miércoles, 15 de noviembre de 2023

Tomás Segovia: el cuerpo pensante (4)

DGD: Postales, 2023.

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Sobre poesía y poema (3)

Tomás Segovia

 

[Fragmentos extraídos de los cuadernos de notas de Tomás Segovia: El tiempo en los brazos, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015; tres tomos. Los encabezados son míos. (DGD)]

 

 

Poesía y realismo

 

Realismos. La realidad es poética. No quiero decir que sea “poética”, sino que es poética. Puesto que el hombre está en el lenguaje, y no al revés —o más bien es en el lenguaje—, se sigue de ello que no es cierto que la realidad muda sea anterior a la realidad hablada. Cuando buscamos la realidad “anterior a las palabras” ha habido ya palabras —la expresión misma lo indica. La realidad “desnuda” fue primero realidad “fingida” por las palabras. Lo cual no quiere decir que no exista; quiere decir que es después. Tampoco quiere decir que se identifique con la Palabra, o sea su producto. Realidad es lo que la palabra quiere “fingir” cuando quiere “fingir la realidad”. Por consiguiente nunca podrá entregar sino su ficción, y eso está implícito en la esencia misma de la Palabra (por eso la Palabra esencial es el Arte). Pero a su vez la realidad no puede darse sino como desnudamiento, desvelamiento, desciframiento de su ficción por la Palabra. Es el más allá de las palabras —el silencio que las rodea. Pero ese silencio no es mudez. La realidad confina con la Palabra, pero nosotros habitamos la Palabra y sólo podemos llegar a su frontera transportándonos a través de la Palabra. La frontera en que tocamos lo real (en que confinamos con ello) no está en lo mudo sino en lo callado (lo que las palabras callan). En lo mudo, real e irreal no se distinguirían. Lo mudo no tiene acceso para nosotros, es inconcebible.

            La palabra transforma esa potencialidad en actualidad: lo mudo, que es puro posible, es para ella lo callado —lo realmente callado. Lo callado es esta paradoja: lo mudo concebible. La realidad de lo real no puede ser dicha —pero puede ser callada y eso la arranca a la mudez. La realidad no puede nunca decirse pero tampoco puede darse mudamente. No puede darse sino en el lenguaje: en lo tácito del lenguaje. Lo tácito del lenguaje, lo que “dice” lo “indecible”, es el objeto propio de la poesía. Quitarle lo tácito al lenguaje es quitarnos la realidad. Quitarle lo explícito es quitarnos el lenguaje y la realidad. Porque al querer hacerlo cosa y devolverlo a la pura facticidad prerreal y muda lo perdemos también como cosa, puesto que sólo no siendo cosa puede entregarnos las cosas —y perdemos las demás cosas en cuanto reales puesto que renunciamos a callarlas en el lenguaje, que sólo puede callar a condición de poder decir.

            Todo esto se revela en la observación de que el mudo no es sólo el que no puede hablar, sino también el que no puede callar. Por eso el hombre nunca es mudo del todo. El verdadero mudo es el animal. De ahí el profundísimo problema de la “niña Mowgli” de que hablaron los periódicos hace unos años. [Julio 29 de 1965]

 

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 Poesía y conciencia (Machado)

 

¿Existe una conciencia poética? ¿Es la poesía una conciencia? Las dos preguntas no son necesariamente la misma si entendemos “conciencia poética” como la conciencia que la poesía puede tener de sí misma, mientras que con la otra pregunta pensamos más bien en una conciencia de la realidad que tal vez no es consciente de sí misma. Detrás de eso hay otra pregunta que es un viejo problema filosófico: ¿es toda conciencia autoconciencia?

            Tratándose de poesía, todo esto tiene que referirse específicamente al lenguaje. Podríamos decir que la poesía es precisamente el lenguaje como conciencia. El lenguaje utilitario, aunque tiene como propósito actuar sobre la realidad, implica una imagen de esa realidad. Si el lenguaje puede actuar sobre la realidad es porque él es una representación de esa realidad. Pero ¿una representación es siempre una conciencia? Parece que las operaciones de una máquina cibernética son o pueden ser operaciones sobre representaciones de la realidad. Sin embargo no creo que podamos decir que la máquina tiene conciencia de la realidad. Parecería que no basta tener una representación de algo para tener conciencia de ese algo, sino que se necesita además que esa representación se sepa representación. Podríamos proponer ya esta fórmula simplista: todo lenguaje es metafórico, pero la poesía es el lenguaje que se sabe metafórico —que se acepta como metafórico.

