miércoles, 26 de enero de 2011

Alteroscopio (séptima parte, concluye)

DGD: Textil 102 (clonografía), 2009
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Un viaje experimental hecho involuntariamente
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Pero hay otra forma mística de ver que implica todo lo contrario: no el desprecio ni el aislamiento sino el compromiso y la integración, sin que ello signifique caer bajo el influjo del “Querer y Poder”. El que ve de este modo da un paso más allá de construir una realidad cerebral: desea sin abrasarse no porque rehúya el reino de las pasiones sino porque no tiene otra pasión que la de contemplar. A esta forma de la visión pertenece sin duda la llamada del alteroscopio, y su gran declaración de principios radica en varios párrafos escritos por Bernardo Soares —el único seudónimo real de Fernando Pessoa— en El libro del desasosiego, y sobre todo en este:
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La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo.
___Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.
___Quien está en el rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo y, porque lo ve todo, lo vive todo. Como todo, en última instancia, es una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión o, incluso, su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando veo bailar. Digo, como el poeta inglés, al narrar que contemplaba, tumbado en la hierba, a tres segadores: “Un cuarto está segando, y ése soy yo”.
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Lo primero que hace Soares es marcar el peligro de la otra forma mística de ver: “De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me he sondeado y dejado caer la sonda; vivo pensando si soy hondo o no, sin otra sonda ahora que la mirada que me muestra, de claro a negro en el espejo del pozo alto, mi propio rostro que me contempla contemplarlo”. Luego, asume su propio sentido de ver, que es un involucramiento tan a fondo, que Soares llega a exclamar:
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¡Tanto he vivido sin haber vivido! ¡Tanto he pensado sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias paradas, de aventuras tenidas sin movimiento.
___Estoy harto de lo que nunca he tenido ni tendré, tedioso de dioses por existir. Llevo conmigo las heridas de todas las batallas que he evitado. Mi cuerpo muscular está molido del esfuerzo que no he pensado en hacer. [...] Duermo lo que pienso, estoy echado andando, sufro sin sentir. Mi gran nostalgia lo es de nada, es nada, como el cielo alto que no veo, y que estoy mirando impersonalmente.
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Impersonalmente pero no sin persona, es decir sin fronteras entre las personas. Ver que sólo puede significar verlo todo: “Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado sólo la monotonía de sí mismo. Yo he cruzado ya más mares que todos. Ya he visto más montañas que las que hay en la tierra. He pasado ya por ciudades más que existentes, y los grandes ríos de ningunos mundos han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajara, encontraría la copia débil de lo que ya había visto sin viajar”. Y en un portentoso momento de revelación:
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Cualquier cosa, conforme se la considera, es un asombro o un estorbo, un todo o una nada, un camino o una preocupación. Considerarla cada vez de un modo diferente es renovarla, multiplicarla por sí misma. Por eso es por lo que el espíritu contemplativo que nunca ha salido de su aldea tiene a pesar de todo a sus órdenes al universo entero. En una celda o en un desierto está el infinito. En una piedra se duerme cósmicamente.

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Y esto porque: “Ni en torno a esas figuras, con cuya contemplación me entretengo, es mi costumbre urdir cualquier enredo de la fantasía. Las veo, y su valor para mí está en ser vistas. Todo lo demás que les añadiera las disminuiría, porque disminuiría, por así decirlo, su ‘visibilidad’”.
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El sentido es ser “contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima sustancia”.
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Y aún más, se trata de ver sin las programaciones y consensos que nos dicen qué es ver y cómo se lleva a cabo lo que suponemos una mera acción y que es en realidad una creación: “Ojalá, en este instante lo siento, fuera alguien que pudiera ver esto como si no tuviera con ello más relación que el verlo: ¡contemplarlo todo como si fuera el viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida! No haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas estas cosas, poder verlas con la expresión que tienen separadamente de la expresión que les ha sido impuesta. [...] Fijarse en todo por vez primera, no apocalípticamente, como revelaciones del Misterio, sino directamente, como floraciones de la Realidad”.
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Y por ese camino ser capaz de llegar a la máxima exclamación posible: “He perdido la visión de lo que veía. Me he cegado con vista. Siento ya con la trivialidad del conocimiento. Esto, ahora, no es ya la Realidad: es simplemente la Vida”.
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El desasosiego de Bernardo Soares es el impulso que lo lleva a desentrañar los secretos de la Realidad, que es una hechura (haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas las cosas), y no para manipularla o dominarla, sino para verla (poder verla con la expresión que tiene separadamente de la expresión que le ha sido impuesta) y entonces acceder plena y conscientemente a lo que la Realidad sólo puede contemplar por medio de floraciones aisladas: la Vida.
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sábado, 15 de enero de 2011

Alteroscopio (séptima parte)

DGD: Redes 136 (clonografía), 2010
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La virtud ocular*
La influencia a través de la mirada es un tema antiguo como pocos. Anota Ovidio: “Mirando los ojos de una persona que los tiene malos, el mal se comunica a la persona que los mira y las enfermedades pasan a veces de unos cuerpos a otros” (De remedio amoris, V, 15). De ahí acaso la contraparte, y es que quien mira los ojos de un santo o un iluminado recibe algo de esa gracia aunque no lo sepa o no tenga evidencia directa de la transmisión.
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Con su proverbial seriedad irónica, Montaigne asevera: “Las tortugas y los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que poseen alguna virtud ocular” (Ensayos, Libro I-XX, “De la fuerza de imaginación”).
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Angelus Silesius practica una extraña inversión a la “virtud ocular” en el aforismo 122 del primer libro de su Peregrino querubínico, cuyo subtítulo es “La sensualidad trae el sufrimiento”:
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Un ojo que jamás se priva del placer de ver,
se ciega al fin por entero, y no se ve a sí mismo.
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La sugerencia es inquietante: el placer de ejercer el sentido de la vista es una trampa que conduce a la sensualidad y termina en ceguera: en la peor de ellas, que es la imposibilidad del ojo de verse a sí mismo.
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Gran relación guarda ese aforismo con este otro:
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De que tu vista se ciegue al mirar el sol,
son culpables tus ojos, y no la intensa luz.
[I, 178: La culpa es tuya]
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La lengua en que escribió Silesius, el alemán, contiene una brillante sinonimia. La palabra Stern significa a la vez “estrella” y “pupila del ojo”. Más que un equívoco es un rastro de la mística más antigua de esta cultura, y fue utilizada con fruición por el gusto barroco. En español tiene también manifestaciones; en el extremo más simple de esa línea se halla la más elemental de las metáforas románticas, “Tus ojos son como luceros”; sin embargo, en el otro extremo, el de la lucidez mayor, se encuentra una de las voces de Antonio Porchia:
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Sí, son millones de estrellas. Y millones de estrellas son dos ojos que las miran.
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“No necesito alteroscopio”
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Cuando el telescopio apareció en Holanda hacia 1600, hubo una revolución en el campo de la ciencia que apenas puede hoy imaginarse; por vez primera el ojo “desnudo” era capaz de ver más y más lejos, y los misterios estaban a punto de ser desentrañados (un poco lo mismo sucedió con el microscopio). Pero repercusiones profundas de esta magna herramienta las hubo también en el campo de la mística y la teología, e incluso en el de la emblemática, puesto que el telescopio pasó a metaforizarse, en tanto símbolo de la agudeza visual y, figuradamente, de un conocimiento más profundo.
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Entonces ciertos pensadores se volvieron contra este símbolo, y por ejemplo Daniel Czepko, en Sexcenta monodisticha sapientum (1655), escribió: “Cuando por el telescopio sobre las alturas busca penetrar las estrellas del cielo, y ve resplandecer esta ciudad del espacio, reino sin límites, en sus ojos y en su corazón, que el contemplador de las maravillas de Dios lea estos versos, penetrados de delicias y de esencia: podrá descubrir a Dios en él mismo, las cosas en Dios, mejor de lo que Galileo se las haría conocer”.
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También Angelus Silesius se subió en ese carro, y en el aforismo 187 del libro segundo de su Peregrino querubínico afirmó: “No necesito telescopio”:
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Amigo, si puedo por mí mismo ver a la distancia:
¿Por qué tendría que hacerlo por tu telescopio?
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Es sin duda una pregunta que podría formularse sustituyendo “telescopio” por “alteroscopio”. ¿Es en realidad necesario el aparato para mirar de otra manera? En primer lugar habría que responder que quien lo usa en verdad no quiere delegar en él su capacidad perceptual, sino multiplicarla; no se trata de poner el acento en la herramienta (su mejor nombre sería el instrumento, con todas sus acepciones musicales) sino en aquella exclamación de un personaje de Al faro (1927) de Virginia Woolf: “¡Necesitaría uno tener cincuenta pares de ojos para ver!”.
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Una vista tan rápida como la luz del sol
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En La sabiduría angélica Swedenborg afirma que “La inmensidad de los cielos, en donde viven los ángeles, es tan grande, que si el hombre estuviera dotado de una vista tan rápida como la luz del sol y no dejara de mirar, durante la eternidad, seguramente no encontraría un solo horizonte en donde posar su mirada”. El alteroscopio es una metáfora correspondiente: no otra sino la de un hombre “dotado de una vista tan rápida como la luz del sol” y, sobre todo, la de un ser humano que no deja de mirar y que de este modo encuentra “un solo horizonte en donde posar su mirada”, es decir, un campo de mirada sin linderos ni fronteras.
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Si se examina la literatura hermética, resulta notorio que en ella se describen dos formas místicas de ver. La primera está relacionada con el rechazo budista a la trampa del deseo, y sin duda uno de sus mejores representantes occidentales es un personaje de La piel de zapa (1831) de Balzac; se trata de un hombre que ha conseguido una longevidad lúcida y a la vez trágica: “He llegado”, dice, “a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruido”. Y de este modo afirma su principio existencial:
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El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: “Querer y Poder”. Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la que yo debo la suerte de mi longevidad. “Querer” nos abrasa y “Poder” nos destruye; pero “Saber” constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; la movilidad, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo. [...] Lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo. Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿No es descubrir la sustancia misma del hecho y apropiársela esencialmente?
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Y, en efecto, como afirma el narrador de La piel de zapa al describir a este personaje, “En aquella faz se transparentaba la estoica tranquilidad de un dios que todo lo ve o la seguridad altiva del hombre que todo lo ha visto”. En este caso, el ver es un aislarse de lo visto: “aquel viejo genio moraba en una esfera extraña al mundo en la que vivía aislado, sin goces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor, porque ya no conocía placeres”.
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Por medio de su “mirada cerebral”, este anciano (que no de manera gratuita es un anticuario) ha alcanzado un estado análogo al del espectador que desde la butaca contempla una compleja puesta en escena:
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Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio. Jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior.
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Su principio podría, pues, enunciarse como desdeñar para salvarse:
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¡Aquí —prosiguió, dándose, una palmada en la frente—, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo sus guerras, sus revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿Cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿Cómo preferir todos los desastres de sus erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios?
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miércoles, 5 de enero de 2011

