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DGD: Textiles-Serie blanca 33 (clonografía), 2012 |
domingo, 25 de enero de 2015
La mutua limitación
Una cierta concepción teológica afirma: “El mal
metafísico no es propiamente mal; no es sino la negación de un bien superior, o
la limitación de los seres finitos por otros seres finitos”. Al menos en esto
concuerda la definición “laica”, que lo describe como la mutua limitación
que se hacen entre sí los componentes del mundo natural. A través de este
limitarse unos a otros, los objetos naturales se impiden alcanzar su perfección
“ideal”, ya sea por la constante presión de la condición física, o por súbitas
catástrofes de la naturaleza. Este es el nivel del Nadie metafísico, pero si se
examina bien al Nadie moral/social, no puede sino concluirse que también este
nivel se basa en una mutua limitación (“Los límites humanos son las otras
personas”, dice aquel refrán que ya prefiguraba el budismo con su sentencia “El
hombre está encadenado al hombre”): los miembros de la sociedad se limitan unos
a otros, se atajan, se mantienen en la línea media, no permiten que nada
destaque ni por encima ni por debajo del promedio. Incluso podría
adivinarse una correspondiente auto-limitación en el Nadie físico, cuyos
componentes corporales y espirituales asimismo se obstaculizan unos a otros: el
hombre social también se autolimita, plenamente convencido de las “barreras
biológicas”.
En el nivel del mal metafísico, la “experiencia”
indica que los organismos vegetales y animales son influidos de varias maneras
por el clima y otras causas; la existencia de los animales predatorios
(incluido el hombre) depende de la destrucción de la vida; la naturaleza está
sujeta a calamidades y convulsiones, y su orden depende de un sistema de
perpetua decadencia y renovación debida a las interacciones de sus partes. En
esta instancia, pues, el mal metafísico es una visión “ampliada” de la primera
categoría de mal, el físico. Para la ciencia no hay nada metafísico en esta
definición: ella lo llama sencillamente entropía, tendencia al caos. La versión
religiosa, en cambio, es una versión “ampliada” de la segunda categoría de mal,
el moral. El individuo ya no sólo debe preocuparse por su entorno, y es
invitado (otros dirán, obligado) por las religiones y sistemas espirituales a
entender su vida como inserta en una esfera mayor, incomprensible en sí misma
pero de efectos muy concretos en la existencia cotidiana.
Los preceptos religiosos se presentan como aún
más estrictos que los laicos (morales/sociales); de la noción de pecado nace la
de castigo, que es la sanción divina al incumplimiento de una obligación moral.
En este nivel la codificación es abrumadora: el pecado puede ser de comisión
(un acto positivo contrario a preceptos prohibitivos) y de omisión (una falta
de cumplimiento de lo ordenado, o incluso el deseo de algo incompatible con ese
cumplimiento); en cuanto a su “malicia”, se distinguen en pecados de
ignorancia, de pasión o de dolencia; en cuanto a las actividades que
involucran, en pecados de pensamiento, palabra o hecho; en cuanto su gravedad,
en veniales o mortales.
Existen pecados materiales (una acción contraria
a la ley divina pero no conocida como tal por el agente, como una persona que
toma algo ajeno mientras piensa que es suyo) y formales (el agente libremente
trasgrede la ley, ya sea que ésta realmente exista o sólo se crea que existe,
por ejemplo si alguien toma lo ajeno en la certeza de que pertenece al
prójimo). Hay pecados internos: delectatio morosa (el placer logrado en
un pensamiento malvado incluso sin desearlo), gaudium (vivir complacido
con los pecados ya cometidos), desiderium (el mero deseo por lo que es
pecaminoso). El deseo, pues, está penado como activo; un deseo efficacious
incluye la intención deliberada de satisfacerlo y tiene la misma malicia
(mortal o venial) que la acción prevista. Un deseo inefficacious es
aquel en que la voluntad está preparada para realizar una acción malvada en
caso de que cierta condición se verifique. Mientras no se llegue al “pecado de
acción” y se limite a lo imaginario, el deseo no involucra pecado y hasta es
considerado útil, puesto que “purga” a la acción.
En un curioso acceso de humor involuntario, la
Iglesia católica acepta que esta maraña —cuyo nombre bien puede ser “industria
del pecado”— prácticamente penaliza a cada detalle de la vida cotidiana, y el
Concilio de Trento afirma: “Si alguien declara que un hombre, una vez absuelto,
no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo
pecado incluso venial, excomulguémoslo”. Ante tal complejidad no es extraño que
los sistemas panteístas negaran la distinción entre Dios y sus criaturas y
afirmaran que el pecado es imposible. Si Dios y el hombre son uno, éste no es
responsable de sus actos y la moralidad es destruida.
Tampoco el materialismo da lugar al pecado,
puesto que no sólo niega la espiritualidad y la inmortalidad del alma, sino la
existencia de cualquier espíritu y, consecuentemente, de Dios. Para el
materialismo evolucionista, el hombre no es sino un animal altamente
desarrollado y la conciencia un producto de la evolución. Ésta ha revolucionado
a la moralidad y ya no existe el pecado. El materialismo monista afirma que no
hay ni puede haber voluntad libre: sólo existe un origen de todos los
fenómenos, incluido el pensamiento; el hombre no es sino un juguete en manos de
ese torrente que lo mueve a su gusto y finalmente lo lleva a la nada
(curiosamente, el dogma religioso coloca a la nada como origen, mientras que el
pensamiento materialista la sitúa como efecto final). No hay lugar para el bien
y el mal: el pecado es imposible, puesto que no lo hay sin ley, sin libertad y sin
un Dios personal.
Lutero y Calvino muestran que, propiamente
hablando, no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de Adán y Eva;
el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible incluso con la asistencia
de la gracia: el hombre peca en todas sus acciones. La fe salva y no hay
necesidad de buenas obras. Jansenio en sus Agustinos enseña que, de
acuerdo a los poderes presentes en el hombre, la mayoría de los preceptos
divinos son imposibles de cumplir incluso para el individuo más justo y
esforzado: la voluntad no es libre, sino que está guiada necesariamente por la
concupiscencia o la gracia. Baio (Michael Baius o De Bay, 1513-1589), que
enseñaba una doctrina semiluterana, llegó a afirmar que la libertad no está
enteramente destruida sino sólo debilitada: sin la gracia, no se puede sino
pecar. La verdadera libertad no es necesaria para el pecado; un acto malo
cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 15 de enero de 2015
Las tres categorías de Nadie
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DGD: Redes 124 (clonografía), 2009 |
San Agustín llama malum paenæ al mal físico, culpæ
al moral y naturæ al metafísico. Nace la simétrica sospecha de
que, si hay tres categorías de mal, existen también tres categorías de Nadie
referidas a sus orígenes: un Nadie físico (Nemo paenæ, el de quien se
niega a sí mismo), un Nadie moral (Nemo culpæ, el creado por la
sociedad) y un Nadie metafísico (Nemo naturæ, el de quien se califica
así al confrontarse con el máximo referente: el universo o la divinidad).
