complejo, y de hecho lo que falta es demanda, puesto que la oferta parece sólo esperar verdaderos desafíos. En la inmensa mayoría de los casos la animación por computadora se usa como adorno hasta en el menor comercial televisivo; esta tecnología se abarata por la competición de empresas dedicadas a efectos cada vez más especializados. En un solo encuadre hay el trabajo de docenas de estas empresas (las hay especialistas en humo, luz, naves, sombras, explosiones, muchedumbres, etcétera).

            Los niños nacidos después de la aparición de esta tecnología toman ese virtuosismo como algo “natural” y miran con piedad a las películas de las décadas anteriores. No se les ocurre pensar que quienes las hicieron estaban mucho menos iletrados que ellos mismos: sabían acentuar, elegir entre sinónimos, aplicar adjetivos, preposiciones y adverbios, usar formas de puntuación ahora en extinción como el punto y coma, describir situaciones e ideas sin lugares comunes ni abreviaturas, etcétera.

 


El caso parece distinto cuando se elige una imagen para acompañar un texto específico.

            —En efecto. Por un lado, el texto no requiere a la imagen porque la contiene subjetivamente, y adjudicarle una determinada imagen objetiva es en cierto modo “reiterativo” y hasta limitante, ya que la imagen subjetiva varía según el lector y el momento, mientras que la imagen adjudicada parece pretender una “exclusividad de representación”. La tautología desaparece cuando se considera que la imagen no pretende exclusividad sino simbolización tentativa y contiene la propuesta de mil lecturas posibles (todas concretas, todas verbales).

            En cuanto a la imagen, bien puede decirse que necesita un solo texto, y no valorable cuantitativamente (“mil palabras”) sino cualitativamente (palabras específicas que completen el sentido de esa imagen y acaso la doten de profundidad). El desafío de las postales no está en decir la imagen o imaginar el texto sino en devolver a ambos una convivencia, una colaboración (casi diríase una danza) de la que han sido artificialmente separados.

            De una imagen o de un texto se dice que tienen un sentido, o en su defecto, que lo buscan. Tener sentido es poseer dirección, ir en un rumbo determinado, y si esto es cierto, es evidente que la separación de imagen y palabra tiene un móvil estratégico: que no busquen juntas el sentido, o dicho de otra forma, que una vez aisladas una de la otra sus rumbos respectivos no tengan el impulso suficiente.

 
 

            En las postales la selección es peliaguda, y sólo puede calificarse como intuitiva. Es una muy difícil cuestión de balance. Amigos me han señalado que en algunos casos el texto “se come” a la imagen, mientras que en otros la imagen “roba cámara”. El tan arduo equilibrio se logra cuando ninguno predomina y entonces brota una especie de tercer elemento; incluso podría decirse que sólo hay equilibrio cuando parece que imagen y texto han nacido juntos, han recorrido caminos disímiles y se re-encuentran en la postal.

            He notado que en la hechura de las postales hay un incesante ir y venir entre dos polos. Uno de éstos es “la imagen corresponde fielmente al texto”; el otro polo es “la imagen es tan ambigua como el texto”. En algunas he apostado incluso por la ausencia de imagen propiamente dicha, es decir, por el tratamiento icónico de las letras.

 

 


            En otras, en fin, la imagen es letra, o aparece mínimamente en un espacio cerrado por el trazo de una letra.




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[Leer Postales: imagen hablante y vocablo icónico (IX).]

 

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