Un texto de Tomás Segovia sobre la santidad

DGD: Redes 135 (clonografía), 2010

[Incluyo aquí un extracto fundamental de los Cuadernos de notas de Tomás Segovia (a los que el autor ha llamado El tiempo en los brazos, y cuya segunda mitad puede leerse aquí); se trata de las anotaciones correspondientes al 31 de agosto y 1 de septiembre de 1994, que pueden considerarse una declaración de principios de obra y vida —entidades inseparables. El lector interesado podría consultar mi texto “Tomás Segovia: el arte de pensar” haciendo click aquí. (DGD)]
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Leídas unas cuantas cartas de Rilke desde Toledo (en una traducción española verdaderamente desalentadora).
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Hay una especie de “santidad” que se ha evaporado totalmente del mundo desde hace por lo menos medio siglo. Quiero decir un sentido (o sentimiento) de la santidad —quiero decir un sentido del deber, pero me repugna llamarlo así porque la idea adquiere en seguida un olor puritano y rancio, un eco voluntarista y meritorio que no tiene nada que ver con lo que quiero decir. Se trataría en todo caso de un deber espiritual y más bien aristocrático, con más ensoñación que control, más indolente que empeñoso, más secreto que edificante, más emocionante que ejemplar. Un deber de sensibilidad, de atención, de reflexión —pero también de fruición, de aprovechamiento, y hasta de beneficio y privilegio. No una manera de estar en la vida habitado por un proyecto, un plan, un programa —aunque sea el proyecto o el plan o el programa de una gran idea o de un supremo valor—, sino de estar en la vida imantado, arrastrado con obediencia y respeto por lo que en la vida arrastra, por los riquísimos y purísimos magnetismos de la vida. Eso no es propiamente una moral (aunque en otro sentido también nos falta hoy una moral). Prefiero recurrir a la noción de santidad porque tal vez esa actitud no es santa en sí, pero se caracteriza con toda evidencia por honrar la santidad de la vida.
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Me admira esa fidelidad no sólo en el propio Rilke sino incluso en el mundo que lo rodea: un mundo de aristócratas sumisos ante el genio (y el talento), de grandes editores llenos de gratitud a los escritores que no les proporcionan riqueza y poder sino que los ennoblecen, de princesas que traducen poesía a tres o cuatro lenguas, de lectores y amateurs que tratan a los creadores no con adulación, idolatría, envidia o jactancia, sino con auténtico respeto.
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Es admirable por ejemplo que un pensamiento tan profundo, y además tan coherente y proseguido como el de Rilke, no se “profesionalice” en lo más mínimo, no se convierta ni un momento en cátedra, en lección, en doctrina o en escuela. Y esto que hoy nos parece casi increíble, le resultaba al parecer perfectamente natural a todo el mundo todavía en 1913. Lo cual sugeriría que la frontera (arbitraria, como siempre) se situaría en la Iª Guerra Mundial.
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Estaba pensando en Rubén Darío, que pertenece también claramente a ese mundo, y de pronto recordé una anécdota casi chusca que ya la primera vez que supe de ella (en la adolescencia, creo) me sorprendió mucho: la medición “científica” del cerebro de Rubén Darío después de su muerte para comprobar las condiciones de un cerebro “superior”. La sorpresa consiste en que veinte o treinta años después a nadie se le ocurriría buscar esa superioridad en el cerebro de un poeta exquisito. En todo caso podría ocurrírsele a alguien verificar esa ridícula idea en el cerebro de Einstein, o de Rockefeller, o de Marx —pero ¿del “divino Rubén”?
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El peligro de ese envidiable mundo es, visto desde dentro, el esteticismo y la cursilería, y visto desde fuera, el privilegio fundado en la injusticia social. Pero eso no prueba que para evitar esos males haya que sacrificar necesariamente el alto valor humano de ese temple de alma. No es verdad, aunque lo parezca, que para dejar de circular entre palacios de princesas y hoteles Ritz haya que dejar de ser Rilke. Más bien al revés: hoy no sería tan difícil —ni tan culpable— llevar una vida errante y atenta, circular por Venecia, Toledo, Ronda, París o Bohemia buscando la belleza, la revelación, la significación, con toda la soledad necesaria y toda la comunicación necesaria y sin ser por ello rentista de familia o latifundista opresor.
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Quiero decir que no debería ser tan difícil. Pero lo es. Porque no es que las condiciones actuales lo hagan imposible, sino que mientras tanto hemos perdido las ganas. Ha pasado de moda la santidad. La tecnificación de la vida tiene su paralelo en la profesionalización del espíritu. Un Rilke hoy daría cursos en universidades norteamericanas, sería entrevistado por el Spiegel, aparecería en la televisión, firmaría artículos sobre los presupuestos gubernamentales para la cultura o sobre los programas de enseñanza media, sería jurado en festivales de cine y a lo mejor hasta participaría en los cursos de verano del Escorial. Y en medio de todos esos viajes, de todos esos encuentros con personas interesantes, de todas esas experiencias nuevas, no vería nunca al animal avanzar por lo eterno “como una fuente”, no escucharía al coro de los ángeles terribles, no vería a Toledo puesta directamente sobre la tierra salvaje “sin nada intermedio”. No porque esas cosas no puedan verse en esos viajes, sino porque viajar así es viajar con otro espíritu y no tener ya ojos para ellas.
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Me pregunto incluso si la moral que nos falta podría encontrarse sin esa santidad. Si la santidad no viene siempre antes de la moral, por lo menos negativamente. Quiero decir esto: la santidad no es necesariamente moral, es posible incluso que pueda ser inmoral. Pero su ausencia hace imposible toda moral.
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Pero debo recordar que no estoy hablando de la santidad en sí misma, en primer grado, sino de ese otro segundo grado que consiste en el respeto y la obediencia a la santidad. Esa es la santidad del “hombre de espíritu” —y del artista, por lo menos en su humildad. Ese hombre no quiere encarnar la santidad, sino mostrarla, señalarla, venerarla y darla a venerar. Ser su heraldo. No de veras el profeta —es su soberbia la que lo ha empujado modernamente hacia la profética y tan lejos de la poética—, sino su bautista y su evangelista. Su prototipo no es el Mesías, sino los dos Juanes: Bautista y Evangelista. Justamente tenemos demasiados pequeños mesías, mesías enanos tendríamos que decir, y demasiado pocos grandes bautistas. La grandeza que nos es más ajena es la grandeza de la humildad.
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Basta comparar por ejemplo al mesías enano Breton con el humilde santo bautista Rilke. Rilke jamás hubiera sido jefe de grupo, cabeza de una iglesia, autor de un programa. En este siglo nuestro el apóstol se vuelve papa, la buena nueva dogma, el deslumbramiento escuela.
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Pero en un sentido esa santidad segunda que venera la santidad primera, la santidad de la vida, la santidad que está ahí, la santidad que no soy yo —es la única santidad verdadera. Señala lo otro, lo Santo mismo, y se retira sin tomar su lugar. Porque lo otro no es sino ese lugar a la vez lleno y vacío, absolutamente presente y absolutamente inabordable, y toda santidad que no se retire ante lo Santo es usurpación. Toda palabra santa está ahí para mostrar la santidad del decir pero no en su lugar. La santidad del decir es perfectamente audible pero no formulable.
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El ejemplo de Rilke nos muestra también la esencial discreción de la santidad. La discreción de Rilke no es propia de él, no es una manera de tratamiento que él añade, sino algo que la santidad exige, aunque claro que si él no tuviera tanta discreción la santidad ni siquiera se mostraría a él. La santidad de la vida no es oculta, todo lo contrario: es la patencia misma. Pero la patencia pura es siempre secreta. Es incluso pública pero es ese secreto público que está siempre en la fuente de toda sociedad. Lo que hace, podríamos decir un poco a lo Hölderlin, de una sociedad un pueblo. De ella no se puede hablar en público, sólo se puede hablar discretamente, entre amigos, nunca entre paisanos. Los paisanos que hablen de eso hablarán siempre como amigos, no como paisanos, y siempre será más claro entre amigos extranjeros. Entre paisanos está siempre presente, incluso terriblemente presente, pero rigurosamente muda.
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No sólo Rilke mismo, sino también sus atentos y respetuosísimos corresponsales tenían todas las facilidades del mundo para distraerse, para dispersarse, para olvidar. Y sin embargo no se dejaban distraer, no olvidaban. Eso es lo que es inimaginable hoy. Un Renault 12, un televisor y un departamento por semanas en la playa embotan y absorben a un hombre de hoy mucho más que un Rolls Royce, un palco en la Ópera y un palacio en Venecia a un hombre de 1912. Como se ve, lo que tiene la clase media del “primer mundo” actual no es lo contrario de lo que tenían los privilegiados de antes de la Iª Guerra, es su sustituto, su ersatz. Hasta el valor de la vida es hoy un ersatz.
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Puede decirse generalizando que el antiguo desequilibrio entre hombres ricos y hombres pobres ha quedado sustituido por un desequilibrio entre países ricos y países pobres. Pero es claro que la santidad ha desaparecido de unos y otros. La santidad encarnada, que hace su presa de un individuo y se manifiesta directamente en él, es más bien “primitiva”. Los países pobres siguen siendo pobres, pero ya no son primitivos. Simplificando una vez más, podría decirse que la era de los santos termina cuando empieza la era de las religiones. Los únicos santos convincentes son los profetas y fundadores de religiones y otros iluminados de su entorno. Los demás santos, los de las religiones ya establecidas, son todos excepciones y todos dudosos. Hoy en día hasta la Iglesia los pone en duda. Por otra parte, ya no puede hablarse de verdaderas religiones, sino de fanatismos: la religión se vuelve integrismo, totalitarismo y terrorismo.
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Pero de cualquier manera, el santo es claramente del orden del pobre. Cuando la santidad hace presa de un rico es para convertirlo inmediatamente en pobre. Por eso la santidad encarnada no es posible en un país sin pobres, pero tampoco en un mundo que no es ya de hombres ricos y hombres pobres, sino de países ricos y pobres. Porque los países pobres de hoy son lo que hipócritamente llamamos “en vías de desarrollo”, o sea que viven su pobreza como una posición en una escala continua y netamente orientada, como la situación de una sociedad que todavía no es rica. Mientras que el pobre primitivo no se veía en absoluto a sí mismo como alguien que todavía no es rico, como alguien que está en vías de ser rico, sino justamente que está en vías de ser santo. Y el rico por su parte, si estaba en vías de santidad es que estaba en vías de pobreza.
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Hubo sin embargo ese raro momento inestable en los países que eran ya ricos pero tenían todavía hombres ricos y hombres pobres, un momento en que fue posible una santidad bautista y evangelista, una santidad johánica o juanística, la santidad del “hombre de espíritu”, lo que podríamos llamar también el reino del espíritu santo. Sin duda era necesario (o inevitable, o hicimos inevitable) hacer desaparecer el desequilibrio de ricos y pobres. Por supuesto, ninguno de los programas que se propusieron esa meta pensó ni por un momento en intentar alcanzarla sin estrangular por ello el reino del espíritu santo. Todos ellos eran “materialistas”, es decir ignoraban por completo la materia, tanto el sentido de lo material como la materialidad del sentido. El que triunfó finalmente (o sea por ahora) era seguramente el más materialista de todos.
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Estamos en pleno reino de la apropiación, del control, del consumo y la destrucción. En pleno reino de la usurpación. La tecnología usurpa el lugar de la destreza, la técnica el lugar del conocimiento, la divulgación el de la información, la manipulación el de la seducción, la propaganda el de la fe. En el terreno artístico y del pensamiento, el arte abstracto usurpa hasta la mudez de las cosas, las teorías el lugar de la meditación, la crítica el de la contemplación, etc., etc. En este ambiente el santo de la escucha y la atención, el discreto santo rilkeano cae casi inevitablemente en la tentación de hacerse falso mesías o cínico triunfador, si es que no une astutamente las dos cosas. En un mundo tan obviamente eficaz, ¿dónde encontrar la fidelidad, la renuncia, la discreción y hasta la elegancia para perseguir activa aunque calladamente la belleza, el sentimiento, la evidencia, las visitas de la visión en que la infinita dignidad santa de la vida se ofrece a nuestro infinito respeto enamorado?
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domingo, 26 de diciembre de 2010

