miércoles, 6 de diciembre de 2023

Tomás Segovia: el cuerpo pensante (6)

DGD: Postales, 2023.
 

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Sobre poesía y angelicidad

Tomás Segovia

 

[Fragmentos extraídos de los cuadernos de notas de Tomás Segovia: El tiempo en los brazos, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015; tres tomos. Los encabezados son míos. (DGD)]

 

 

El otro día, en la parada del autobús, estuve viendo volar a una paloma que llegaba hasta la esquina y volvía, volando muy bajo, a posarse en la misma repisa de donde había salido. Nunca llegaba más lejos. [...] Observé el aterrizaje, precioso, con las alas muy echadas hacia atrás, en forma de V. Todo el cuerpo robusto y lustroso parecía colgar de las alas; así deben volar los ángeles. [Junio 22 de 1955]

 

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[N]o es verdad que el demonio sea el ángel de la rebeldía, sino al revés. Por lo menos hay una rebeldía antidemoniaca, y hay una claudicación demoniaca: la de los prestigios, la de lo mundanal. Mundano es el que pierde la noción del mundo (del verdadero). [Marzo 16 de 1957]

 

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Hay una manera de vivir, de debatirse, que es como doblemente moral. Debatirse, no ya en la moral, sino entre la moral y lo que está “más allá del bien y del mal”.

            Dicho de otra manera: lo que sería el problema moral de un elegido. Un ángel solicitado por deberes, un ángel enredado. Parece claro, pero ¿es doblemente ángel o bien deja de ser ángel?

            Renunciar —pero cuando es a un deber a lo que se renuncia, esta renuncia invertida ¿no acaba por ser lo contrario de un heroísmo? Por otra parte, ¿es siempre mejor lo más difícil? Ya sé que casi siempre; pero ¿siempre? [Junio 18 de 1957]

 

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Estoy portándome como un ángel intachable. Seguramente seré castigado.

            Pero claro que quiero seguir adelante, porque no estoy portándome así por el premio o el castigo, sino por el libre deseo.

            Es justo ser castigado cuando es uno un ángel. Es ilógico, es doloroso, es desalentador, pero es justo.

            Después de todo, ser ángel es ser eso: pararrayos del Mal. Recibir la descarga y absorberla, neutralizarla, liberar de ella a los demás.

            Todo ángel es expiatorio. Y en cierto sentido es más difícil soltar la descarga que recibirla: es más difícil liberarse de una herida infligida que de una herida recibida.

            Pero también sé lo difícil que es, por lo menos para la mayoría, aprender eso: esforzarse en actuar como un ángel, y si caen así sobre uno las más mortales heridas, nunca alegar eso, nunca pretender que por haber sido angelical merecía uno otra cosa. Un ángel nunca es víctima. Es expiatorio, pero no víctima expiatoria. O quizá mejor: es una víctima liberada de su condición de víctima.

            Porque de lo que se trata es de esto: que si no viene el castigo, si se nos da finalmente la dicha, eso no sea un premio, mucho menos una victoria, sino un milagro. El ángel hace milagros —no cualquier milagro, sino específicamente esa clase de milagros— e intentar ser ángel es intentar hacer esa clase de milagros. Hablar de ángeles es hablar de la Gracia.

            Como diría Simone Weil, la desgracia es lo contrario de la gracia, pero la gracia no es lo contrario de nada. Portarse como un ángel es intentar escapar del dilema gracia-desgracia.

            Tomar una posición tal que el resultado no pueda ser más que Gracia o nada. En cierto sentido, entonces, cualquier resultado es necesariamente una gracia —en la medida en que hay resultado, ese resultado es gracia.

