viernes, 16 de junio de 2023

Rafael Alberti: la estancia del ángel

DGD: Postales, 2023.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Rafael Alberti: la estancia del ángel

D.G.D.

 

En la larga vida y copiosa obra de Rafael Alberti (Puerto de Santa María, Cádiz, 1902-ídem, 1999) parece una temeridad —acaso necesaria— intuir como centro y cúspide un libro que publicó en la juventud, Sobre los ángeles (1927-1928). Los ángeles de Alberti son, como los de Rilke, terribles; lo sugiere de entrada el epígrafe proveniente de la rima LXXV de Gustavo Adolfo Bécquer: “...huésped de las nieblas...” (con frecuencia citado erróneamente como “de las tinieblas”).[1] El libro, por otra parte, está dedicado a Jorge Guillén, cuyos ángeles son más festivos y sensuales pero no menos trascendentes, como lo establecen dos versos de “Más vida”: “Nada se puede contra el ángel. / El ángel es”.[2]

            Evidentemente, Alberti no habla de entidades a tomar de modo literal o exegético: “Diluidos, sin forma / la verdad que en sí ocultan, / huyen de mí los cielos”. El poeta habla de metáforas, de símbolos, sí, pero no entendidas aquéllas como “adornos lingüísticos” ni los segundos como “fantasías del intelecto”. No atisba figuras exteriores: “muerta en mí la esperanza, / ese pórtico verde / busco en las negras simas”. Nace así la figura interior, el centro del canto: “Ángel muerto, despierta. / ¿Dónde estás? Ilumina / con tu rayo el retorno”. Un retorno que sugiere de inmediato la noción del paraíso: “¡Paraíso perdido! / Perdido por buscarte, / yo, sin luz para siempre”.

 

 

            La angelicidad es un pretérito que nunca fue presente: “Vestido como en el mundo, / ya no se me ven las alas. / Nadie sabe cómo fui. / No me conocen”. Es acaso el último resto de una esfera superior exiliada por uno mismo: “Yo te arrojé de mi cuerpo, / yo, con un carbón ardiendo”. La presencia desterrada persigue al desterrador y lo tortura: “Nieblas de a pie y a caballo, / nieblas regidas / por humos que yo conozco / en mí enterrados, / van a borrarme”.

 

 

            El poeta enfrenta con valentía indescriptible la potencia que encarna ante sus ojos; para él, los ángeles —ciertos ángeles— son acaso “niños de la noche, terribles, expulsados del cielo, / cuya infancia era un robo de barcos / y un crimen de soles y de lunas”.

            El poeta, despojado por sí mismo, insomne, indefenso, anónimo, surca un mundo igualmente despojado: “Sin ojos, sin voz, sin sombra. / Ya, sin sombra. / Invisible para el mundo, / para nadie”. Y en última instancia: “No es un hombre, es un boquete / de humedad, negro, / por el que no se ve nada”. Sin embargo, el poemario es el relato del reencuentro menos esperado: “Un año, ya dormido, / alguien que no esperaba / se paró en mi ventana. [...] Alguien dijo: ¡Levántate! / Y me encontré en tu estancia”.

 

 

            De todos los reencuentros posibles es acaso el cataclísmico: “Hubo luz que trajo / por hueso una almendra amarga”. Se ha iniciado, sin duda, el gran combate arquetípico: “Ángel de luz, ardiendo, / ¡oh, ven!, y con tu espada / incendia los abismos donde yace / mi subterráneo ángel de las nieblas”. El combate lleva toda una vida y a veces mucho más: “Párpados desvelados / vienen a tierra. / Sísmicos latigazos tumban sueños, / terremotos derriban las estrellas”.

 

 

            Y en el último nivel radica una posibilidad que es real aunque sea la más tenue: “Y el mar fue y le dio un nombre / y un apellido el viento / y las nubes un cuerpo / y un alma el fuego”. Sobre los ángeles es un libro-susurro que avanza vociferando: “He aquí paso a paso toda mi larga historia. / Guardadme el secreto, aceitunas, abejas”. Se trata de una intimidad que apenas cuenta con referentes incluso en el territorio de la poesía misma; sin embargo, entre los versos finales de este libro el poeta pide al lector un poco de distancia, “la mínima para comprender un sueño”.

 

 

            La estancia del ángel es la zona que el poeta abre para comprender su propio sueño, y es también el ámbito en que el lector puede hacer suya esa necesidad de enfrentar lo incomprensible. Estando en la montaña, ella es invisible: sólo puede apreciarse de lejos. La distancia es indispensable para contemplar la mayor inmediatez, la máxima intimidad.