Keith Jarrett’s Encore from Tokyo

DGD: Redes 110 (clonografía), 2009
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Keith Jarrett’s Encore from Tokyo
Daniel González Dueñas
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For Rafael Castanedo, who put God on loop,
and for Claudio Isaac, who collaborated so much

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The religious consensus by which God is a mountain of fire, thundering into the heart of the heavens, has always sounded to me a bit like the Wizard of Oz. Pure theatricals. No. God must be something closer to Keith Jarrett’s Encore from Tokyo. Not the Deus Irae, and not the Deus ex machina—not the frightful thunder, not the scorching gaze—but perfect serenity, the mathematical perfection of beauty, of simply being there, sitting in the Garden of Eden, without time, burdens, pain, in pure being. And not euphoria, rapture, being devastated by ecstasy. No. Only calm, the delicious smoothness of the moment, without the least ballast but also without the least distraction.
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Keith Jarrett was born in Allentown, Pennsylvania, in 1945. At the age of 3 he began studying piano and at seven he gave his first recital; ten years later he was able to give his first 2-hour solo concert made up exclusively of his own material. In 1972 he began his concert tours based on free improvisation, without any previous planning. Such important albums as Solo Concerts (1973), Köln Concert (1975) and the great Sun Bear Concerts (1976) grew out of these tours. For Jarrett’s followers, these concerts are monumental in the history of music; his detractors admit they are stirring but end up reducing them, as one of them states, to “long and slow exercises in self-indulgence”.
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The album Sun Bear Concerts has been called “the ultimate ego trip”, mostly by those who’ve never listened to it. When it was first released, it was huge black box with ten heavy vinyl long plays, and with the advent of digital technology it was reduced to a small box-set of 6 CDs. It spans over seven hours of continuous, applied and exact creativity; the shortest piece is 31-minutes long; the longest, 43.
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We must be grateful to Manfred Eicher, producer of ECM Records, for abiding by Jarrett’s request to release all of the material as a whole, and not just extracts; the album’s price-tag wouldn’t make it overly attractive in the market, but—as Jarrett told Eicher—“music works better as a coordinated whole”. Thanks to this, we have a complete record of that experience, including the essential encores (there are three in the album, from Sapporo, Nagoya and Tokyo, each between four and ten minutes long), which may not have been included in a synthesized version.
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The album’s technical virtuosity has led some critics to state that at times it seems Jarrett has four hands, especially in the sections where he simultaneously handles several musical themes. But technical expertise is not enough to explain the quality of this material; a critic has said metaphorically that Jarrett “is transcribing words into music”; another, that it is “images” that Jarrett translates into sounds.
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Nevertheless, it is neither words nor images, but something located half-way, and which still lacks a name. Someone has put forth the argument that Jarrett’s subconscious is composing all the time (no matter whether the artist is at the piano, strolling down the street without a care or even asleep), and that this way he “archives” in his memory a huge amount of music to interpret at the right time later on. Perhaps; but in my opinion, his method consists in sitting at the piano on stage, calling forth something similar to Zen silence and going on to translate his thoughts, feelings, moods: his intuitions, sure—but also his blood flow. Jarrett’s skill is such that it isn’t hard to imagine it is his fingers that take care of the technique, while Jarrett, almost unaware of them, simply lets himself flow. More than “created” music, what we listen to is the process of creation within the interiority of genius.
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How is he able to do this? How can he improvise, enter into a state of satori, on the one hand let himself flow, and on the other maintain the highest technical perfection, while knowing that thousands of people are watching and listening, and that the concert is also being recorded for History itself? As few other artists have, Jarrett manifests the great mystery of creativity. Other musicians find shelter in a long and solitary process of composition; they have all the time in the world at their disposal to analyze each note on paper, rehearse at the piano, write bit by bit the work they will interpret on stage reading the score. What Jarrett does is comparable to a writer getting up on stage and, without any preparation, taking hold of the microphone and improvising The Waste Land or Juan Rulfo’s El llano en llamas.
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The analogy would have to add that the writer not only enters another state of consciousness: he also remains in it by means of certain words and its rhythm. Jarrett connects himself but at the same time allows himself no distraction: while his deep mind sets sail, his consciousness remains in his fingers and in the crystalline and marvellous translation of what he is seeing: of what he is living.
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It would hardly be exaggerating to say that his whole body immerses itself in his subconscious, with the sole exception of his hands (and his feet on the pedals). He himself has stated, in one of his most ineffable and challenging statements: “Playing is what matters the least, it’s the left over scraps, the activity of being musical”—that is to say (as the Argentine critic Guillermo Bazzola has written), that “what we habitually know as music is no more than the reflection of an ideal entity, the telling of an experience, of something spiritually lived through”.
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Applying Jarrett’s dictum to any other artistic field would be greatly beneficial: the emphasis remains on the connection, not on the technique. Doesn’t this contradict the fact that Jarrett has gone so far as to cancel a concert if he considers the piano’s quality is lacking? Not at all: technique is what matters the least, but in itself it must be as polished as possible. Only this way, by comparison, can that something else, without a name—all that is left over—come truly into being.
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It’s true that at times his travels cross through dense, even nightmarish atmospheres; certain passages turn into a ritual tam-tam, like a dialogue with ancient gods. Nevertheless, Jarrett never loses his way, and even in those cases of frantic enjoyment, his fingers bring discoveries to this side.
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All of the material in Sun Bear Concerts was, then, improvised on the go before five Japanese audiences in the cities of Kyoto, Osaka, Nagoya, Tokyo, and Sapporo. Those who, after having listened to the concerts, find out that they were all improvisations, are surprised by the high quality of the album, and by the fact that each concert has a distinctive character. Indeed, improvisation in Jarrett is never a mechanical exchange of standard phrases, or a mere filling of gaps between two momentary inspirations. The musician is famous for not repressing cries of pleasure, sobs or even howls, which have been preserved in his live recordings. Yet this habit is mostly absent from the Japanese concerts.
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Jarrett began the tour on the 5th of November 1976, in Kyoto, a city that is as reserved as Tokyo (its acoustic opposite) is vociferous; in this concert there is a clear gospel element in the artist’s improvisations. The concerts from Osaka (8 November) and Nagoya (12 November) are more lyrical and melancholic, while Sapporo’s (18 November) is more dissonant and dense. But it was in Tokyo that the miracle took place, on the 14th of November 1976—and not in the concert itself, but in an unplanned piece (that is, doubly unplanned, given that the concert itself was already improvised) which the artist created to thank the audience for their fervent clapping. This means that the Encore was on the brink of not existing, had the audience’s reception been different (it is well known that Jarrett has interrupted concerts if the crowd speaks or makes noise).
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Without doubt, it was a most special alchemy, an unrepeatable mixture. The ground for invocation came about by a combination of factors—the specific nature of the long concert that had just ended, the audience’s receptivity, the spiritual state of the artist…(and here, in all seriousness, one would have to make a long list including not only what Jarrett ate that day, but also the alignment of the planets, the stains on the Sun, the air’s electrical charge, what was borne by cosmic rays…). The fact is that, after the ovation, Jarrett came back on stage, sat in front of the piano and, as silence fell, he began an encore. But this time, instead of playing, he opened the gates of heaven for exactly eight minutes.
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Perhaps one could think that the technical complexity of the concert he’d just given had exhausted his mental resources more than ever before—that is to say, that in it all his thoughts had been translated. The Tokyo concert had lasted 75 minutes with only one break. When the crowd’s ovation almost brought down the theatre, the artist who came back on stage to give his audience the gift of a surplus, had already thought it all out: he had nothing left, therefore, except feeling, pure intuition. What he offered then was a small piece stripped completely of rationality. This doesn’t mean that the Encore isn’t complex, but that, miraculously, it has the complexity of what is truly simple. This one time, Jarrett translated something that goes beyond thought—and doesn’t need it: a receptivity (and herein lies the miracle) that doesn’t depend on any translation.
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Very few human creations can be called “perfect”, and when such a word is used it is metaphorically, as when Borges speaks of La invención de Morel by Bioy Casares, or when Théophile Gautier marvels at Velázquez’s Meninas. Human perfection is something complex and tangled, which must go through all imperfections so that, out of their sum, it may bring forth grace. Astoundingly, for once in his life (and for many other lives), Keith Jarrett achieved it: he was not devastated by satori, but instead laid back on it as if on a hammock for eight minutes of pure grace.
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The great musicologist, editor and film maker Rafael Castanedo encountered Sun Bear Concerts around 1980, thanks to the then very young film maker Claudio Isaac, who worshipped the concerts and wanted to show them to Castanedo notwithstanding the latter's aversion to jazz and its derivatives. The way of entry into the record and the pianist was precisely the Encore’s most evident kinship with the music Castanedo revered (Schubert, Grieg); Isaac presented it as a unique, hypnotic and masterful work. And although Castanedo used to say that he considered the Encore from Tokyo a mere “little tune”—that is to say a light piece, a beautiful “melody” without any further complexity—he still taped it in order to listen to it frequently, and what is more in a most special way: recorded again and again until it took up both sides of a cassette.
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And it was that way that Castanedo introduced me to the concert, via a copy of his tape. For me, therefore, more than a “repeated piece”, the Encore was a continuum, a flow, a loop, an acoustic Moebius. (I don’t know of any piece of music that can withstand such treatment, and certainly none of the Japanese concerts can, nor the other two encores, nor anything in Jarrett’s work. Certain lines, certain songs carry at times a need for repetition, but they are transient dazzles, and end up tiring the listener.)
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In this manner I’ve listened to the Encore for years, and it has never been exhausted in my imagination. On the contrary: every time is the first and each one provides more discoveries, more amazement, more delight. Placed in one of those devices that can be programmed to play again and again without having to manually turn the tape (or, even better, transported onto a CD and played on endless repeat, in a beautiful sensation of eternity and infinity), the Encore becomes something more simultaneous than successive, a state of consciousness, an androphany and at the same time a theophany.
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Maybe Jarrett would share this certainty: his concerts have visited every range (and each one is a different opening of genius), but only the Encore is the dialogue of human genius with divine genius...“like a coordinated whole”.
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The Encore from Tokyo, more than music, is a letting-through of grace. God must be that: a little tune, not a symphonic storm; a light piece, not the bellow of the planets crashing against one another; a melody based on nothing more complex than the immense pleasure of connecting with the universe and hearing it flow. God is an encore resulting from an ovation, from a collective moment of plenitude.
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Of course, it isn’t a lone case, and what it does is to prove (if anyone needed proof) that music is the most profound way for the human being to feel the divine. Castanedo experienced it with Mozart’s Requiem; for me, another undoubtable connecting-point is the Prelude to Bach’s Cello Suite No. 5, interpreted at the very centre of Paradise by Pablo Casals. What singles out Jarrett’s small piece? Perhaps that nothing seems to single it out: Jarrett is not standing before the burning bush, overwhelmed by an infinite solemnity, but merely plays around nakedly in the grass, in total grace.
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For a few privileged moments, John Keats was the small bird pecking at his window. For eight minutes, Keith Jarrett was eternity: the smoothness of God.
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[El texto original, en español, puede consultarse haciendo click aquí.]
[Original Spanish text can be read by clicking here.]
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miércoles, 15 de diciembre de 2010