Revela claramente a este último la frase agustiniana “si en Él no permanezco,
menos podré permanecer en mí mismo”, palabras que ligan indefectiblemente a las
tres categorías de Nadie en una sola: no puede hablarse del Nadie físico sin
implicar al Nadie moral, ni de éste sin aludir al Nadie metafísico. De poco
sirve que Agustín agregue de inmediato: “Pero Dios da nuevo ser a todas las
cosas, permaneciendo él mismo sin novedad alguna; y como no tiene necesidad de
mí ni de mis bienes, lo reconozco por mi Señor y mi Dios”. La figura de Nadie
parece, pues, indesligable del mal (ambos son ausencias). Todo ser finito es
Nadie, un Nadie del que Alguien (Dios) no tiene ninguna necesidad.
Agustín encuentra la esencia de Nadie en la
corruptibilidad, mas necesita conciliar esto con la incorruptibilidad divina:
“También me hiciste conocer, Señor, que todas las cosas que se corrompen son
buenas, porque no podrían corromperse si no tuvieran alguna bondad, ni tampoco
podrían si su bondad fuera suma, pues si fueran sumamente buenas, serían
incorruptibles, y si no tuvieran alguna bondad no habría en ellas cosa alguna
que se pudiera corromper”. Así arriba a uno de sus laberintos lógicos más
entrañables:
Porque es certísimo que la
corrupción causa algún daño, y si no disminuyera algún bien, no lo causaría.
Luego o se ha de decir que la corrupción no causa daño alguno, lo cual es falso
e imposible, o se ha de confesar que todas las cosas que se corrompen se privan
de algún bien con la corrupción, lo cual es certísimo y evidente. Y si se
privaran enteramente de toda su bondad, absolutamente dejarían de ser, porque
si todavía existieran sin bondad alguna, quedarían incapaces de ser
corrompidas, y por consiguiente, mucho mejores que antes, pues permanecerían
incorruptibles. ¿Y qué desatino más monstruoso se puede imaginar que el decir
que perdiendo aquellas cosas toda la bondad que tenían se habían hecho mejores
de lo que antes eran? Conque es evidente que si se privaran enteramente de toda
su bondad, absolutamente dejarían de ser: luego, mientras que tienen ser,
tienen alguna bondad, y así es cierto que todas las cosas que son, son buenas.
Lo cual prueba convincentemente que el mal, cuyo principio andaba yo buscando,
no es alguna sustancia, porque si lo fuera, algún bien sería. Pues o había de
ser una sustancia incorruptible, y esto era un bien muy grande, o sustancia
corruptible, la cual, si no tuviera alguna bondad, no podría corromperse.
Pese a ello, resulta claro que para la
mentalidad occidental existe en efecto una filosofía religiosa inferida, para
la cual las cosas que pierden toda bondad se hacen mejores de lo que eran.
Dejando de ser, son mejores: trascienden toda “debilidad” y, por medio de
acumular todas las corrupciones, se vuelven incorruptibles. Esta es la
definición del mal social: el poder. (¿No parece cualquier figura del poder
regirse por el principio de ser incorruptible por medio de acumular
corrupciones?) Y aún más: los tres Nadie, físico, moral/social y metafísico, en
su aspecto negativo, parecen depender de ese lema.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
lunes, 5 de enero de 2015
La libertad de Nadie
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DGD: Redes 199 (clonografía), 2012 |
El ser humano no sólo se siente aplastado ante
la comparación con la divinidad, sino encuentra que su máxima posesión, la
libertad, está también limitada. El hombre no parece “libre” de elegir entre lo
bueno y lo malo, sino solamente entre mayor o menor mal. Para resolver este
dilema nuclear, San Agustín alcanza el increíble extremo de razonar que “somos
libres, pero libres de hacer libremente lo que Dios sabe que haremos
libremente”. ¿Dios sabe, pues, que el libre albedrío optará por el mal, puesto
que éste es su única verdadera opción “libre”? Agustín asevera que podemos
apartarnos de la voluntad de Dios y, en consecuencia, pecar e introducir el mal
en el mundo, pero esto último no puede concluirse sino como parte de la
voluntad divina.
El teólogo Zeferino González emprende otro exceso:
“El libre albedrío va acompañado en el hombre de una imperfección que no tiene
en Dios”. Así pues, la divinidad puede crear algo que ella no es, lo
imperfecto, y dotar a su criatura de algo que Dios no tiene, la imperfección.
¿Qué tan libre es un albedrío imperfecto? ¿Qué libertad real queda en el
hombre? ¿Acaso solamente la de compararse con lo que él no es, con lo que no
tiene? ¿Y entonces qué de incomprensible hay en el hecho de que el ser humano
contemple lo que no se le dio (la perfección) como más bien algo que no se
le quiso dar, es decir, algo de que se le privó? Se trata, ni más ni
menos, que de la “perversa
dinámica” que Gerrit Berkouwer describe como la confusión de negatio con
privatio. El hombre siente que los bienes que le
fueron dados no son “suficientes” y actúa como si no tenerlo todo fuera
equivalente a no tener nada (nada que agradecer, cultivar o atesorar, es
decir, de modo ulterior: Nada). En la esencia misma de la humanidad reposa tal
confusión de términos: el ser humano asume que, puesto que “no es Dios” (una
negación), está por tanto “despojado” (una privación). Si no soy Dios, soy
Nadie. El mal, que es la suprema barrera, se transforma de negatio en privatio.
Puede
colocarse esto en un esquema psicologista: un padre que se niega a dar a su
hijo una determinada cosa, y además de un modo claramente injustificado, será
visto por el vástago no como negador sino como privador. Una primera disculpa
del padre sería la de que ha negado algo que podría dañar al hijo, pero en este
caso el hijo no ve cómo podría dañarlo el hecho de ser igual al padre. Éste no
le ha negado un mal sino que lo ha privado de un bien; no es, entonces, un
padre bondadoso sino un tirano. La segunda disculpa consiste en que el padre le
ha dado, en cambio, un libre albedrío, pero entonces el hijo concibe tal don
como un tibio sucedáneo y, aún más, como un insultante “premio de consolación”:
la capacidad de elegir entre la gama de lo que se le ha dado, recuerda al
vástago a cada paso la inmensa gama de lo que no se le dio, es decir, de lo que
se le privó.