            Pero claro que en otro sentido sigue habiendo el dilema: o gracia o desgracia. La cosa es no confundir los niveles. Incluso en el momento en que estoy sufriendo, saber que “allá” mi desgracia no es desgracia, mi herida no es herida. “Allá”, entre otras cosas, puede ser concretamente la otra persona. O sea: existe un lugar donde esto que aquí es mi herida allí es gesto vital de otra persona, y ese lugar tiene tanto sentido como éste. [...] Pero no hablo en el aire, esto son cosas que ya me han sucedido. Más de una vez (¿más de dos?) por ser un ángel acepté vivir un infierno.

            Y claro que con esto no estoy presumiendo. En cierto sentido ser un ángel no es ser nada. Son cosas que pasan. Tuve que ser un ángel, sin mérito, sin propósito, sin vocación incluso. El único mérito, si lo hubo, fue entender lo que estaba pasando, no intentar tergiversarlo todo para obligar al destino —para chantajear al destino. O sea: aprender de la experiencia en lugar de volverme cada vez más obtuso, lo cual quiere decir muy exactamente: cada vez más lleno de razones. [Abril 4 de 1984]

 

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No es verdad, aunque lo parezca, que para dejar de circular entre palacios de princesas y hoteles Ritz haya que dejar de ser Rilke. Más bien al revés: hoy no sería tan difícil —ni tan culpable— llevar una vida errante y atenta, circular por Venecia, Toledo, Ronda, París o Bohemia buscando la belleza, la revelación, la significación, con toda la soledad necesaria y toda la comunicación necesaria y sin ser por ello rentista de familia o latifundista opresor.

            Quiero decir que no debería ser tan difícil. Pero lo es. Porque no es que las condiciones actuales lo hagan imposible, sino que mientras tanto hemos perdido las ganas. Ha pasado de moda la santidad. La tecnificación de la vida tiene su paralelo en la profesionalización del espíritu. Un Rilke hoy daría cursos en universidades norteamericanas, sería entrevistado por el Spiegel, aparecería en la televisión, firmaría artículos sobre los presupuestos gubernamentales para la cultura o sobre los programas de enseñanza media, sería jurado en festivales de cine y a lo mejor hasta participaría en los cursos de verano del Escorial. Y en medio de todos esos viajes, de todos esos encuentros con personas interesantes, de todas esas experiencias nuevas, no vería nunca al animal avanzar por lo eterno “como una fuente”, no escucharía al coro de los ángeles terribles, no vería a Toledo puesta directamente sobre la tierra salvaje “sin nada intermedio”. No porque esas cosas no puedan verse en esos viajes, sino porque viajar así es viajar con otro espíritu y no tener ya ojos para ellas.

            Me pregunto incluso si la moral que nos falta podría encontrarse sin esa santidad. Si la santidad no viene siempre antes de la moral, por lo menos negativamente. Quiero decir esto: la santidad no es necesariamente moral, es posible incluso que pueda ser inmoral. Pero su ausencia hace imposible toda moral.

            Pero debo recordar que no estoy hablando de la santidad en sí misma, en primer grado, sino de ese otro segundo grado que consiste en el respeto y la obediencia a la santidad. Esa es la santidad del “hombre de espíritu” —y del artista, por lo menos en su humildad. Ese hombre no quiere encarnar la santidad, sino mostrarla, señalarla, venerarla y darla a venerar. Ser su heraldo. No de veras el profeta —es su soberbia la que lo ha empujado modernamente hacia la profética y tan lejos de la poética—, sino su bautista y su evangelista. Su prototipo no es el Mesías, sino los dos Juanes: Bautista y Evangelista. Justamente tenemos demasiados pequeños mesías, mesías enanos tendríamos que decir, y demasiado pocos grandes bautistas. La grandeza que nos es más ajena es la grandeza de la humildad.

            Basta comparar por ejemplo al mesías enano Breton con el humilde santo bautista Rilke. Rilke jamás hubiera sido jefe de grupo, cabeza de una iglesia, autor de un programa. En este siglo nuestro el apóstol se vuelve papa, la buena nueva dogma, el deslumbramiento escuela.