            Para la comodidad de la exposición llamaremos “representación” a la función del lenguaje que representa la realidad sin asumir plenamente esa representatividad, o sea abordando la representación como instrumental, como medio cuyo fin es la acción o el conocimiento. Y llamando, por otra parte, “figuración” a la función del lenguaje que renuncia a proponerse acciones o conocimientos para asumir plenamente la función que hace del lenguaje una figuración de la realidad.

            ¿Podemos decir entonces que la conciencia, distinguida provisionalmente de la autoconciencia, es figuración?

 

¿Pero el concepto no es también una representación que se sabe representación? El concepto sin duda se propone representar algún aspecto de lo real. Pero me parece que no puede decirse que lo real esté figurado en el concepto, sino más bien objetivado en el sentido de que se parece más a una representación codificada, por lo menos en cuanto que la operación básica del concepto es delimitar. Eso es sin duda lo que quiere decir Machado cuando insiste tanto en que la objetividad no puede corresponder a la realidad. Pero tal vez concluye demasiado apresuradamente que entonces la realidad es subjetiva.

 

Machado no acaba de decidirse entre el ojo “que es ojo porque te mira, / no es ojo porque lo ves” y el Gran Ojo que al verse a sí mismo lo ve todo. Tal vez la discrepancia se disiparía si lo dijera al revés: que es al ver todo cuando el Gran Ojo se ve a sí mismo.

            El concepto en todo caso no es metafórico (o pretende no ser metafórico). Ese modo de representación de lo real no se distingue de la representación de los límites de lo real —quiero decir de las partes de lo real, no de la totalidad de lo real. El concepto es por eso de naturaleza estructural, aunque no exprese una estructura efectiva manifiesta: como la estructura, consiste enteramente en oposiciones y exclusiones, sólo que aspira a dividir y organizar lo real antes de construir el sistema para esa organización, al revés de la estructura propiamente dicha, que no se organiza según la organización intuitiva de la organización real, sino según las reglas de un sistema enunciable en ausencia de la realidad. Podríamos decir que el concepto es, muy paradójicamente, un estructuralismo fenomenológico.

            En todo caso, Machado adivina que la figuración de lo real es una función de ese lenguaje que se llama precisamente “figurado”. Que justamente no capta o con-capta lo real como pretende el concepto, sino que lo figura; que no aspira a que algo quede dicho, sino a que no quede, a que siga siempre diciéndose —o para decirlo burdamente, a la manera de los simbolistas franceses, no aspira a decir sino a sugerir. En la raíz de todo esto está el tiempo, como bien ve Machado. Pero no tanto, como insiste él exclusivamente, porque la realidad esté cambiando constantemente mientas que la “objetividad” se sale del tiempo, porque también una figuración de algo real (un poema por ejemplo), en cuanto signo fijado, escapa al tiempo: un poema es incluso más incambiable, más “inmortal”, más “eterno” que un concepto. No es la fijeza del concepto lo que lo hace inadecuado para figurar lo real, es su delimitación, es el hecho de que representa lo real capturándolo, encerrándolo como su contenido, mientras que la figura en cierto modo “provoca” lo que representa, con un “contenido” que está también en su interior en algún sentido, pero no capturado, encerrado, porque incluso como “contenido” de un “continente” sigue rebasándolo por todas partes. [Octubre 5, 8 y 9 de 2007]

 

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No que gracias a la poesía “embellezca” yo la vida (eso sí que sería cursilería), sino en todo caso lo contrario: que gracias a la belleza de la vida puedo —o tengo que— hacer poesía —pero más exactamente ni siquiera eso, sino que la poesía y la maravilla de estar vivo son lo mismo.

            Por eso también me siento tan lejos de los escritores de poemas: para mí escribir poesía no es hacer nada. Querer ser profesional de la poesía es como querer ser profesional de la respiración o del crecimiento del pelo. [Marzo 24 de 2010]

 

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Desiderátum

 

La lectura masiva de poesía esta temporada me ha dejado la impresión, probablemente sesgada, de que se ha generalizado en la poesía una estética moderna con su correspondiente retórica que pone al alcance de casi todos la posibilidad de hacer poemas aceptables. Es quizá algo paralelo a lo que ha sucedido con la música pop: ayer vi un anuncio que ofrecía, para descargarlas en algún artefacto de bolsillo, cinco millones de canciones. Esto tiene que ver sin duda con el desarrollo de la información masiva. Da la impresión de que todos los preparatorianos de hoy saben hacer poemas de estilo vanguardista presentables, como todas las señoritas educadas de la Inglaterra de la Ilustración sabían hacer primorosas acuarelas.