Sin
importar lo abundante que sea el catálogo de las cosas entre las cuales el hijo
puede “elegir”, siempre querrá más, y sobre todo lo que queda “fuera de sus
manos”, puesto que sólo en cuanto al deseo no se le han impuesto límites; el
albedrío no sería “libre” si no fuera capaz de desearlo todo. Lo mucho
que el vástago tiene se vuelve poco y hasta nada si se compara con lo que él
“podría tener” si el padre se hubiera comportado como se espera de cualquier
figura bondadosa de autoridad. Cada vez que el hijo hace uso del libre
albedrío, ese mero acto le recuerda que no es libre, que ha sido despojado de
la verdadera libertad y que el padre se ha guardado para sí lo “mejor”. La
libertad es una nueva carga e incluso un nuevo obstáculo: un mal. El tirano no
sólo ha despojado al vástago de un bien sino que le ha dado una insoportable e
indignante fuente de males.
Ante este dilema, González argumenta: “El mal se
funda en el bien, porque presupone y envuelve necesariamente a la entidad y
bondad consiguiente del sujeto; pues si la privación que incluye el mal se
extendiera al sujeto, el mal se convertiría en la nada, que no es ni buena ni
mala propiamente, y por consiguiente el mal se destruiría a sí mismo”. Sin
embargo, ¿no ha sido el hombre creado ex nihilo, “de la nada”? Resulta
más delirante diferenciar ambas “nadas” que verlas como una sola (una única
negación). Por tanto, ¿creó Dios al hombre ex malo, “de la maldad”? La
razón binaria requiere algo que se contraponga a la noción Bien-Todo, y no
puede ser otra que Mal-Nada: presencia y ausencia.
Pese a estos esfuerzos racionales, la
imaginación colectiva sigue identificando a la presencia con Alguien (Dios,
bien, todo), y a la ausencia con Nadie (el demonio, mal, nada). Las negaciones
son, pues, demoníacas, y de ahí que ciertas tradiciones esotéricas digan del
demonio Cuius
nomen Nemo est,
“aquel cuyo nombre es Nadie”. De ahí también que, en el
terreno plenamente humano, se califique como Nadie a quien se acerca
peligrosamente no sólo a su propia ausencia, sino a la ausencia de Dios en sí
mismo, el más intolerable de los despojos. La ausencia de la divinidad es
generalmente contemplada con el mismo terror con que se imagina a aquel ángel
rebelde que por voluntad se despojó de Dios y por tanto quedó simbolizando no
su propia ausencia, sino la de aquello de lo que se había despojado: la
divinidad. ¿De modo similar el hombre que es llamado Nadie no representa su
propia ausencia, sino la de todo lo demás?
Los teólogos piensan más en las herejías que en
la propia divinidad, e incluso llegan a obsesionarse por ellas, y a veces a
inventarlas. Así procede Agustín cuando habla de los “pensamientos erróneos”
que alguna vez cultivó, por ejemplo la idea de que la divinidad está en cada
criatura en proporción al tamaño de ésta, y así habría más sustancia divina en
un elefante que en un pájaro. Mas ese mismo razonamiento puede explicar por qué
el cuerpo de Nadie, tan humilde que casi no es un cuerpo, puede simbolizar a la
mayor ausencia imaginable.
El propio Agustín acepta que las criaturas y las
cosas a la vez son y no son: “Vi que absolutamente no se podría afirmar, ni que
de todo punto tenían ser, ni que de todo punto dejaban de tenerlo. Que tienen
ser verdadero porque Tú las has creado; que no lo tienen porque no tienen el
ser que tienes Tú, y sólo existe y tiene ser, verdaderamente, lo que siempre
permanece inconmutable”. Únicamente la divinidad es Alguien; sus criaturas son
Nadie, no sólo por finitas sino porque carecen (es decir, porque fueron
despojadas) del Ser que sólo puede tener Dios. “Así mi bien consiste en estar
unido con mi Dios”, dice Agustín, “pues si en Él no permanezco, menos podré
permanecer en mí mismo.” He aquí que indirectamente se fundamenta a la figura
de un Nadie que podría llamarse metafísico.
*
Bibliografía
Gerrit
Berkouwer: Sin, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1971.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
domingo, 28 de diciembre de 2014
Las tres categorías del mal
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DGD: Redes 162 (clonografía), 2012 |
En cuanto a la naturaleza del mal, la filosofía
y la teología concuerdan con Leibniz en clasificarlo en tres grandes
categorías: físico, moral y metafísico, “de acuerdo a la naturaleza de la
perfección con la cual limita”. El mal físico incluye a todo lo que daña al
hombre, sea porque afecte a su cuerpo, o porque frustre sus deseos “naturales”,
o porque evite el pleno desarrollo de sus capacidades y poderes a nivel
individual o colectivo. Ejemplos de todo ello serían la enfermedad, el
accidente, la muerte, y también las instancias de una organización social
imperfecta: miseria, opresión, violencia, así como todo tipo de desorden
mental: angustia, decepción, resentimiento, culpa, adicción, etcétera (cuyo
carácter y grado dependen de las “disposiciones naturales” de cada quien y del
específico contexto social de que se trate). Dentro del mal físico se halla
toda limitación de la inteligencia que impide a los seres humanos la completa
comprensión de sí mismos y de sus circunstancias.
En términos generales se dice que la segunda
categoría, el “mal moral”, sólo es sufrido por los seres inteligentes y se le
define como la desviación de la voluntad humana de las prescripciones del orden
moral, incluyendo las acciones que resultan de esa “desviación”. Según la
filosofía estoica, el mal moral procede de la obstinación del ser humano, no de
la voluntad divina, y puede ser dominado por un fin bueno. El famoso himno de
Cleantes a Zeus exclama: “Nada se realiza sin ustedes [los dioses] en la
tierra, el mar o el cielo, excepto el mal que los hombres cometen por su propia
necedad. Así ustedes han unido todo el mal y todo el bien para que pueda haber
un esquema razonable y eterno de todas las cosas”.
Esta segunda categoría de mal puede, no sin
cierta ironía, llamarse “laico”, en primer lugar porque se limita a las
circunstancias de la vida en el “orden material” (el mal moral es esencialmente
un mal social), pero en segundo lugar porque abre la puerta a la tercera
categoría del mal, el metafísico (la palabra “laico” implica a su opuesto, lo
religioso); en éste ya interviene la religión, según la cual el bienestar del
hombre es afectado por el orden sobrenatural (para la mayoría de las
religiones, el mundo es malvado y debemos esperar calladamente la llegada de
otro mejor).