            Pero en un sentido esa santidad segunda que venera la santidad primera, la santidad de la vida, la santidad que está ahí, la santidad que no soy yo —es la única santidad verdadera. Señala lo otro, lo Santo mismo, y se retira sin tomar su lugar. Porque lo otro no es sino ese lugar a la vez lleno y vacío, absolutamente presente y absolutamente inabordable, y toda santidad que no se retire ante lo Santo es usurpación. Toda palabra santa está ahí para mostrar la santidad del decir pero no en su lugar. La santidad del decir es perfectamente audible pero no formulable.

            El ejemplo de Rilke nos muestra también la esencial discreción de la santidad. La discreción de Rilke no es propia de él, no es una manera de tratamiento que él añade, sino algo que la santidad exige, aunque claro que si él no tuviera tanta discreción la santidad ni siquiera se mostraría a él. La santidad de la vida no es oculta, todo lo contrario: es la patencia misma. Pero la patencia pura es siempre secreta. Es incluso pública pero es ese secreto público que está siempre en la fuente de toda sociedad. Lo que hace, podríamos decir un poco a lo Hölderlin, de una sociedad un pueblo. De ella no se puede hablar en público, sólo se puede hablar discretamente, entre amigos, nunca entre paisanos. Los paisanos que hablen de eso hablarán siempre como amigos, no como paisanos, y siempre será más claro entre amigos extranjeros. Entre paisanos está siempre presente, incluso terriblemente presente, pero rigurosamente muda.

            No sólo Rilke mismo, sino también sus atentos y respetuosísimos corresponsales tenían todas las facilidades del mundo para distraerse, para dispersarse, para olvidar. Y sin embargo no se dejaban distraer, no olvidaban. Eso es lo que es inimaginable hoy. Un Renault 12, un televisor y un departamento por semanas en la playa embotan y absorben a un hombre de hoy mucho más que un Rolls Royce, un palco en la Ópera y un palacio en Venecia a un hombre de 1912. Como se ve, lo que tiene la clase media del “primer mundo” actual no es lo contrario de lo que tenían los privilegiados de antes de la Iª Guerra, es su sustituto, su ersatz. Hasta el valor de la vida es hoy un ersatz.

 

 

            Puede decirse generalizando que el antiguo desequilibrio entre hombres ricos y hombres pobres ha quedado sustituido por un desequilibrio entre países ricos y países pobres. Pero es claro que la santidad ha desaparecido de unos y otros. La santidad encarnada, que hace su presa de un individuo y se manifiesta directamente en él, es más bien “primitiva”. Los países pobres siguen siendo pobres, pero ya no son primitivos. Simplificando una vez más, podría decirse que la era de los santos termina cuando empieza la era de las religiones. Los únicos santos convincentes son los profetas y fundadores de religiones y otros iluminados de su entorno. Los demás santos, los de las religiones ya establecidas, son todos excepciones y todos dudosos. Hoy en día hasta la Iglesia los pone en duda. Por otra parte, ya no puede hablarse de verdaderas religiones, sino de fanatismos: la religión se vuelve integrismo, totalitarismo y terrorismo.

            Pero de cualquier manera, el santo es claramente del orden del pobre. Cuando la santidad hace presa de un rico es para convertirlo inmediatamente en pobre. Por eso la santidad encarnada no es posible en un país sin pobres, pero tampoco en un mundo que no es ya de hombres ricos y hombres pobres, sino de países ricos y pobres. Porque los países pobres de hoy son lo que hipócritamente llamamos “en vías de desarrollo”, o sea que viven su pobreza como una posición en una escala continua y netamente orientada, como la situación de una sociedad que todavía no es rica. Mientras que el pobre primitivo no se veía en absoluto a sí mismo como alguien que todavía no es rico, como alguien que está en vías de ser rico, sino justamente que está en vías de ser santo. Y el rico por su parte, si estaba en vías de santidad es que estaba en vías de pobreza.

