DGD: Postales, 2023-2024. |
r e t r a t o s (e n) (c o n) p o s t a l e s
Reunión (13). El escenario
D.G.D.
Existe algo esencial acerca de los actores que nunca termina de decirse o comprenderse del todo. Para entreverlo basta considerar algo que parece un lugar común: el actor, que es un ser humano, representa al ser humano. A continuación basta plantear un razonamiento que se desprende de aquél y que también posee toda la apariencia de obviedad: cualquier ser humano tendría que poder representar a cualquier ser humano, al menos dentro de sus propios parámetros (género, raza, edad, cultura de origen, educación...).
Que esto dista de ser así suele explicarse por la inmensa artificialidad que representa el medio en el que se inserta la representación: el propio escenario implica una cantidad tal de artificios que extermina a toda espontaneidad, a toda naturalidad, y, para algunos, a toda apariencia de realidad. Así nace la máxima paradoja: sólo unos cuantos seres humanos son capaces de representar al ser humano, y esto depende de un oficio tan complejo como demandante, que para colmo ninguno de sus practicantes y teóricos termina por definir de un modo específico. En otras palabras; sólo unos cuantos aprenden a tomar la espontaneidad de la vida, hacerla atravesar un interminable laberinto hecho de niveles de artificialidad y hacerla brotar de nuevo en el centro mismo de ese laberinto, como un loto en el pantano.
Pero ¿a qué tipo de ser humano representan los actores? O en otras palabras: ¿qué definición de lo humano podría derivarse de la suma total del trabajo de los actores, en una época determinada y en todas ellas, dado el excepcional punto de partida consistente en que los actores (y en general los demás artistas que pisan un escenario, o su equivalente) renuncian de entrada a definir, no sólo a aquello a lo que representan sino al modo (el “método”) según el cual se lleva a cabo esa representación?
Este misterio es indesligable de un enigma paralelo: la transformación del actor, su volverse otro, sucede en un espacio y un tiempo que también se vuelven otros. Si un actor comienza a actuar en plena calle (esto lo intuyen plenamente los performers callejeros), el sitio en donde pisa, que segundos antes era un lugar tan banal como cualquier otro, se convierte en el marco de una forma de ceremonia o ritual, es decir, en escenario. Lo mismo sucede con el tiempo, puesto que el lapso que va del principio al final de la representación abandona el tiempo cotidiano y aborda una forma superior de conteo. En ambos casos puede hablarse muy bien de un tiempo y un espacio sagrados. (Lo sagrado es lo que se aparta. La catedral es la casa de lo divino a mitad de lo profano. Sólo ella es sagrada.)
Sin embargo, esta propuesta desencadena signos de interrogación: ¿existe realmente un lugar “banal”?, ¿hay un tiempo “cotidiano”? ¿Qué tal si en vez de una tajante dicotomía (sagrado-profano, presencia-ausencia) debe hablarse de una escala de grises? En otras palabras: ¿qué pasa si el escenario no es la transformación total de un espacio banal en un espacio sagrado (de negro a blanco) sino el grado extremo de una condición permanente (la escala de grises)? En este caso sólo puede concluirse que esa calle en donde el actor actúa ya era sagrada en un sentido latente, y el actor-oficiante sólo lo ha despertado, lo ha hecho manifestar su carácter profundo. (Lo sagrado no sería, entonces, lo que se aparta, sino lo que se revela. La catedral es el recinto más alto o sublime de la casa de lo divino, que es el mundo entero. Todo es sagrado.)
Puede trasladarse esto a otro nivel: en un cierto sentido podría decirse que sólo unos cuantos seres humanos son capaces de representar al ser humano (el actor es sagrado, el público es profano). Sin embargo, hay otra forma de verlo: todos los seres humanos son actores, pero sólo unos cuantos llevan esta esencia al nivel del arte y el oficio. De ahí la complejidad de la relación entre el actor y su audiencia: no sería la de un entendido respecto a legos, sino la de colegas en diversos grados de internamiento consciente.
Hay más, por supuesto. De modo célebre, Shakespeare, el actor/dramaturgo por excelencia, exclama que “El mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no más que actores”. No más, no menos. El hombre es, dice Witold Gombrowicz, “un eterno actor, sin duda, pero un actor natural, porque su artificio le resulta congénito, y es incluso uno de los caracteres de su estado de hombre... Ser hombre quiere decir ser actor, ser hombre es simular al hombre, comportarse como un hombre sin serlo en profundidad, interpretar a la humanidad... No se trata de aconsejar al hombre que se despoje de su máscara (cuando detrás de ésta no hay ninguna cara); lo que se le puede pedir es que tome conciencia del artificio de su estado y que lo confiese”. Toda acción humana, ya sea en un escenario o en la vida “cotidiana”, tiene mucho de esa necesidad de confesión.
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P O S T A L E S / D G D / E N L A C E S