Según Leibniz, el mal metafísico alude a la
condición de la realidad de los seres; en tanto creados, éstos son finitos,
imperfectos y malvados si se les compara con la infinitud, perfección y bondad
absolutas de su Creador. Esta idea es rechazada por la teología católica; a
finales del siglo XIX el teólogo español Zeferino González, obispo de Córdoba, escribía:
“Nadie dice ni concibe que la piedra, por ejemplo, es mala porque carece de
entendimiento y libertad. No debe, pues, admitirse el mal metafísico; y en todo
caso, si a alguna cosa debería atribuirse este nombre, sería a la nada, en
cuanto excluye a toda entidad, y por consiguiente a toda bondad trascendental y
metafísica”. Aquí puede localizarse una propuesta sobreentendida: a semejanza
del mal moral, el mal metafísico sólo se encuentra en los seres inteligentes;
son únicamente ellos los que lo sufren, acaso porque asimismo son los únicos en
concebirlo... y acaso en crearlo. Porque si el hombre fue creado de la nada, él
mismo ha creado, por contraposición, a una nada en la que se refleja con
espanto.
Si el mal metafísico equivale al máximo
determinismo (el hombre nada puede hacer por remediarlo), el mal moral depende
de la libertad humana puesto que ella consiste en la capacidad de elegir
acciones bondadosas (virtud) o perversas (pecado). Según Leibniz, ninguno de
esos males es querido por Dios, aunque éste los tolera por diversas razones,
entre otras porque contribuyen a la armonía del todo. El mundo, considerado en
sí mismo, sería bueno: el mal contribuye a la bondad, en tanto de él se derivan
“beneficios mayores”. Bajo esta definición del optimismo leibniziano, el mal
debe entenderse no en lo particular sino en una visión de conjunto que
justifica o incluso exculpa a Dios de la acusación de haber creado a los males
del mundo.
Prácticamente todas las interpretaciones del mal
dependen, entonces, de la comparación. San Agustín afirma que el bien es tanto
más hondo cuanto mayor sea el mal con el que se compara:
Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado
en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada
más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios
omnipotente, como confiesan los mismos infieles, “universal Señor de todas las
cosas”, siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiera
algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiera
sacar bien del mismo mal.
Sin embargo, no es este el nivel dialéctico en
que el ser humano ha usado a la comparación, y lo que en realidad sucede en su
psiquismo es que a mayor mal, menor bien. Y esto no es extraño, puesto que
corresponde a la relación hombre-divinidad; el individuo ha elegido a un arduo
espejo para mirar su propia imagen: al compararse con cada uno de los atributos
de la divinidad, comenzando por la infinitud, la perfección y la belleza
absoluta, se contempla finito, imperfecto y “desagradable”. Si se cumpliera la
ecuación de Agustín, el ser humano sería tanto más grande cuanto mayor fuera el
Dios con el que se compara. En la práctica, el mal aplasta al bien de la misma
manera en que la divinidad ensombrece al hombre.
Quizás advertido de esto, Agustín anota que no
cualquier mal hace resaltar al bien, sino sólo un mal “bien ordenado y colocado
en su lugar”. Mas ¿es posible ordenar bien al mal, fuera de la mecánica de
insertarlo en una estructura de ideas? Esa estructura no corresponde a la
realidad cotidiana, en donde el mal, caos puro, es absolutamente “inordenable”;
en sociedad el mero intento de colocar al mal en su lugar resulta absurdo,
puesto que todos los lugares sociales parecen pertenecer al mal, y por tanto no
hay ninguno en donde éste haga resaltar al bien hasta elevarlo a su propia
estatura. Bien y mal no parecen magnitudes contrapuestas de igual poderío.
Podría imaginarse un ejemplo: el esfuerzo
humanitario de médicos y enfermeras de la Cruz Roja en medio del horror de una
guerra; ante la mirada colectiva, la magnitud del conflicto no parece resaltar
la labor heroica de estas personas hasta volverlas símbolos de un bien tan
grande como el mal. Lejos de ello: esa entrega magnífica, ese esfuerzo anónimo,
ese abnegado sacrificio parece excepcional, una mínima luz que restalla por un
segundo en mitad de una pavorosa oscuridad, de una Nada infinita e insondable.
*
Bibliografía
Zeferino González: Filosofía elemental, 2ª ed., 2 v., Imprenta
de Policarpo López, Madrid, 1876.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer capítulo siguiente.]
martes, 16 de diciembre de 2014
El mundo es como lo hacemos
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DGD: Redes 202 (clonografía), 2012 |
A fuerza de toparse con las más arduas
cuestiones, los teólogos terminan por rendirse al cansancio (con excepción de
los más vehementes); sin embargo, no pueden permitirse caer en la desesperación
(al menos en épocas medievales ello los pondría en camino a la hoguera). Mas la
filosofía lo ha hecho de tanto en tanto, bajo la forma de aquella actitud que
opta por descalificar en bloque a los edificios racionales que por siglos han
dado vueltas sobre sí mismos, para proponer otros “menos viciados”. A
principios del siglo XX una especie de desesperación lúcida dio origen al
pragmatismo, una palabra que desciende del griego pragma, “acción” (de
donde se deriva también “práctica”); su principal expositor, William James, lo
define como “un método para acabar con las disputas metafísicas que de otro
modo originan debates interminables”.
El pragmatismo surge como una especie de tabla
rasa: la razón
aislada no puede ser fuente de conocimiento y sólo la experiencia puede serlo;
el conocimiento debe surgir de hechos y acciones discernibles, en lugar de
basarse en pruebas lógicas o principios rígidos. En 1906 y 1907, James dictó
una serie de conferencias a las que, bajo la influencia
directa del pensamiento de John Stuart Mill, llamó Pragmatism. Una de ellas se titula The One and the Many, “El Uno y los Muchos”; la propuesta de esa
conferencia estriba en asumir a la vez el monismo y el pluralismo: atender no
sólo a lo unitario sino también a lo diverso. Vivimos en un “universo” lo mismo
que en un “pluriverso”. El ser humano tiende a unificar las manifestaciones de
la vida para comprenderlas; si no hubiera en el mundo dos cosas parecidas,
seríamos incapaces de elaborar sistemas de ordenamiento.