            Hubo sin embargo ese raro momento inestable en los países que eran ya ricos pero tenían todavía hombres ricos y hombres pobres, un momento en que fue posible una santidad bautista y evangelista, una santidad johánica o juanística, la santidad del “hombre de espíritu”, lo que podríamos llamar también el reino del espíritu santo. Sin duda era necesario (o inevitable, o hicimos inevitable) hacer desaparecer el desequilibrio de ricos y pobres. Por supuesto, ninguno de los programas que se propusieron esa meta pensó ni por un momento en intentar alcanzarla sin estrangular por ello el reino del espíritu santo. Todos ellos eran “materialistas”, es decir ignoraban por completo la materia, tanto el sentido de lo material como la materialidad del sentido. El que triunfó finalmente (o sea por ahora) era seguramente el más materialista de todos. [Septiembre 1 de 1994]

 

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La existencia misma del lenguaje abre la cuestión de la verdad y la mentira. El enunciado más rudimentario: “Llueve”, o “Un pájaro” o “¡Mira!” hace que el interlocutor dirija la mirada en una dirección u otra. Esa mirada está buscando la verificación del enunciado. Yo no puedo decir la más inocua palabra sin remitir a la verdad. Esta verdad primaria no es por supuesto la verdad demostrable, sino la vedad creíble. Si yo digo “He visto un ángel” o “Eres la mujer más maravillosa que he conocido”, pretendo decir la verdad tanto como si digo “Cuatro y dos son seis”. [Agosto 31 de 2004]

 

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El poema que [Manuel] Altolaguirre colocó, supongo que muy deliberadamente, a la cabeza de los Nuevos poemas de Las islas invitadas empieza así: “Dicen que soy un ángel”. [...] [L]a frase tiene varios sentidos, varias implicaciones, algunas de las cuales se aplican lo mismo al individuo privado que al escritor. Una de esas implicaciones que asoma bastante claramente en muchos contextos es que un ángel está en las nubes, es un ser que no se entera bien de las cosas serias, o por lo menos de las cosas prácticas, y que por eso no puede esperarse de él que responda como responden los verdaderos seres humanos plenos y adultos. Porque esta idea a su vez implica más o menos estrechamente o más o menos dudosamente algunas otras, como la de inmadurez, infantilismo, ingenuidad, irresponsabilidad y hasta un poco inmoralidad o más bien amoralismo. [...]

            Todas las revoluciones eran tentativas de restaurar el paraíso perdido subvirtiendo el orden profano de la historia. Eran la nostalgia de esa comunidad edénica a la que apunta la idea de cooperativa. Porque un paraíso perdido está irrecuperablemente perdido para la historia, pero es siempre recuperable en algún otro terreno, la poesía o no la poesía. El Edén como estado de felicidad cumplida y sin sombras es históricamente irrecuperable, pero todos lo recuperamos individualmente cada vez que hacemos el amor. [...]

            “Yo”, dice Rimbaud, “yo que me dije mago o ángel, dispensado de toda moral...” También de Rimbaud “todo el mundo” decía que era un ángel. Un ángel perverso, sin duda. Pero él decía que era un mago, y “todo el mundo” ha acabado por creerle. Muy frívolamente, sin duda, porque la frase citada no termina ahí; tiene una dramática conclusión: “...aquí estoy devuelto al suelo, con un deber que buscar y la rugosa realidad que abrazar”. [...]

            También el poeta intenta restaurar subversivamente un lenguaje prelógico, preadulto, preutilitario, prematuro. La diferencia (fundamental) es que el mundo que el poeta intenta restaurar no es cierto mundo del trabajo, sino un mundo sin trabajo. El poeta no usa en absoluto su lenguaje con aplicación, sino por inspiración. Es un lenguaje subversivo pero nada polémico. Justamente lo más subversivo que tiene es esa ausencia de polémica: el poeta no quiere vencer ni convencer, sino seducir, lo cual es un escándalo en el mundo adulto y viril de los lenguajes respetables y polémicos. [...]