            Y me pregunto una vez más si no será esa clase de producción la que merece llamarse arte, mientras que eso que yo cosecho en raros encuentros para guardarlo como mi tesoro es otra cosa. Recuerdo que hace muchos años escribí algo así como “El arte es la delimitación de un lugar donde sucede otra cosa”. O sea que esa otra cosa y el arte no son lo mismo. A la vez esa otra cosa sólo se da en el arte, en el terreno delimitado por el arte. Lo cual manifiesta que el arte cumple la esencia de todo lo que significa: un hecho que trae otra cosa que no es ese hecho mismo.

            Pero mi frase era en realidad un desiderátum. Definía lo que el arte debería ser o lo que podría llegar a ser. Más exactamente: lo que una obra de arte real y concreta debería o podría ser. Pero claro que puede haber un arte donde no sucede otra cosa. También puede haber un acto sexual donde no suceda otra cosa que el amor. Pero no por eso el acto sexual deja de ser delicioso o merece prohibirse. [Diciembre 30 de 2009]

 

Esa retórica vanguardista de la que hablaba ayer es difícil de describir porque no es un oficio. Tal vez es también por eso por lo que sus practicantes no suelen darse cuenta de que es una retórica. La retórica antigua era un oficio de efectos muy visibles, y podría por eso enunciar reglas claras y explícitas. Rebelarse contra esas reglas tenía que acabar por ser inevitable.

            Tal vez sea más adecuado entonces hablar de una estética que de una retórica vanguardista. Por ejemplo: en un poema vanguardista es imposible corregir nada puesto que no hay reglas. Es imposible también aprender o enseñar nada. La idea de enseñar Retórica y Poética sería hoy enteramente absurda (en realidad lo es desde el romanticismo). Y sin embargo es en esta época, y dentro de esa estética, cuando proliferan los talleres poéticos. ¿Qué se puede enseñar en un taller poético “moderno”? Esa “enseñanza” no puede ser de ninguna manera sino el capricho estético del “enseñante”.

            Y sin embargo hay allí una estética, por difícil que sea de describir, e incluso tal vez esbozos de una retórica. La estética caprichosa de esos enseñantes esconde en realidad una estética del capricho. Podríamos hablar de una estética —o casi una retórica— de la abstención. El barroquismo inverso de un horror al lleno. Construir frases evitando cuidadosamente todo uso figurativo. Frases que no se puedan aplicar a ningún aspecto de la experiencia interior o exterior. El juego es tanto más elegante cuanto esas frases más parodian o sugieren frases interpretables, como si amagaran con entregar un sentido pero nos lo escamotearan delante de nuestras narices. Ese estilo, por lo demás, es común a la poesía, la pintura y la música vanguardistas.

            De lo que se trata en definitiva es de no comprometerse con lo real. Es un arte blindado: no se le pueden pedir cuentas; o impune: no se le pueden hacer reproches. Seguramente hay detrás de esa estética una actitud psicológica defensiva: si una obra es ella misma la única pauta para juzgarla, es imposible condenarla. A quien está haciendo gorgoritos es ridículo reprocharle que no esté diciendo nada. La retórica de la abstención permite al artista no ponerse a prueba, no correr el riesgo de no dar la talla.

            Ahora: un arte así no puede dirigirse sino al gusto. Una frase inaplicable no tiene más sustento que su propia sintaxis. El lector de poesía vanguardista es un degustador de sabores gramaticales, con todo lo que el gusto implica de individualismo irreductible y arbitrariedad incomunicable. Sobre gustos no hay nada escrito significa que el gusto no tiene sentido, es autofundado y autorreferido, no tiene más justificación que ser como es y por lo tanto no responde a nada ni de nada. Los poemas vanguardistas son pues más o menos bonitos y nada más, y eso, naturalmente, según el gusto de cada uno. (¿No es paradójico que sobre esos objetos de buen gusto haya tantos miles de páginas escritas?) Que es a lo que yo me refería desde el principio cuando dije que todos los preparatorianos parecen hoy capaces de hacer poemas bonitos. [Diciembre 31 de 2009]

 

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Tomás Segovia: El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015. Tomo I (1950-1983); prólogo de Christopher Domínguez Michael. Tomo II (1984-2005); prólogo de José María Espinasa. Tomo III (2005-2011); prólogo de Daniel González Dueñas.

 

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 [Leer Tomás Segovia: el cuerpo pensante (5)]

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