A partir de las innumerables conjunciones que
observa nuestra experiencia en la vida diaria (semejanzas, conexiones,
sincronías), concluimos que el mundo es uno. No obstante, James exige que a la
vez entendamos que no es uno, a partir de las interminables disyunciones que el
ser humano observa también a su alrededor (desemejanzas, desconexiones,
asincronías). Si éstas no son valoradas como disyunciones —propone James—, ello
se debe a que nuestra natural tendencia hacia la unidad las considera “conjunciones
en potencia”. Y aquí puede una vez más preguntarse si el bien estriba en las
igualdades mientras que el mal yace en las diferencias. ¿Suponer que los
hombres son iguales es aspirar a un bien ideal y abstracto, mientras que
afirmar que son diferentes equivale a reconocer un mal inevitable y concreto?
En toda sociedad resulta visible una lucha entre
orden y caos; mientras los principios reguladores claman por la igualdad de
oportunidades y derechos, la vida cotidiana se basa en las diferencias. En la
práctica, el principal y casi único derecho que parece poseer cada miembro de
la sociedad es el de tener obligaciones: los derechos humanos son abstractos,
casi inasibles, mientras que los deberes sociales son concretos y hasta
aplastantes. Por su parte, la publicidad y los media impelen al
individuo a ser diferente, a distinguirse, a superar a los demás, a no ser
“Nadie”, casi sin importar los medios que emplee para convertirse en “Alguien”.
En esta ley sobreentendida está implícito el mal: la competencia desleal y
todas las bajas pasiones son no sólo toleradas sino incentivadas. La igualdad
es un “bien” social, abstracto, mientras que las diferencias son un “bien”
individual concreto cuyo verdadero sustrato es el mal.
Para el pragmático, el mal tiende a disminuir con el crecimiento de la
experiencia y puede finalmente desaparecer, o al menos permanecer como un
“mínimo ya irreducible”. Es el gran lema del materialismo científico; por
ejemplo, a partir de este principio el biólogo ruso Élie Metchnikoff (Premio
Nobel de Medicina en 1908), en su The Nature of Man (1938), coloca a la
causa del mal en las “desarmonías” que predominan en la naturaleza y espera que
el progreso de la ciencia pueda devolver la armonía, al menos para la raza
humana, y termine por eliminar el temperamento pesimista surgido de lo
inarmónico. El positivismo ateo encarga a la ciencia y la tecnología “aminorar
lo más posible” el sufrimiento humano, es decir, el mal (ya que “eliminarlo” es
aceptado como imposible). Es a lo más que se ha llegado en el terreno de lo
práctico: a una vaga esperanza contradicha minuto a minuto por la experiencia
cotidiana. Porque ¿cómo será ese progreso de la ciencia y la tecnología si
depende de la competencia y los canibalismos, y sobre todo, si los logros
científicos o técnicos no pueden, por definición, pertenecer a todos, puesto
que de ellos depende a la vez el poderío de los dominadores? La confrontación
con la “práctica” es menos sencilla de lo que postula la filosofía pragmática.
Al menos en el nivel teórico los pragmáticos
cuentan con una ventaja: entre ellos las ideas ya no se discuten según la tabla
de valores que las califica como verdaderas o falsas sino, más humildemente,
pero también con mayor soberbia, como útiles o inútiles. Porque ¿quién definirá
lo que tiene utilidad y lo que no lo tiene? ¿Cómo se evitará caer en el
definicionismo, esa aristocracia académico-política que domina al mundo por
medio de regir en sus definiciones? William James responde con un principio que
al menos en teoría parece eficaz: una idea es útil si nos ayuda a vivir, a
avanzar; es inútil si nos angustia y detiene. Y aquí se inserta el máximo
hallazgo de esta corriente: El mundo es como lo hacemos. Una frase
escalofriante si se confronta con el problema y la realidad del mal.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
sábado, 6 de diciembre de 2014
El mal, una barrera
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DGD: Redes 188 (clonografía), 2012 |
Podría considerarse un tercer bando situado a
mitad de camino entre los otros dos, y que ya no privilegia al bien o al mal
sino a la contraposición de ambos. Bien y mal son las dos fuerzas primordiales
y una no podría existir sin la otra; el mal resulta tan necesario al bien como
la oscuridad a la luz. Visiones tan distintas entre sí como el monismo, el
dualismo y el panteísmo comparten ese principio. Los sistemas monistas
consideran al mal no más que un modo a través del cual ciertos aspectos del
desarrollo de la naturaleza son aprehendidos por la conciencia humana. Según
esta mirada, no hay principio distintivo al que pueda asignarse el mal y, en
conjunto, su origen es uno con la propia naturaleza. Es aquí en donde la
sabiduría del corazón (en el sentido usado por Henry Miller) afirma que en
realidad no existe un conflicto; así la exclamación de Bachelard: “la
bondad rebasa por sistema a la conciencia del mal, porque la conciencia del mal
es ya el deseo de la redención” (La
intuición del instante).
Uno de los monismos más antiguos radica en la
base del budismo tántrico asentado en China, que rechaza los rigores ascéticos, busca la
salvación mediante el pleno goce de los sentidos y afirma que la prosperidad
terrenal no es un obstáculo para la salvación de los hombres. Borges refiere:
“Las gnósticos de Alejandría enseñaban que, para librarse de un pecado, es
preciso haberlo cometido; paralelamente, el budismo tántrico de la Mano
Izquierda aconseja tanto la práctica de los actos más placenteros como de los
más repugnantes”.
Heráclito
imagina la “lucha” como condición esencial de la vida, contraria a la acción
divina: “Dios es el autor de todo lo correcto, lo bueno y lo justo, pero los
hombres, a veces, han escogido lo bueno y a veces lo malo”. Empédocles atribuye
el mal al principio “odio” (neîkos) que, junto con su opuesto, el “amor”
(phília), es inherente al universo. Algunos gnósticos siguieron la
opinión de Filo y del neoplatónico Plotino acerca del mal inherente en la
materia y sostuvieron que el mundo fue formado por una emanación, el Demiurgo,
un intermediario entre Dios y la materia impura. El zoroastrismo atribuye el
bien y el mal a dos principios mutuamente hostiles, Ormuz (Ahura Mazda) y
Arimán (Angra Mainyu). Manes o Maniqueo, fundador de la secta que lleva su
nombre, agrega un tercer principio que emana de la fuente del bien (y
corresponde quizás al Mitra del zoroastrismo) o “espíritu viviente” que formó
el mundo material a partir de una mezcla de bien y mal. Manes sostuvo que la
materia era esencialmente mala y por consiguiente no podría estar en contacto
directo con Dios.
El monismo rechaza la idea específica de una
creación y excluye rigurosamente la idea de un Dios, ya sea para identificarse
con un principio impersonal inmanente en el universo, o para concebirlo como una
simple abstracción de los métodos de la naturaleza; ésta, considerada desde el
punto de vista del materialismo o del idealismo, es la única realidad. Por este
camino transitaron Giordano Bruno, Hobbes, Spinoza y Hegel. Para el monismo
hegeliano, el mal es la discordia temporal entre lo que es y lo que debe ser.