El poder del olvido

DGD: Textil 90 (clonografía), 2009
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1. La omnipotencia
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La teología es también una cierta forma, a veces muy refinada, de la venganza. Qué sabrosa, por ejemplo, la venganza de Plinio en aquellos párrafos de la Historia natural en que exclama, con falsísima humildad, que la pequeñez del hombre tiene un gran consuelo cuando consideramos que Dios no lo puede todo, es decir, que la divinidad no es para nada omnipotente. Y para comprobarlo, Plinio añade que Dios “no es dueño de quitarse la vida aunque lo quisiera, lo cual constituye la mayor ventaja que en nuestra condición reside; [...] no puede impedir que dos veces diez no sean veinte, [...] no puede convertir a los mortales en inmortales, ni resucitar a los muertos, ni que el que vivió no haya vivido, ni hacer que el que disfrutó de honores no los haya disfrutado”, y el autor de la Historia natural concluye que la divinidad no tiene otro poder que “el olvido sobre las cosas que fueron”. Cada quien hace de Dios lo que mejor le conviene según la propia naturaleza y la pasión que impera en su pensamiento; la divinidad de Plinio no sólo no es omnipotente sino que sólo tiene un poder: el del olvido.
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2. Memoria ficticia
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Ante esa idea de Plinio (que escandaliza, entre otros, a Montaigne) resulta no sólo posible sino inevitable plantear la idea contraria (ambas son eso, a fin de cuentas: ideas, y la audacia de una no altera a la de su opuesto): Dios puede perfectamente quitarse la vida, impedir que dos veces diez no sean veinte, convertir a los mortales en inmortales, resucitar a los muertos, hacer que el que vivió no haya vivido y que el que disfrutó de honores no los haya disfrutado, etcétera.
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La divinidad es capaz de hacerlo de tal modo que nadie se dé cuenta de que ha sucedido, o de que se crea que no puede suceder. En una palabra: Dios puede hacer todo eso de tal manera que seamos capaces de afirmarnos en la idea de que no puede hacerlo. Porque no nos engañemos: Plinio no está celebrando a la no-omnipotencia divina sino a la omnipotencia humana, o lo que es lo mismo, a la omnipotencia de la imaginación humana. No canta al olvido (último recurso que Plinio concede a la divinidad) sino al recuerdo: la fantasía no es otra cosa que obligarnos a recordar todo lo que ha sucedido a partir de lo imaginado.
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3. Ficción memoriosa
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Horacio estaba de acuerdo con Plinio: “Dios podrá cubrir el cielo con oscuras nubes e iluminarlo con un sol radiante; mas no podrá destruir ni alterar lo pasado, ni devolvernos lo que el tiempo fugaz nos arrebató” (Odas, III, 29, 43; nos lo hace ver Montaigne, molesto porque “los labios de un cristiano no deben proferir jamás semejantes términos”). Pero ¿cómo podríamos saber si la divinidad ha destruido o alterado el pretérito? En algún momento Borges recoge la idea de que el mundo ha sido creado hace apenas unos instantes, dotado de una humanidad con recuerdos falsos. Plinio sospecha que esa memoria no es ficticia: la imaginación modifica al pasado a cada instante. El único poder del olvido (en el olvido se basa todo poder) es mantener al ser humano alejado de su propia divinidad.
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4. La invención
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Bien dice san Agustín: “Como los hombres no son capaces de conocer a Dios, al pretender adivinarlo piensan realmente en sí mismos creyendo pensar en él, y se lo imaginan no como él es, sino como ellos son" (Ciudad de Dios, XII, 15). Sin embargo, acaso no es tan simple esa mecánica. Basta imaginar a un amnésico, incapaz de recordar por sí mismo, que inventara a un ser ficticio, un otro yo que sí puede recordar lo que aquél ha perdido o ignora de sí mismo. La invención puede más que el inventor, tiene capacidades de que éste carece, le es superior: lo crea. El arte no tiene otro sentido.
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5. La locura de Dios
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Las metáforas tienen vida propia. En la Epístola a los Corintios (I, 1, 25), san Pablo, para exaltar a la divinidad, escribe: “La debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres; la locura de Dios más cuerda que la prudencia de los hombres” (Infirmus Dei fortius est hominibus: et stultum Dei sapientius est hominibus). Acaso ha logrado su fin con suficiente contundencia, pero acaso sin darse cuenta ha acuñado, en el corpus de la Escritura, la noción más detonante que pueda imaginarse, “la locura de Dios”. Acaso no hay mejor definición de la teología que esa: stultum Dei. Y es que, en el juego de espejos, la locura de Dios es la única posible cordura humana.
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6. El acto de creer
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Una vez una niña me estaba hablando acerca de sus amigas las hadas y en un momento me equivoqué en la elección de palabras (cuán preciso debe ser el lenguaje cuando se habla con un niño) y le dije: “Así son las hadas, si así las imaginas”. Entonces ella, con una notoria decepción, exclamó: “Si tú no crees no tiene chiste”. En ese momento vi muy claro por qué no hay religiones de uno solo: el creer es colectivo o no tiene chiste. Creo porque tú crees, tú crees porque él cree, él cree porque yo creo. Lo que yo creo tiene chiste si es lo que nosotros creemos: muchos como uno (com-unidad), en alianza, fraternidad y complicidad. Aquello en lo que yo creo estando solo (o siendo el único en manifestar esa creencia) carece de chiste, es decir, de sentido com-unitario. Sólo es posible religar a los muchos.
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Resulta muy significativo el hecho de que Plinio imagina a Dios incapaz de una larga serie de acciones pero no menciona a la más inquietante: que deje de creer en sí mismo. Dios no podría creer en sí mismo si no hubiera Otros (no importa si otros dioses u otros humanos, porque a estas alturas esa diferencia no tiene sentido mítico) que ejercieran la suprema ruptura del yo que se llama creer.
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7. Fantasía
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“Toda fantasía es real para quien cree en ella”, dice Bioy Casares en Plan de evasión. Por tanto, el acto de creer es en el fondo crear. Quien cree en Dios, lo crea, pero quien no cree en Dios no lo destruye: lo que hace es dar realidad a un mundo sin Dios. Sólo hay creación; no existe la destrucción. La realidad no es una cosa que nos “sucede”: es algo que depende de nuestro acto de creer. Y he aquí la endiablada escala: creencia, credulidad, credibilidad, fe. Para actuar, debemos creer, y para creer, debemos crear (crear ante todo nuestra capacidad de creer: ella sola crea a nuestra capacidad para actuar). La fe no sólo mueve montañas: también las crea. Y la fe religiosa (en el sentido de re-ligar) está en el fondo de la más laica y atea de las creencias.
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8. Límites
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Para Plinio y Horacio, demostrar la fundamental debilidad de Dios es un consuelo; pero obviamente no están contentos con ello, que sólo significa fundamentar a la debilidad humana; es notorio en sus ideas un malestar, una mala conciencia, o bien un guiño de ojo sólo perceptible a quien experimenta la misma incomodidad. Y es que nadie retrocede aterrado ante la idea de que Dios no tiene límites, lo cual es otra forma de decir que la imaginación es ilimitada. La imaginación apenas tiene que ver con la creencia: nadie necesita creer en el unicornio para admirarlo. Lo que da miedo no es creer en la existencia “real” de tal o cual criatura o idea, sino en el propio carácter ilimitado de la imaginación. Plinio y Horacio niegan omnipotencia a la imaginación, que es una forma de ponerle límites. Creer en esos límites los hace reales. El poder acaba de crear a la humanidad hace unos instantes en el sentido de que crea constantemente una realidad limitada, débil, fatal y cerrada. Y la crea porque nos obliga a creer en ella. El poder se alimenta de nuestra creencia. El poder del olvido estriba en hacernos olvidar, en hacernos creer en el olvido, en convencernos de que “los labios de un moderno no deben proferir jamás semejantes términos”. Plinio, Horacio y muchos otros pensadores alaban los límites con una suprema incomodidad, y acaso con la soberbia demanda de derruir los límites y reinventar el creer-crear en pos de una nueva realidad.
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domingo, 5 de diciembre de 2010

Metafísica del bolero amoroso

DGD: Figura 17 (clonografía), 2010


El bolero “Sabor a mí”, con letra de Álvaro Carrillo, contiene misterios concéntricos:

Tanto tiempo disfrutamos de este amor,
nuestras almas se acercaron tanto así,
que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también
sabor a mí.