            [T]ambién “todo el mundo” dice de Altolaguirre que es un poeta desigual. (Menos la crítica académica, ya lo sabíamos.) En realidad la obra de un poeta es constitutivamente desigual, puesto que su lenguaje es inspirado. No es que el poeta no trabaje con su lenguaje como “todo el mundo” o más que todo el mundo. Es que para el poeta, debajo del nivel del lenguaje trabajado de “todo el mundo”, hay otro nivel donde ese lenguaje tiene su sentido propio, su sentido poético, que no es el mismo que el que tiene en el nivel del lenguaje de “todo el mundo”, y en ese nivel y ese sentido el trabajo no cuenta, sólo cuenta la gracia.[1]

 

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[A]sí es la verdadera santidad. Los santos no son los profetas, eso es otra cosa. El santo es en cierto modo el opuesto complementario del profeta. Por eso los santos del arte no son los artistas: se sienten demasiado profetas. El santo no profetiza, cumple la profecía. El santo es el lector. Para leer de verdad un poema hay que reunir dos cualidades casi imposibles de alcanzar juntas. Por un lado hay que haberse preparado mediante una difícil ascesis y duros ejercicios espirituales para estar a la altura, porque entender un poema no es saber muchas cosas ni pensar muchas cosas, sino ponerse a su altura. Pero por otro lado hay que hacer algo mucho más difícil aún: hay que leer el poema estando a la altura y a la vez sin estar meditando hacer otro comparable, o mejor, o que se le oponga; ni tampoco cómo sacarle el jugo, utilizarlo para alguna brillante exposición, para demostrar alguna teoría, para ejemplificar alguna doctrina. Leer así, con tanta altura y a la vez tanta renuncia, es estar en estado de gracia. Así es como un santo lee el mundo, y las religiones saben bien que la primera barrera que el santo ha vencido es la sordera para las voces que están ahí esperando ser escuchadas por quien tenga oídos y oiga; pero la segunda que ha vencido es la barrera de meterse demasiado en sí mismo y acabar no oyendo nada a fuerza de escucharse escuchar.[2]

 

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Si es verdad que todo o casi todo —incluso las ideas— puede transfigurarse en poesía, también es verdad en cambio que hay cosas, que hay ideas que no podrían ser más que poesía. Hay pensamientos poéticos, pensamientos que no intentan tanto definir algo como expresarlo, pensamientos que no dan forma a un contenido, sino que son justamente forma y contenido a un tiempo e indisolublemente, pensamientos melodiosos que si dejaran de serlo no habrían perdido un atributo, sino que se habrían perdido a sí mismos.[3]

 

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[E]n todo lo que he dicho y pueda decir [de Villaurrutia] hay un sobrentendido: que ustedes conocen la poesía de Villaurrutia, y que la han vivido; que han experimentado su angustia, su miedo, su insomnio; que han mirado a esa poesía en los ojos, y que a través de esos ojos han visto el latido más secreto del hombre, milagrosamente visible y comunicable gracias a la poesía, porque la poesía es la mirada.[4]

 

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Notas

[1] Tomás Segovia: “Los pliegues de la túnica” (sobre Manuel Altolaguirre), en Digo yo. Ensayos y notas, FCE, México, 2011.

[2] Tomás Segovia: Los oídos del ángel (novela), UNAM / Ediciones Sin Nombre, México, 2013.

[3] Tomás Segovia: “La experiencia de Xavier Villaurrutia”, Conferencia, Revista Mexicana de Literatura, 1960. Inc. en Actitudes, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, 1970; Ensayos completos, Tomo I: Actitudes y Contracorrientes, Ediciones Sin Nombre, México, 2018.

[4] Idem.

 

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Tomás Segovia: El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015. Tomo I (1950-1983); prólogo de Christopher Domínguez Michael. Tomo II (1984-2005); prólogo de José María Espinasa. Tomo III (2005-2011); prólogo de Daniel González Dueñas.

 

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 [Leer Marco Antonio Montes de Oca: la sangre amartillada]

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