Engels encuentra otra discordia: “Las ideas de bien y de mal han cambiado tanto
de pueblo a pueblo, de siglo a siglo, que no pocas veces hasta se contradicen
abiertamente”.
En 1900, el darwinista Bourdeau, cansado de las
interminables discusiones, afirmó enfáticamente que resulta fútil buscar un
origen sobrenatural para la maldad y urgió a confinar la consideración a “las
causas naturales, accesibles y determinables”. En el mismo sentido, Huxley deduce
que en el estado actual de la humanidad las últimas causas son desconocidas y
pueden ser irreconocibles: “El mal es para ser conocido y combatido en lo
concreto y en detalle”. Y es así que el materialismo dialéctico sólo reconoce
conceptos de “bien” y “mal” si tienen su fuente objetiva en el desarrollo de la
sociedad: “Las acciones de las personas pueden ser estimadas como buenas o
malas, según faciliten o dificulten la satisfacción de las necesidades
históricas de la sociedad” (Diccionario filosófico).
Una y otra vez vuelve, independientemente de la
escuela de pensamiento, la noción de un obstáculo, de un impedimento exterior.
En esto al menos dos de los tres bandos coinciden (y no es infrecuente que
todos ellos lleguen a intercambiar argumentos). En donde el marxismo habla de
acciones humanas que dificultan necesidades históricas, el tomismo habla
de privación de un bien debido. Escribe Santo Tomás: “Debemos considerar
que, así como entendemos por bien la perfección del ser, por mal se entiende la
privación de esta perfección. Pero, como la privación propiamente dicha es la
privación de un bien debido, que le pertenece en un tiempo y de un modo
determinado, es evidente que una cosa es llamada mala porque carece de una
perfección que debe tener. Por ejemplo, el que el hombre esté privado del
sentido de la vista es un mal para él, pero no lo es para la piedra, porque no
es propio de ésta ver”. Un exegeta cristiano logra una buena frase sintética:
“El mal se alza como una barrera, en apariencia infranqueable, entre la
sensibilidad espontánea del hombre y la bondad proclamada de Dios”.
Si el mal es una barrera, entonces por reflejo y
analogía todo impedimento y toda frontera serán oscuramente entendidos como
manifestaciones del mal, incluidos los límites racionales. Pero también el
raciocinio mismo, porque éste no parece sino estar hecho de límites. Se
sobreentiende, pues, que hay algo perverso en la razón, y ante todo en sus
callejones sin salida. Mas el ser humano (sea teólogo o científico, optimista o
pesimista) no parece tener otra herramienta para acceder al conocimiento;
aquella otra gran herramienta, la intuición, nunca ha sido elevada, como
Descartes hizo con el aparato racional, a “signo de majestad del hombre”.
Curiosamente, no hay nadie que se sirva tanto de la razón y la lógica como el
teólogo, así como no hay mayores intuitivos que el científico y el filósofo;
pero ninguno de ellos deja de sentir que hay algo torcido y hasta macabro en la
ratio, “principal herramienta” del hombre. Sin duda, esta es la inimaginable virtud del
budismo Zen, que doblega a la razón con sus propias armas y así el monje Dôgen llega
a afirmar que “el conflicto entre el bien y el mal es la peor enfermedad de la
mente”.
Y en
efecto, puede hablarse de un delirio febril al final de estas elucubraciones.
Dionisio el Areopagita afirma que Dios es la luz que ilumina a todos los seres
y que éstos sólo existen en virtud de esa luz. Sin embargo, añade que la
distribución de esa luz no es uniforme y que se efectúa en una serie de gradaciones:
las divinas de la jerarquía celeste y las terrenales de la jerarquía
eclesiástica. En términos laicos: todos los seres son iguales ante Dios, pero
unos son más iguales que otros. El testimonio de la experiencia humana permite
entonces una pregunta: ¿procede el mal precisamente de esa “injusta
distribución de la luz”? ¿Está el bien en las igualdades y el mal en las
diferencias?
*
Bibliografía
Georg Wilhelm Friedrich Hegel: Grundlinien der
philosophie des rechts. Oder naturrecht und staatswissenschaft im grundrisse,
Berlín, 1821. [Lectures on the philosophy of right, University of
California Press, Berkeley, 1995.]
Friedrich Engels: Anti-Dühring
(1878), C.H. Kerr & Co., Chicago, 1907.
Mark Moisevich Rosentahl y Pavel Fedorovich Iudin
(eds.): Diccionario filosófico, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo,
1965.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
martes, 25 de noviembre de 2014
El mal como oposición al deseo
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DGD: Redes 161 (clonografía), 2014 |
De todas las divergentes definiciones del mal,
la menos ambigua es aquella que lo asimila al sufrimiento. La experiencia
humana ha mostrado hasta el hartazgo que existe en el universo un cúmulo de
oposiciones a los deseos, necesidades y vocaciones de los individuos; de esa
contraposición brota el torrente de sufrimientos en los que abunda la vida. Los
filósofos llaman “mal” a la suma de tales obstáculos y concluyen que, en tanto
causante de ese inmenso dolor, no debería existir. Pero existe: el mal
es indesligable del sufrimiento, sea éste su manifestación o su sinónimo. Como
no hay área de lo humano en que no esté presente el mal, ni área de la
naturaleza en que el hombre no lo detecte de una u otra manera, la gran
discrepancia se da entre lo que “es” y lo que “debería ser”. De ahí el gran
debate que ha recorrido los siglos irresuelto, y que grosso modo puede
sintetizarse en dos bandos, que en una temeraria simplificación podrían
llamarse optimista y pesimista.
Cuando el bando optimista o iluminista habla de
“oposición” (en el sentido de freno, obstáculo, impedimento), subraya aquello a
lo que el mal se opone, obstaculiza e impide: el orden “natural”. El mal es, por
tanto, un desorden: el caos. Si no existiera esa reacción en contra, se
cumplirían a plenitud los naturales deseos, necesidades y vocaciones de
los individuos y, por tanto, no habría sufrimiento. Ello significa definir al
universo como bondad intrínseca que es misteriosa y sistemáticamente atacada
por una maldad “colateral”.