Si negaras mi presencia en tu vivir,
bastaría con abrazarte y conversar;
tanta vida yo te di, que por fuerza llevas ya
sabor a mí.

No pretendo ser tu dueño.
No soy nada, yo no tengo vanidad.
De mi vida doy lo bueno;
soy tan pobre, qué otra cosa puedo dar.

Pasarán más de mil años, muchos más.
Yo no sé si tenga amor la eternidad,
pero allá, tanto como aquí, en la boca llevarás
sabor a mí.

En esta canción, el amante dice a la amada: “Si negaras mi presencia en tu vivir, / bastaría con abrazarte y conversar”. Presencia es importancia. Esas líneas significan que si ella negara la importancia que él tuvo en su vida, le bastaría abrazarla y conversar para demostrarle que lleva su “sabor”, es decir que él fue y es importante en la vida de la amada. Sin embargo, el amante no tendría que estar reforzando tanto el “es” si no estuviera tan dolorosamente consciente del “fue”, esto es, de que la ha perdido de modo irremisible. Por lo demás, ella ha negado la importancia de esa relación pasada.

Por eso la primera estrofa tiene un claro sabor de pretérito: “Tanto tiempo disfrutamos de este amor, / nuestras almas se acercaron tanto así, / que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también / sabor a mí”. La primera línea de la siguiente estrofa utiliza un tiempo verbal engañoso: “Si negaras mi presencia en tu vivir”. Esta línea es en realidad una certeza: “has negado mi presencia en tu vivir”. Y para mostrar no sólo que esa negación existe, sino que es inútil o falsa, “bastaría con abrazarte y conversar; / tanta vida yo te di, que por fuerza llevas ya / sabor a mí”.

La aparente serenidad es contradicha por esa otra línea engañosa: “tanta vida yo te di”. El amante le dio no “tanta” sino “toda” la vida: se siente muerto. No le queda sino afirmar algo que debe suceder forzosamente: “que por fuerza llevas ya / sabor a mí”; esto último no significa un mero “regusto a mí” sino “mi yo”, es decir, “llevas mi vida”. Si dice “tanta” y no “toda”, es acaso para señalar que la muy poca vida que permaneció en él únicamente le sirve para darse cuenta de “tanto” que en él ha muerto.

Entonces viene una aparente autoafirmación: “No pretendo ser tu dueño. / No soy nada, yo no tengo vanidad”. El amante no es dueño de la amada: reconoce la libertad de ella de alejarse mientras se lleva la vida de él, lo cual significa que él reconoce en ella la libertad de matarlo. Queda por averiguar si este hombre siempre ha sido nada o si lo es precisamente desde el momento en que fue “matado” por ella (desde que ella negó la presencia de él en su vivir).

Sin embargo, que él tiene vanidad es innegable y, de hecho, en este nivel amoroso toda la canción es justamente una loa a esa vanidad: él guarda voluntariamente el sabor de ella, pero ella conserva el sabor de él por fatalidad, casi por maldición. En su llanto contenido, el amante sugiere que ella se lleva la vida de él, pero es a la inversa, y lo es “por fuerza”. Ella intenta olvidar el “sabor” de la relación; él la condena no sólo a recordar ese “sabor” sino a no poder olvidarlo.

La vanidad existe en el amante y es lo único que existe en él: si la destinataria de la canción quisiera negar la intensidad de ese pasado conjunto, al varón que le canta le bastaría buscarla, conversar con ella y —como último recurso si los anteriores fallan— abrazarla. Entonces ella tendría que aceptar 1) toda la vida que él le dio; 2) el hecho de que al rechazar esa dádiva, ella lo ha matado. La canción no habla de una nostalgia, sino de un castigo.

En este hombre la vanidad es en primera instancia autoconmiseración: “De mi vida doy lo bueno; / soy tan pobre, qué otra cosa puedo dar”. ¿Y cuál es esa vida que él le dio? Primero dice que de su vida da lo bueno, es decir que es capaz de seleccionar lo bueno y de no dar lo malo; pero a continuación afirma que no puede dar otra cosa que lo bueno, puesto que es “tan pobre”. No hay elección, entonces, y por tanto, no se trata de que seleccione lo bueno de sí para darlo, sino que es bueno a priori todo lo que da.

Puede notarse, además, que este hombre ofrece como justificación el ser “pobre”, lo que implica que, si no lo fuera, podría dar “otra cosa”: lo regular y lo malo. Es tan pobre que todo lo que tiene es “bueno”, precisamente porque no tiene nada. Si no fuera pobre, no sería bueno, y podría dar lo malo. (En este nivel amoroso, podría vengarse de la amada infiel, que negó la presencia —es decir la importancia— de él en la vida de ella.)

Y en un soberbio golpe final, la vanidad se proyecta a lo eterno: “Pasarán más de mil años, muchos más. / Yo no sé si tenga amor la eternidad, / pero allá, tanto como aquí, en la boca llevarás / sabor a mí”. Aunque no tuviera amor la eternidad, es decir, aunque las relaciones amorosas terrenales dejaran de tener sentido en lo ultraterreno, ella llevará “sabor a mí”, sin importar en qué se conviertan los seres que han vivido. Y además lo llevará en la boca, que es una parte de la corporalidad que muy probablemente deje de tener injerencia en el otro mundo.

Habla, pues, una vanidad enmascarada. El amante no sabe si en el otro mundo habrá amor, bocas o sabores, pero condena a la amada a encadenarse a esos elementos. En la eternidad ella llevará el yo del amante abandonado, aquel que convierte al acto de “dar tanta vida” —acto cuya importancia fue negada— en el acto de haber sido asesinado.

Sin embargo, una vez sacada esta canción de ese marco de referencia amoroso, resulta de una lucidez apabullante. Considerado ya no como amante sino como individuo, el yo de esta canción se dirige a todos aquellos que niegan su presencia y que, al negarla, lo vuelven “nada” (nadie). De ahí la poderosa contundencia de la línea “No soy nada, yo no tengo vanidad”.

Ser “algo” (alguien) es cuestión de vanidad, y como este individuo carece de ella, acepta tranquilamente ser nada (“nadie”). Pero esa serenidad es ambigua. Y lo es porque no dice si es nadie desde siempre y para siempre (en cuyo caso lo sería contra un marco de referencia universal), o si lo es precisamente cuando los demás niegan su presencia (en cuyo caso lo es desde un mero marco de referencia social).

En el primer caso, es Nadie con mayúscula (el Nadie cósmico); en el segundo, con minúscula (el nadie social). Si este último dice “De mi vida doy lo bueno; / soy tan pobre, qué otra cosa puedo dar”, no queda sino el “sabor” de una lastimosa autoconmiseración: ¿qué es lo bueno?, ¿quién juzga lo que es bueno y lo que no lo es? Como todo lo que él tiene y da es “bueno”, bien podría vengarse —con mayor o menor malevolencia— de todos aquellos que han negado su presencia en el mundo. En este nivel la canción sería un grano de arena más en la gran loa universal al Mal, es decir a la Venganza Contra el Mundo.

Sin embargo, queda abierto el camino a otro nivel. Así pues, es únicamente el Nadie cósmico quien puede decir, sin mentira: “De mi vida doy lo bueno; / soy tan pobre, qué otra cosa puedo dar”, porque entonces ya no hay equívocos: “pobre” ya no significa sino “pobre de espíritu” (en el sentido que Meister Eckhardt da a este término, el de quien nada tiene y nada desea: “El hombre humilde no necesita pedir a Dios, puede muy bien mandar a Dios, porque la elevación de la deidad no puede considerar nada como no sea en la profundidad de la humildad. El hombre humilde y Dios son uno y no dos”), el que sólo puede dar lo bueno puesto que en ese estadio espiritual ya sabe que el mal no es sino ausencia del bien.

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[De Libro de Nadie 5, en preparación.]


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jueves, 25 de noviembre de 2010

El Andrógino y sus hermanos desterrados (III de III)

DGD: Textiles-Serie blanca 25 (clonografía), 2010




III


El horror a la confusión


Tomás Segovia ha consagrado sustanciosos textos a la polaridad sexual humana; en uno de ellos, “Carta a la mujer”, intenta la imparcialidad: “no es [que] el amor —o deseo— heterosexual sea ‘natural’ y el homosexual ‘antinatural’: son el amor y el deseo mismos, todo amor y todo deseo, los que no son ‘naturales’”.[1] Para Segovia, la modernidad ha cambiado por un pudoroso disimulo lo que en los griegos era la aceptación trágica de la belleza (en la que era esencial el sentido de la pederastia, en tanto relación de un varón maduro con otro muy joven por medio del cual aquél recuperaba —en un sentido a la vez metafórico y literal— la belleza y juventud perdidas); según Segovia, esa aceptación no es ya posible en las sociedades occidentales contemporáneas: “Digo que esta vía es ya impracticable”, escribe, “simplemente porque imagino —porque deseo— y porque creo que toda nuestra civilización imagina —desea— una civilización más bien heterosexual”.

¿Por qué “más bien”? Intentar una respuesta a esa pregunta desborda todo espacio, pero podría experimentalmente suponerse que el “más bien” surge en épocas en que la humanidad requiere repoblarse luego de catástrofes y guerras. Puesto que la Ginógina y el Androandro no garantizan en sí mismos la procreación, las sociedades “prefieren” retirar estos dos modelos del imaginario colectivo y de la gama de posibles elecciones en los individuos. Cabe subrayar que este retiro es laico y sociopolítico —es una extradición— pero está profundamente arraigado en lo religioso y arquetípico —es una excomunión—: menos que desterrados del imaginario, la Ginógina y el Androandro han sido casi quirúrgicamente extirpados de la psique colectiva. Con ello se han vuelto confusos, que es precisamente (en un endiablado círculo vicioso) la razón que se da —si se llega a dar razones— para haber “preferido” eliminarlos. De ahí la trampa: no hay realmente un “más bien” cuando existe un tal desequilibrio entre las “opciones” (una de ellas es reconocida en su conexión con lo sagrado mientras que sobre las demás pesan maldiciones).