            El propio Alberti llegó a comentar que escribió este poemario como resultado de una muy profunda crisis: de madurez, de fe religiosa, de ética y de conciencia.[3] De ahí la excepcionalidad de este libro, y de ahí esa distancia del poeta hacia sí mismo, que también el lector se ve en la necesidad de establecer respecto a su propia conciencia.

            Un lector escéptico y realista podría exclamar con ironía y condescendencia: “¡Los ángeles no existen!”. A ello Alberti, en la época en que había ya trascendido la crisis de una u otra manera, respondería acaso: “Pero podrían existir, y esa sola posibilidad lo transforma todo”. En las páginas de Sobre los ángeles, sin embargo, ha quedado impreso el descomunal alarido de un poeta que está viviendo la crisis en tiempo presente y cuya respuesta sería sin duda más enfática: “Tampoco los hombres existen. Pero podrían existir, y esa mera posibilidad lo transfigura todo”.


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Rafael Alberti, miembro de la llamada Generación del 27, fue miembro activo del Partido Comunista de España y se exilió tras la guerra civil. De regreso en España tras la instauración de la democracia, fue diputado en el Congreso en 1977 con el PCE; recibió diversos reconocimientos, como el Premio Nacional de Literatura (1925), el Lenin de la Paz (1965), el Cervantes (1983) o el Roma de Literatura (1991). Renunció a ser candidato al Premio Príncipe de Asturias debido a sus convicciones republicanas. Entre sus poemarios se encuentran Marinero en tierra (1925), Cal y canto (1929), Sobre los ángeles (1929), Nuestra diaria palabra (1936), Entre el clavel y la espada (1941), Pleamar (1944), Retornos de lo vivo lejano (1952), Poemas escénicos (1962), Canciones del Alto Valle del Aniene (1972), Poemas de Punta del Este (1979), Golfo de sombras (1986), Canciones para Altair (1989).

 

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Notas

[1] Estas son las dos primeras estrofas de la rima LXXV de Bécquer: “¿Será verdad que cuando toca el sueño / con sus dedos de rosa nuestros ojos / de la cárcel que habita huye el espíritu / en vuelo presuroso? // ¿Será verdad que, huésped de las nieblas / de la brisa nocturna al tenue soplo, / alado sube a la región vacía / a encontrarse con otros?”. En un artículo publicado en 1931, “Miedo y vigilia de Gustavo Adolfo Bécquer”, Alberti afirma que “Bécquer no dormía”, en el sentido de que su alma, “según él mismo descubre en uno de sus últimos poemas, se movía [de] noche por unos altos espacios habitados por ‘gentes’ desconocidas, mudas, que convivían con ella breves horas, en silencio”. También los insomnios de Alberti abundaban en ese tipo de visiones que no es posible sino llamar místicas: “Yo sólo sé decir que la alcoba de Gustavo Adolfo estaba llena de espíritus que [...] casi siempre eran impalpables, nebulosos, indefinidos: fantasmas. Y estos fantasmas eran los que le vigilaban su vigilia; los que él, a fuerza de agrandar los ojos en lo oscuro y hundir su brazo en el vacío, llegaba a palpar, [...] haciéndolos luego, al fundirles su sangre, criaturas tangibles de su poesía”. En algunas ediciones de Sobre los ángeles el epígrafe elegido por Alberti —sólo cuatro palabras que utiliza más bien para definir a Bécquer— aparece como “huésped de las tinieblas”, lo que asocia a los ángeles un significado tajante y seco (son terribles por caídos, por demoníacos), mientras que aquello a lo que aluden Alberti y Bécquer es a una incorporeidad más sutil, una escala que va “de la brisa nocturna al tenue soplo”.

[2] Guillén parece afirmar que sólo lo sagrado tiene plena existencia, y le basta un único verbo (es) para crear una asociación con la celebérrima respuesta de Dios a Moisés (Éxodo 3:13-14): “Soy El que Soy”, o bien “Soy El que Es”. El ángel es porque se halla cerca del pleroma, es decir, de la fuente. La escala queda establecida y en uno de sus últimos niveles (o dicho de otro modo, en una de las últimas estancias) se halla el hombre, del que por tanto puede decirse lo contrario de lo que se afirma respecto al ángel: si contra éste “nada se puede” (no es posible cambiarlo) porque participa más radiantemente del Ser, en el hombre sí se puede hacer algo, y es convertirlo en ángel.

[3] En su libro de memorias (La arboleda perdida, Seix Barral, Barcelona, 1987), Alberti revive esa época: “Coincidiendo con el arrastrarme los ojos por los barrizales, los terrenos levantados, los paisajes de otoño de sumergidas hojas en los charcos, las humaredas de las neblinas, mi salud se resquebrajaba, y los insomnios y pesadillas me llevaban a amanecer a veces derribado en el suelo de la alcoba”.

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 [Leer “El universo se investiga a sí mismo”: Roberto Juarroz]

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