Representa bien a este optimismo la filosofía
cristiana que, como la hebrea, atribuye el mal a la acción de la voluntad, que
fue creada libre. El hombre se provoca a sí mismo el mal que sufre cuando
desobedece la ley de Dios, de la que depende su felicidad. El mal no está per
se en las cosas creadas, sino en lo que éstas tienen de mutabilidad y
posibilidad: es defecto del universo, no el universo mismo. Sin embargo, esto
no resuelve la cuestión ni explica en la práctica la existencia del mal: ¿cómo
puede radicar éste en el hecho de que el universo cambia y es impredecible?
¿Por qué el “defecto” parece más poderoso que el propio universo? La iglesia
aduce que el sufrimiento causado por el mal es la condición del bien; en otras
palabras, que el mal es permitido para la causa del bien. Aquí Boecio, cuya obra representa la unión entre la
filosofía antigua y la medieval, reduce todos estos cabos sueltos a una sola
pregunta: “Si Dios es el autor de mal, ¿quién puede ser el autor del bien?”. En La ciudad de Dios, San Agustín escribe misteriosamente: “Dios
juzgó mejor sacar el bien del mal, que no sufrir el mal existente”, y agrega
que el mal contribuye a la perfección del universo, “como las sombras a la
perfección de un cuadro o como la armonía a la de la música”.
En su gran esfuerzo integrador, San Agustín asentó que no hay ningún summum
malum (sumo mal o fuente positiva de mal, correspondiente al demonio) que
corresponda al summum bonum (sumo bien, cuyo nombre es Dios). El mal no
es un ens reale (entidad real) sino sólo un ens rationis (entidad
racional), es decir que existe como concepción subjetiva, no como hecho
objetivo. Las cosas no son malas en sí mismas, dice Agustín, sino por causa de
su relación con otras cosas o personas. Todas las realidades (entia) son
buenas en sí mismas porque tienden a volver a su Causa Primera, el bien o la
divinidad. Si las realidades producen resultados malos, ello sucede sólo
incidentalmente y, en consecuencia, la última causa de mal es fundamentalmente
buena. Pero si la Causa Primera es el Bien supremo, ¿cómo y qué contexto esto
se ha invertido en las culturas occidentales de la modernidad, para las cuales
lo único absoluto es el mal?
El bando contrario, el pesimista o nihilista,
afirma en cambio, basado en la “experiencia”, que el mal es la esencia del
universo. Una bondad “colateral” intenta, tibia e ilusoriamente, mitigar a la
maldad “esencial”. La materia es ya en sí sinónimo de sufrimiento. El primer budismo
se basa en la doctrina idealista
que niega la realidad del mundo externo. El mal es el principio universal
activo y el bien no resulta sino una ilusión, una búsqueda que sirve para
inducir a la raza humana a perpetuar su propia existencia. La felicidad es
inalcanzable y no hay manera de escapar de la miseria sino dejando de existir
para alcanzar el estado impersonal de Nirvana. El origen del sufrimiento, según
Buda, es “la sed de ser”. Esta sed, llamada Trishna, “lleva de
reencarnación en reencarnación acompañada de deleites sensuales y, ya en un
punto, ya en otro, quiere saciarse”. El resultado es el dolor, y la
aniquilación de éste sólo puede darse por medio de la aniquilación del deseo.
La
escuela Sankhyam no sólo niega la bondad en lo divino sino su misma existencia:
“Dios no puede haber hecho el mundo por interés, porque no necesita nada; ni
por bondad, porque en el mundo hay sufrimiento. Luego, Dios no existe”. Si esta
frase se examina bien, puede notarse en ella el mismo subtexto que ha permanecido
en el ateísmo, bien simbolizado por la frase que tanto gustaba a Luis Buñuel:
“Soy ateo, gracias a Dios”. Esas negaciones equivaldrían a decir (Feuerbach fue
uno de los primeros en sugerirlo): “Si Dios existe, yo no quiero que exista”.
Seguramente no se trata aquí de esos “valores positivos” que el Segundo
Concilio Vaticano reconocía en el ateísmo, aquel que “puede ser provocado por
un humanismo sincero y bien intencionado”.
En
ciertos contextos, la frase “Soy ateo, gracias a Dios” significa que el hombre,
por más que niegue la existencia de algo superior, la sigue sintiendo pese a
todo, e incluso, como se ha hecho notar, esa negación resulta aún más mística y
afirmativa que la afirmación directa “Dios existe”: el ateo cree en el no creer
con una mayor fe que la necesaria para creer en el creer. Por ello, en otros
contextos, aquella frase implica una rebeldía: “Si Dios existe, y si de él
proceden mi libre albedrío y mi capacidad de elección, y si de éstos surgen mis
mayores sufrimientos, miserias y frustraciones, entonces yo elijo
conscientemente que Dios no exista”. Puesto en palabras llanas, “no me da la
gana que exista”. ¿Venganza pueril o supremo ejercicio de la única dignidad
posible frente a un creador que se comporta de un modo sospechoso y ulteriormente
imperdonable?
Platón
sostuvo que la divinidad está “libre de culpa” (anaítios) por el mal del
mundo, cuya causa fue en parte la necesaria imperfección de la existencia
material creada y en parte la acción de la voluntad humana (Timeo,
xlii). En filosofía una línea corre desde esta visión platónica hasta
el siglo XIX, momento en que Coleridge acuña el término “pesimismo” (1794) y
con ello cristaliza tal doctrina que avanza hasta nuestros días luego de haber
pasado por nombres como el de Schopenhauer. Éste afirma que el sufrimiento ha entrado en la
materia con la conciencia, de la que es inseparable; de ahí su tremenda
sentencia: “Uno son
el torturador y el torturado. El torturador se equivoca, porque cree no
participar en el sufrimiento; el torturado se equivoca, porque cree no
participar en la culpa”. De ahí hay sólo un paso para la célebre sentencia de
Sartre “el infierno son los otros”. Y no faltan elementos para este predominio
de lo pesimista; cualquiera puede observar que el bien parece remitir a
teorías, doctrinas e ideales abstractos, mientras que el mal remite a los
“hechos concretos”.
La
definición que Buda hace del dolor podría ser la del mal: el sufrimiento,
afirma, “es nacer, envejecer, enfermarse, estar con lo que se odia, no estar
con lo que se ama, desear y anhelar y no conseguir”. El estado de Nirvana,
equivalente a “aniquilación en la totalidad”, implica la liberación final de la
cadena de reencarnaciones en lo material. San Agustín habla de una
trascendencia a través del amor, y es así que llega a una de sus frases más
intensas: “Ama y haz lo que quieras”, fórmula que puede interpretarse en el
sentido de que el hombre que ha llegado al amor divino es incapaz de obrar mal.
Sin embargo, para el pensamiento budista despojarse del odio equivale a
despojarse del amor. Un texto budista indica:
La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha
dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene
algo. El hombre está encadenado al hombre. [...] Las penas, lamentaciones y
sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa
de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no
tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de
pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo.