Lo curioso es que el modelo del Andrógino sigue imperando en los actuales periodos de intensa sobrepoblación planetaria, lo cual sugiere que, más que en repoblar fábricas y ejércitos, la modernidad —y el patriarcado reinante— sigue “más bien” interesada en evitar las confusiones; esta tendencia, es por demás sabido, no hace sino provocar una confusión mucho más perniciosa cuyas evidentes expresiones son el machismo, la misoginia y la homofobia, y también las ideologías de supremacía (racial, política, económica, religiosa, cultural), los fanatismos de toda índole y las abundantes psicopatías individuales y sociales.

Aun en épocas que se proclaman liberales y democráticas, el Estado y la Iglesia siguen decidiendo por los ciudadanos, como si el poder dominante estuviera seguro de que todos y cada uno de los individuos imaginan y desean una civilización más bien heterosexual, aquella que les ofrece lo contrario de la confusión, la incertidumbre y el caos, es decir estabilidad, seguridad, orden, e incluso —en el clímax de la hipocresía— felicidad.


Una construcción simbólica

La sexóloga Cristina Martín se niega a eliminar dos terceras partes del mito fundacional de la sexualidad humana:

Creo que hay dos sexos que se conjugan para reproducirse, y muchos otros usos de la sexualidad, genitales y no genitales, sin finalidad de reproducción biológica —aunque pueden tener capacidad reproductora, sublimada, en otros terrenos—, en donde los comportamientos y valores atribuidos generalmente a lo masculino y lo femenino se combinan en tantas y tan diversas formas como las de la imaginación humana. Podría haber, hipotéticamente, tantos géneros como personas si cada ser humano interpreta y reconstruye a su manera el imaginario sexual. Precisamente la utilidad del concepto de género como construcción simbólica es el entendimiento de que la predisposición biológica no es un determinante absoluto y que la pluralidad de vivencias de la sexualidad se entiende más en el terreno del género.[2]

La expresión “imaginario sexual” parece implicar que, plantados sobre la verdad biológica, los seres humanos construyen un universo de convenciones que no hace sino confirmar una única base inamovible. La tan compleja imaginación no podría remontar el vuelo sin su firme sustento en la tan simple (no confusa) realidad: los dos sexos representados por el Andrógino. Si “la utilidad del concepto de género como construcción simbólica es el entendimiento de que la predisposición biológica no es un determinante absoluto”, aún mayor utilidad tendría aceptar que el concepto de sexo no es menos una construcción simbólica. La predisposición biológica, en efecto, no es un determinante absoluto, como tampoco lo es la biología. Es menester reiterarlo: el universo no es biológico sino cuando lo mira un biólogo, es decir un ser humano con determinadas predisposiciones. A ello podría contraponerse que la bipolaridad sexual es no sólo humana sino el fundamento mismo de la humanidad; lo es, desde luego, pero como todo lo humano: como una hechura, un proyecto, una propuesta, una convención operativa, no un “hecho dado”. Nurture, no nature.

Es cierto: podría haber tantos géneros como personas; hasta aquí se acepta alegre y orgullosamente que “cada cabeza es un mundo”, o al menos que podría serlo “si cada ser humano interpreta y reconstruye a su manera el imaginario sexual”. ¿Por qué despierta tanta reticencia, pues, postular que podría haber tantos sexos como personas? ¿Por qué se esfuman la alegría y el orgullo si, aunque ello se postulara, cada cabeza seguiría siendo un mundo? ¿Acaso porque decir “podría haber tantos géneros como personas”, o “podría haber tantos sexos como individuos”, equivale a afirmar que hay un solo género y un solo sexo, al menos en el sentido convencional de hay un mundo para todas las cabezas? Todo depende no de verdades universales, de “hechos” científicos, de categorías eternas, de divisiones biológicas “reales”, sino de que cada ser humano interprete y reconstruya a su manera (que en última instancia no es sino una sola manera) la realidad humana. Acaso una sospecha como esta, tan monumental como parece, es la que encierra la figura del Andrógino apenas se reconoce la existencia, igualmente real, de sus dos mitos hermanos.

La modernidad occidental cae en el heterosexismo cuando elimina a dos raíces míticas para privilegiar a una sola, aquella que mejor conviene a la estructura del poder. Pero también Aristófanes caía en algo parecido, un “homosexismo”, cuando se dedicaba casi exclusivamente a demostrar la supremacía de los Androandros. Y aquí cabe notar ciertas curiosas correspondencias inversas en los mitos fundacionales. Al homosexismo de Aristófanes se contrapone directamente la homofobia de san Pablo en aquellos versículos que se convirtieron en el acta de excomunión del Androandro: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9-11).

Aristófanes se extiende en los elogios para el Androandro y apenas habla de la Ginógina; el apóstol Pablo incluye claramente al Androandro entre los arrojados del cielo (incluso se toma la molestia de hacer una diferenciación entre los “afeminados” y “los que se echan con varones”) pero elude por completo a la Ginógina (no dice textualmente lo que apenas se infiere: una referencia a las “masculinizadas” o a “las que se echan con mujeres”). El homosexismo de Aristófanes y la homofobia de Pablo aluden a lo masculino.

Los motivos de ambas omisiones de la Ginógina (y, por extensión, de un silencio análogo que se ha extendido a lo largo de los siglos en el patriarcado) son entrevistos por Carlos Espejo Muriel:

Dado que en estas civilizaciones [las mujeres] no detentaban un rango especial, su participación activa y su huella es mínima; más aun cuando nos referimos al terreno sexual, que se adentra en la parcela de lo privado. Queremos decir con esto que si el mundo greco-romano era un mundo de hombres, lógicamente se hablaba, se dramatizaba, se componía y se procuraba diversión sólo para los hombres; luego, lo que hacían las mujeres a nadie interesaba (salvo si no respondían a las expectativas que de ellas se tenían: tener hijos, ser esposas dignas, llevar la economía doméstica, lo que incluía controlar a la servidumbre de la casa, ofrecer placer al amo y señor cuando lo pidiera, no frecuentar los lugares públicos, etcétera). Esta es la razón de que, desgraciadamente, sólo conozcamos un nombre femenino protagonista del amor “homosexual” entre mujeres, la griega de tan bello nombre: Safo. Lo cual quiere decir, en primer lugar, que un auténtico estudio sobre el lesbianismo está aún por hacerse (un buen comienzo sería rastrear los ritos iniciáticos femeninos). En segundo lugar, que todo aquello que podamos hablar sobre lesbianas debemos hacerlo en torno a conjeturas, pues no hay datos o hechos que corroboren nuestras hipótesis (esto no quiere decir que no podamos pensar que ellas también impondrían el modelo de sumisión a sus esclavas y, en consecuencia, también podrían obtener placer de ellas en el recinto cerrado del hogar, o incluso acceder a otros encuentros como en aquellas manifestaciones festivas que se celebraban exclusivamente para mujeres en Grecia y en Roma; pero, repito, todo esto, aunque yo lo comparto, corre el peligro de derrumbarse si no se demuestra fehacientemente).

En todo caso, las dos omisiones del mundo lésbico, la de Aristófanes y la de san Pablo, reflejan de lleno el reino del que surgen: el patriarcado, y su ignorancia deliberada respecto a la mujer. Las preguntas se acumulan: ¿en la base mítica de un matriarcado habría habido asimismo tres sexos originales?, ¿también uno de ellos habría sido ensalzado y luego rechazado con especial énfasis y prescindencia de los demás?, y sobre todo: ¿habría existido un desequilibrio en esa trinidad tendiente a privilegiar a uno solo de los tres modelos por medio de erradicar a los restantes de la memoria colectiva?

Más allá de las hipotéticas respuestas a estas preguntas resulta necesaria una visión de conjunto: ninguno de los tres modelos es “mejor” que los otros (lo indica claramente la creación simultánea de los tres sexos en el mito primigenio que Platón quiso reivindicar): es su reintegración plena la que requiere la sexualidad humana para basarse en un mito completo, el de la verdadera diversidad (asociar a ésta con la confusión y con el caos no es sino una maniobra para reafirmar el paradigma mítico imperante). La mirada simultánea del mito originario es clara: el encuentro fundacional se da justamente en la diversidad, es decir en la sana convivencia de los tres modelos, todos ellos reconocidos en igualdad de potencialidades y riquezas. Una trinidad rebalanceada (es decir, una gama en la que todo individuo puede elegir entre opciones igualmente potentes, integradoras y conectadas con lo sagrado, que es la única forma de conectarse con lo inmediato).

Sin duda el momento más lúcido de El banquete es aquel en que Platón, en labios de Aristófanes, enuncia de este modo la demanda del mito trinario fundacional:

Debemos procurar no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor a exponernos a una segunda división, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves, que no tienen más que medio semblante, o como los dados cortados en dos. [...] Si ese antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que ser también mejor el que más se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona a la que se ama según se desea.

Toda sociedad se funda en un mito. Manipular este mito e incluso mutilarlo para ajustarlo a los requerimientos del poder sobre los individuos tiene graves consecuencias, y más aún si ese mito es el del erotismo: el que da sentido a la mayor intimidad, a la más irrepetible individualidad. Porque no hay nada más subversivo ni más odiado por el poder imperante que devolver a los seres humanos su capacidad primigenia: la de elegir a la persona amada según se desea.

***

Notas


[1] Tomás Segovia: “Carta a la mujer”, en Cuaderno inoportuno, FCE (Cuadernos de la Gaceta 42), México, 1987.

[2] Cristina Martín: “Apuntes de lectura sobre el concepto ‘género’”, en La Ventana. Revista de Estudios de Género, v. 1, n. 2, Universidad de Guadalajara, Centro de Estudios de Género, 1997.


lunes, 15 de noviembre de 2010

El Andrógino y sus hermanos desterrados (II de III)

DGD: Textiles-Serie blanca 29 (clonografía), 2010




II


Revisionismo


El primero y segundo capítulos del Génesis parecen hablar de creaciones distintas, de dos humanidades diferentes. En el primer capítulo se lee:

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. [Génesis 1:27]


La redacción de Reina-Valera (1960) salta de un “al hombre” en singular, a un “los creó” en plural. (La versión de Reina-Valera de 1995 añade una “s” entre corchetes para corregir esa discrepancia: “Y creó Dios al hombre[s] a su imagen”.) Sucede lo mismo en la Vulgata: et creavit Deus hominem ad imaginem suam, ad imaginem Dei creavit illum, masculum et feminam creavit eos (salto de illum a eos), y asimismo en inglés, desde la Biblia del Rey Jaime hasta la Nueva Versión Internacional: “So God created man in his own image, in the image of God created he him; male and female created he them” (salto de him a them).

Aquí puede entenderse la creación simultánea de dos criaturas, una masculina y la otra femenina, pero el versículo es también susceptible de otra lectura, aunque ella esté desautorizada por la interpretación ortodoxa —y precisamente por eso—: la creación de un número indeterminado de criaturas que eran, cada una, varón y mujer al mismo tiempo. En todo caso resulta notorio que sólo se rescata la figura del Andrógino mientras que las de la Ginógina y el Androandro son eliminadas.

De esa primera raza humana no parece descender la población actual de la Tierra, sino de la segunda, aquella de la que habla el siguiente capítulo del Génesis; aquí la pareja edénica es la antecesora mítica de una raza cuyo sustrato es sucesivista: Dios crea al hombre (Génesis 2:7) y luego a la mujer (Génesis 2:18-23). Y una vez más ocurre el rescate exclusivo del Andrógino, así sea de manera metafórica, puesto que se acota: “y serán una sola carne” (Génesis 2:24). Este primer revisionismo es curioso: parecería que el Dios hebreo se desentiende de la primera humanidad para concentrarse en la segunda, en la que ya no existen “confusiones”: hay hombre y hay mujer, creada ésta de una costilla del varón.


Segundo paréntesis en torno a los nombres

En el principio del capítulo quinto, el Génesis parece referirse a la primera humanidad: “Hombre y mujer los creó; y los bendijo, y les puso por nombre Adán el día en que fueron creados” (Génesis 5:2); así pues, en apariencia todos los seres provenientes de la creación inicial recibían el nombre genérico Adán. Sin embargo, parecería que Génesis 2:23 se ubica en la segunda creación cuando la criatura masculina impone nombre a su compañera: “Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. Esto dice la versión Reina-Valera de 1960, mientras que la de 1995 corrige: “Dijo entonces Adán: ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será llamada ‘Mujer’, porque del hombre fue tomada”. Se trata en ambos casos de la traducción de las palabras hebreas Ish para el varón e Ishshah para la mujer.

Más tarde se da un nuevo bautizo: “Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20), debido a que, en hebreo, el nombre Eva y la palabra que significa “vida” o “viviente” tienen un sonido semejante. Lo mismo en la Vulgata que en la mayoría de las versiones, el nombre Adán es mencionado por vez primera en Génesis 2:19, y aunque en algunas se le llama “hombre”, no deja de advertirse que el término hebreo que significa “hombre” (adam) está relacionado con el que denota “tierra” (adamá). Esto implica —aunque ello no esté apoyado en ningún texto exegético— que en la primera humanidad (cuyas criaturas se llamaban Adán), creación y bautizo fueron simultáneos, mientras que en la segunda fueron sucesivos (Dios crea a Adán y luego lo bautiza; después crea a Eva y más tarde Adán da nombre a su compañera).

Si se unen dos mitos fundacionales, el resultado es un triunfo de lo simultáneo pese al insistente rescate de lo sucesivo: en el orbe del Antiguo Testamento, Adán recibe su nombre de la Tierra que, en el mundo griego, era el origen de la Mujer Original. La lectura unitaria revierte lo sucesivo: Adán bautiza a Eva (dar nombre es metáfora no sólo de crear sino de conectar con lo ya creado), pero antes ella había bautizado a Adán.



Ginoginia, androandria y androginia

El Dios hebreo practica un revisionismo entre la creación de la primera y la segunda humanidades: abandona la simultaneidad de aquélla para concentrarse en la sucesividad de ésta, construida de tal modo que la combinatoria erótica ya no admite la menor “confusión” (a la vez que elimina a las “innecesarias reiteraciones”) y queda sometida a un orden universal representado en la pareja heterosexual. Un orden, por cierto, en que la sucesividad es también subordinación (del varón a Dios, de la mujer al varón) y acatamiento de un destino impuesto. Como revelará el relato de la expulsión del paraíso, el Antiguo Testamento hereda también la noción de la hybris, muy penada en la tragedia griega (querer igualarse a los dioses, tomar el cielo por asalto, salirse de su sitio asignado, desobedecer: todos estos son actos del rebelde que desea más que la parte que le ha sido asignada en la jerarquización del destino).

También en tiempos de Platón se había introducido un revisionismo: el panteón griego había creado al Andrógino a la par de otros dos arquetipos que quedaron sin nombre y a los que aquí hemos llamado Ginógina y Androandro, pero muy pronto se deshizo de estas dos criaturas originales con la finalidad de “evitar confusiones”. Sabedor de que el resultado fue una confusión mucho peor, Platón intenta rescatarlas (es decir devolver el mito originario a su integridad ternaria) a partir de la certeza de que cualquier registro al que se arrebata sustento mítico queda fuera de la realidad humana.

Roma hereda del revisionismo griego el odio a las confusiones. Buena muestra se halla en los párrafos de Los doce Césares en que Suetonio habla de la suerte que corrían los nacidos hermafroditas, que eran ahogados en el mar. Según explica en una nota el traductor de Los doce Césares, los romanos imponían este castigo “a los llamados andróginos o hermafroditas, por considerar como de mal agüero su nacimiento. Se les ahogaba, sea porque consideraban el agua, principalmente la del mar, como fuente de toda purificación, sea porque los poetas habían hecho del océano la mansión de los monstruos, o bien, para que en la tierra habitada no quedara recuerdo de estos seres, cuyo nacimiento se tenía por calamidad pública”.[1]


Ser arrojado al Tíber (como sucedería al cadáver del muy confuso emperador Heliogábalo) o al océano era la máxima afrenta que podía hacerse en la antigüedad, puesto que ello impedía a los familiares o amigos honrar a esta persona, acompañarla en el día de difuntos o darle culto en el entorno familiar. Las aguas eran el símbolo del reino amorfo de la monstruosidad y lo inhumano (que es lo que queda fuera de la realidad humana). Extraña manipulación del mito: si de los tres modelos sólo se había reivindicado a uno, el Andrógino, entonces un ser humano que se le asemejara (el hermafrodita) debía haber sido adorado en tanto figura arquetípica y numénica; lejos de ello, era exterminado sin miramientos, como a un monstruo intolerable.

La dificultad de desentrañar estas mecánicas antiguas sin aplicarles fatalmente las de la actualidad es enfocada por Carlos Espejo Muriel, historiador de la sexualidad y maestro en la Universidad de Granada:

En Roma, las relaciones “homosexuales” no están ligadas para nada a la educación; es más, las consideran abominables y las denominan (los bienpensantes romanos y padres de la patria) como “el vicio griego”. Sin embargo, se toleran y permiten siempre y cuando no pongan en tela de juicio su sistema de valores y la estabilidad del Derecho. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo: en primer lugar, que en Roma un joven podía mantener relaciones “homosexuales” durante su adolescencia; en segundo lugar, que ello a nadie procuraba daño alguno (salvo que adorara a tal conducta y se prostituyera), pero cuando llegara la hora del matrimonio tenía que dejar de lado esas costumbres y dedicarse a procrear, que es uno de los pilares fundamentales de la ideología esclavista (se llama el status familiæ). Tercero, que si una vez casado este muchacho podía y quería mantener ese tipo de relaciones, no habría problema si las desarrollaba con inferiores, o sea, con esclavos o con muchachos (que no fueran de noble cuna), pero siempre y cuando él fuera el sujeto activo de la acción. El problema venía si no le gustaba tanto ese rol como el contrario, pues aquí sí se descargaba contra él todo el aparato del Estado, ya que su mal consistía en que anulaba a su condición jurídica y se asimilaba a lo más bajo de la sociedad romana —y tal desequilibrio social no lo toleraría jamás una sociedad tan estratificada y arcaica como la romana. Quiero decir con esto que su actitud se enfrenta directamente al status civiltatis y al status libertatis, pues al someterse a otro varón, lo que se está haciendo no es otra cosa que adoptar el papel que al esclavo no queda más remedio que protagonizar; luego, está anulando su vocación de libertad (principio, no lo olvidemos, excluyente en un sistema de producción esclavista); y en segundo lugar, al anular su vocación de libertad, se está negando el principio que otorga mayores ventajas en el mundo romano: la ciudadanía (pues no se puede ser ciudadano si no se reúnen los dos anteriores requisitos: ser libre y ser miembro de una familia en la que se respeten y veneren los antepasados, que al fin y al cabo forjan la memoria histórica de un pueblo).[2]

De todo ello se desprende una evidencia: el desequilibrio de la trinidad mítica del erotismo responde menos a un odio directo hacia las sexualidades alternativas que a un rechazo a la “confusión”; ésta pone en crisis el sistema de valores en que se basa la sociedad entera (la manipulación es, pues, menos erótica que política). Desterradas dos terceras partes del mito erótico primigenio, en el imperio romano el modelo siguió siendo el del Andrógino con sus sub-deidades asociadas: heterosexualidad, monogamia y matrimonio; en el patriarcado, ante todo el matrimonio tomó la forma de la institucionalización de lo femenino. No es gratuito que la expresión matri-monium, que surge del derecho romano —y es por tanto muy anterior a la aparición del catolicismo, que la heredó—, significa la autorización que da el Estado a una mujer para que pueda ser madre dentro del marco de la legalidad.

Todo esto se halla presente hoy en día: por más que se hable de respeto a la diversidad, no habrá ninguna diversidad real ni una verdadera gama de elección mientras la Ginógina y el Androandro sigan desterrados de la mitopoética colectiva. Ya la sola palabra “tolerancia” lo denuncia: mutiladas sus raíces arquetípicas, ambas figuras, por más que se intente reivindicarlas en el terreno civil o laico, en el fondo no seguirán siendo otra cosa que anomalías. De manera aún más grave, los detentadores de sexualidades alternativas sólo a nivel personal tomarán en serio a sus respectivos mundos. El mito conecta a la parte con el todo; es —en términos de Jung y Bachelard— un racimo de símbolos tangibles e inmediatos que a la vez están cargados de significaciones arquetípicas resonantes en la psique humana. En otros términos: el mito coloca a las estrellas aisladas en constelaciones de sentido.


En la modernidad occidental, el mito erótico tiene prácticamente una sola expresión ritual, conectada con las religiones mayoritarias: la ceremonia matrimonial, arquetípicamente exclusiva del mundo heterosexual, es decir del terreno del modelo aceptado, el del Andrógino. Las parejas heterosexuales sólo tienen ese ámbito para experimentar una sensación de trascendencia (conexión); fuera de estos instantes, carecen de todo sentido de lo sagrado. Y acaso ni siquiera en esos instantes, porque la ritualidad, en tiempos caracterizados por el materialismo, se vuelve una serie de meras representaciones utilitarias. Los ritos del matrimonio, independientemente de que la pareja crea en ellos o los vea como trámites “simbólicos”, la conectan con esferas superiores, con un todo universal; esto es lo que significa a nivel arquetípico “tomar en serio”: desbordar las individualidades y reconocerlas partes de un concierto mayor, darles un sentido mitopoético.

Aún cuando en ciertos países parece aumentar la “tolerancia” hacia las relaciones entre personas del mismo sexo, las lesbianas y los homosexuales continúan sin sustento mítico, sin verdadera ritualidad; esto significa que no terminan por sentir que sus preferencias forman parte de un todo. Su amor no tiene otra escala que la de la inmediatez: no es más que un juego, un simulacro, una representación que a veces toma una actitud pagana y carnavalesca pero también, de nuevo, como pura exterioridad. En palabras del mito originario, es un erotismo que no se revierte en el universo.


La impureza

Una gran escritora como Katherine Mansfield, caracterizada por una refinada y aguda sensibilidad, aporta la palabra clave de este proceso. En sus diarios, Mansfield es siempre transparente y aunque ha asumido su bisexualidad, libra en su interior una cierta lucha interior al respecto; en esas páginas habla de una relación lésbica que sostuvo en la primera década del siglo XX con una joven maorí, Maata Mahupuku, a la que había conocido en Wellington, Nueva Zelandia, y a la que reencontraría más tarde en Londres. En una entrada de su diario correspondiente al mes de junio de 1907, escribe: “Quiero a Maata del mismo modo en que la he tenido: terriblemente. Esto es turbio, lo sé, pero es verdad” (I want Maata—I want her as I have had her—terribly. This is unclean I know but true). En esta última frase, Mansfield utiliza un adjetivo revelador: unclean forma parte de un matiz verbal sólo existente en inglés. Literalmente puede verterse como “no limpio”; el hecho de que en español este tipo de fórmulas sean por completo inusuales, ha llevado a veces a traducirlo directamente como “sucio”, lo cual es burdo. “No blanco” no significa necesariamente “negro”. Del mismo modo, unclean no corresponde necesariamente a “sucio” o “turbio”, aunque vaya en esa dirección.

El prefijo un- denota ausencia o negación, y las diferentes traducciones al español ilustran la amplia gama que esa partícula cubre; es posible apreciar esa gama en la manera en que palabras que señalan carencias o negaciones parciales o perentorias, como unaggresive (“poco agresivo”), uncaught (“aún en libertad”) o unkind (“poco amable”), se diferencian de las fijas o absolutas, como unable (“incapaz”), unafraid (“sin miedo”) o unsought (“espontáneo”). En esta gama hay las que se traducen tajantemente más allá de los eufemismos y relativizaciones, como unadopted (“rechazado”), unallowed (“prohibido”), unqualified (“incompetente”), unreal (“irreal”), unremembered (“olvidado”) o unsuccess (“fracaso”).

El mismo juego se nota en el término undead, del que no hay traducción precisa al español; para no verterlo literalmente como “no muerto” se ha echado mano del recurso “muerto viviente”, un oxímoron que funciona en términos del género de horror (como sinónimo de “zombie”, significativo mito de la modernidad) pero que no tiene sentido en otros territorios dramáticos. Lo mismo podría hacerse con unclean, es decir, traducirlo como “limpio turbio”, pero habría que añadirse “ni del todo limpio ni del todo turbio” (así como el zombie debe entenderse como “ni del todo muerto ni del todo vivo”).

En cualquier caso, independientemente de las particularidades culturales, psíquicas o históricas de la relación lésbica aludida por Katherine Mansfield, resulta notorio que la muy poderosa intuición de esta escritora la lleva a recoger, en una sola palabra, la sensación que prevalece en el fondo en toda sexualidad alternativa. Porque más allá de la especificidad de circunstancias o del irrepetible modo particular en que cada participante de estas sexualidades asume lo alternativo de su preferencia sexual, una inmensa mayoría de ellos experimenta, con mayor o menor conciencia, la sensación de que su sexualidad y todas sus manifestaciones son precisamente unclean. (No importa qué tan madura sea su autoaceptación individual: desde la instauración del patriarcado, toda su cultura, todo el “espíritu de los tiempos”, lo hacen inferir lo turbio a cada momento.) Es el resultado directo de haber retirado de la psique colectiva a los arquetipos de la Ginógina y el Androandro.

Angela Smith, biógrafa de Mansfield, intenta demostrar que la bisexualidad de esta autora se debe entender como una expresión de su “ímpetu transgresor” (transgressive impetus); sin darse cuenta (aun cuando sus intenciones son progresistas y contestatarias), Smith conserva, en cuanto a su biografiada, la misma sensación de uncleaniness cuando insiste en que Mansfield continúa teniendo relaciones con varones a la vez que intenta reprimir sus sentimientos hacia las mujeres. En cuanto al fragmento citado del diario de Mansfield, la biógrafa se basa en el adverbio utilizado por la escritora: “terriblemente” (terribly). Éste, conectado con unclean, parece formar la base demostrativa de algo que trasciende a la biografía de Mansfield y se aplica, por sobreentendido, a toda sexualidad alternativa: el hecho de que la heterosexualidad sea inferida, por sí misma, como clean, mientras que, por elemental contraposición, la gama de la sexualidad LGBT se reviste, de entrada, con la inferencia de lo unclean. En absoluto resulta gratuito que, en el lenguaje religioso inglés, unclean corresponde a “impuro”, en expresa referencia a los demonios, unclean spirits (“espíritus impuros”). De unclean hay apenas un paso para unholy (literalmente “no santo”, “no sagrado” y, sobre todo, “no bendito”) que en el nivel de lo relativo significa “impío” o “profano”, y en el de lo absoluto refiere directamente a “infernal”.

Este sobreentendido se debe, sin duda, a la falta de un soporte arquetípico para lo que se llama alternativo, y a la manipulación que se ha hecho del arquetipo en que se basa la heterosexualidad. Lo alternativo es “impuro” sólo porque la pureza ha sido concentrada en la versión oficial de la sexualidad: sólo la heterosexualidad recibe la bendición de la pureza convenida. De una manera apenas metafórica, resulta claro que la Ginógina y el Androandro no sólo han sido desterrados, sino específicamente excomulgados.


Un sentido cósmico

En las minorías, la búsqueda de un mito fundacional es la de un reacomodo del mundo cuya primera función es convertir a la desventaja en ventaja, a la marginalidad en escudo de armas, a la expulsión del paraíso en don divino. Sin embargo, una vez cumplido este propósito, queda aún otro, más amplio (romper la noción de “minoría”, que depende de su opuesto, “mayoría”, y al depender de este concepto lo reafirma), y a la vez más de fondo (el reacomodo del mundo ya no depende de la conveniencia sino de la trascendencia): revestirse de un sentido cósmico.

Hay que decir, por otro lado, que es precisamente en esa falta de “seriedad”, de ritualidad socialmente aceptada, en lo que radica la “ventaja” que asumen los mundos lésbico y homosexual: ambos se sienten libres de esa parafernalia vacía en que las sociedades han convertido a toda liturgia erótica.[3] Pero tal vaciedad es efecto de haber mutilado dos terceras partes del mito originario para dar únicamente validez social a un tercio, el surgido del Andrógino.

Porque no se trata de reclamar para las llamadas “sexualidades alternativas” la moral erótica heterosexual; no basta con instaurar matrimonios religiosos para lesbianas y homosexuales, y de hecho eso es marginal y —aquí sí— simbólico; no se trata de reivindicar a los ritos vacíos para la Ginógina y el Androandro, en cuyo caso no se haría sino repetir a escala las representaciones litúrgicas despojadas de sentido en el terreno de la heterosexualidad. De lo que se trata es de devolver una dimensionalidad espiritual indispensable aún para ateos y agnósticos; se trata, en última instancia, de provocar una revisión profunda del mundo heterosexual una vez que se le reconozca como eso, “un” mundo sacralizado entre otros tres posibles y no “el” mundo.

El territorio laico requiere de mitos, ritos y símbolos no menos que el religioso. El matrimonio civil no tiene más de dos siglos de antigüedad, antes de lo cual era de índole religiosa. Las principales religiones tienen al Andrógino como paradigma mítico absoluto y sólo ha sido posible cambiar parcialmente a este paradigma en el mundo civil. En varios países —cada vez más— se ha admitido el matrimonio entre personas del mismo sexo por medio de modificar a la anterior definición legal del matrimonio (de “la unión de hombre y mujer” a “la unión de dos personas”); sin embargo, sigue sin verdadero sustento mítico: sin verdadera pureza arquetípica, es decir, sin haber recuperado todavía su contacto originario con lo sagrado.

Fundarse en un mito da cohesión y sentido únicamente cuando comienza en la interioridad individual y se revierte luego en la acción colectiva. Sólo cuando la ginoginia y la androandria sean devueltas a la dimensión mitopoética que por milenios se ha reconocido en exclusiva a la androginia, podrá darse una reintegración al mito erótico primigenio. Entonces todo ser humano podrá en verdad asumir (tomar en serio, en el mismo sentido en que un artista emprende la creación) la calidad de su deseo.

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Notas


[1] Suetonio: Los doce Césares, Perlado, Páez y Cía., Madrid, 1917; trad. directa del latín por F. Norberto Castilla.


[2] Carlos Espejo Muriel: “La transgresión al poder. El emperador Heliogábalo”.


[3] Cuando en México se aprobó la ley de los matrimonios entre personas del mismo sexo, un amplio sector de la comunidad homosexual masculina se negó a festejar ese logro bajo el argumento de que el casamiento, es decir la norma legalizada, destruía a la cualidad inherente a ese grupo: la transgresión. Resulta posible imaginar que quienes hicieron esta declaración, por las mismas razones y debido a la misma postura, llegarían a celebrar la carencia de un soporte arquetípico, en que el que verían más un yugo que una forma de libertad. Esto correspondería a situarse en un nivel precario y sólo conectado con lo inmediato. Porque en un nivel más profundo, el soporte arquetípico puede ser comparado con los cimientos de una casa. Sin cimientos, esa casa permanece por completo libre... de derrumbarse a la primera agitación. Sin una verdadera raigambre arquetípica (que no necesariamente significa "religiosa"), incluso aquella capacidad de transgresión que se menciona como suprema característica de las sexualidades alternativas no es sino una mera fachada: una convención hueca que a nada cuestiona, a nada cambia y hasta termina por confirmar a lo que supuestamente transgrede. (No por otra razón se le "tolera".)

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