Esta idea
ha bañado al misticismo occidental; así, es el sentido en que Fray Luis de León anhelaba: “Vivir quiero
conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo, / a solas, sin testigo, /
libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo”.
La
negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo. Los
neófitos se preparan para el Nirvana mediante cotidianos ejercicios que los
capacitan para reconocer la irrealidad. Mientras caminan por las calles,
conversan, comen, beben, deben reflexionar en el hecho de que esos actos son pasajeros e
ilusorios y de que no presuponen un actor, un sujeto durable y compacto, un
“Alguien”. El ser humano debe capacitarse estrictamente para ser “Nadie”, porque
la personalidad es el terreno mismo del mal y el sufrimiento. En su ¿Qué es
el budismo? (1976), Jorge Luis Borges y Alicia Jurado escriben: “El hombre
que sabe que no es, ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no
es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo
otro ya ha logrado la meta”.
Los
libros canónicos budistas establecen a Nadie como el iluminado: “Los dioses no
pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera,
que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos
temores han cesado, feliz y libre de pena”. Es decir que tampoco la
inexistencia es la meta: la santidad del Nadie budista radica en la impensable
figura mítica que representa a quien ni existe ni no existe, es decir, a quien
ha vencido al método humano de definir por contraposición:
existencia-inexistencia, bien-mal. Nadie es, ante todo, aquel para quien ya no
existe ninguna oposición.
*
Bibliografía
Psychopharmacon: a translation of Boethius’ De
consolatione philosophiæ, Medieval & renaissance texts
& studies, v. 200, Binghamton (NY), 1999. Ed.: John Bracegirdle.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
domingo, 16 de noviembre de 2014
El dios colérico
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DGD: Redes 205 (clonografía), 2012 |
Los maniqueos consideraban que el Antiguo
Testamento, en donde habla el Creador malvado, debía separarse del Nuevo
Testamento, en donde habla el Dios bueno, padre de Jesucristo. Para los
gnósticos (especialmente los del siglo II, Basílides, Marción y Valentino), la
creación es esencialmente perversa: además del Dios bueno, existe otro Dios
creador del mundo y, por lo tanto, responsable del mal, a cuyo gobierno sobre
lo creado habría venido Jesucristo a poner fin.
Aunque la sospecha
de un Dios malvado resulta dolorosa y hasta aterradora, ella tiene apoyos
suficientes en la propia Escritura. En Isaías 45, por
ejemplo, Yahvé en persona afirma ser el autor del mal, y a la vez implica el no
querer evitarlo:
Yo mismo iré ante ti
y allanaré las pendientes;
portones de bronce romperé
y quebraré cerrojos de hierro;
te daré tesoros ocultos,
riquezas escondidas,
para que sepas que yo soy
Yahvé,
quien te llama por tu nombre,
el Dios de Israel. [...]
Yo, Yahvé, y nadie más;
fuera de mí no hay ningún dios.
Te ciño sin que me conozcas,
para que se sepa, desde el sol
naciente
y desde el occidente,
que no hay otro fuera de mí.
Yo, Yahvé, y nadie más.
Yo, que formo la luz y creo las
tinieblas,
que hago la felicidad y creo la
desgracia.
Soy yo, Yahvé, quien hace todo
esto.
¿En qué sentido este dios colérico, celoso,
vengativo, amenazante, coercitivo y aterrador puede ser a la vez infinitamente
bueno? Por más esfuerzos que se hace para
representarlo cómo únicamente creador de luz y felicidad, y más o menos
afligido por lo que de tinieblas y desgracia brota en su creación, la pregunta
por el origen del mal sigue atormentando a toda alma sensible. Basta pensar en
el cúmulo de atrocidades
que comete este dios en el Antiguo Testamento: el herem, el mandato
expreso que hace Yahvé del exterminio de pueblos enemigos, sin piedad alguna
hacia ancianos, enfermos, mujeres o niños; o los castigos colectivos “hasta la
tercera y cuarta generación”; o las penalidades arbitrarias, como la del hijo
del sumo sacerdote que quería salvar el Arca: “David tuvo miedo del Señor aquel
día” (II Samuel 6:9).
También
puede mencionarse una de las más antiguas preguntas acerca del origen del mal:
no sólo por qué el Creador del mundo dejó suelto al demonio, sino cómo este
último se hizo malvado sin ningún otro demonio que lo convirtiera a la maldad.
Si se atribuye el mal al castigo por el pecado original, bastantes elementos
existen para volver a la imagen de un dios malvado; por ejemplo, el ceremonial
del bautismo católico presupone que el niño está bajo el poder del mal; de ahí
los exorcismos y el rechazo a Satanás que hace el padrino del niño en nombre de
este último. Casi todas las doctrinas llamadas “heréticas” han señalado con
horror a un Dios que, pudiendo evitarlo, somete a millones de hombres al
castigo por un pecado que en la más remota antigüedad fue cometido por los
primeros antepasados del ser humano.
Una y
otra vez se ha preguntado si cualquier persona con un mínimo de sentido moral
se atrevería a castigar siquiera a un solo descendiente de quien hubiera
cometido un delito. La respuesta de la Iglesia católica ha indignado por su
carácter político, es decir de apoyo al poder y a la autoridad incuestionable:
“El Creador, cuyos dones no son debidos a la humanidad”, dice la Enciclopedia
católica, “tenía perfecto derecho de otorgarlos en las condiciones en que
quisiera y hacer depender su conservación de la fidelidad del jefe de la
familia. Un príncipe puede conferir honores hereditarios bajo la condición de
que quien los recibe se mantenga fiel y de que, en caso de rebelarse, se le despojará
de tal dignidad, y en consecuencia, también a sus descendientes”.
O bien
puede plantearse: ¿cómo es que Dios no evitó ya el primer pecado si preveía la
catástrofe y podía impedirla en su mismo origen? Herbert Haag, teólogo católico
de Tubinga, llega a unir la teología arcaica con el derecho penal moderno y nos
hace recordar que la ley humana “da por sentado que no se hace culpable
solamente al que causa el mal, sino también al que no lo evita”. Mas esto puede
también aplicarse a ese Dios del Antiguo Testamento. Por lo demás, qué
sospechosamente humano resulta un Dios que odia; como dice el refrán, “Sabrás
que has hecho a Dios a tu imagen cuando Él odia a la misma gente que tú”.
*
Bibliografía
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless
in the face of evil?], Piper, Münich-Zürich, 1978.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]
jueves, 6 de noviembre de 2014
El pacto
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DGD: Redes 210 (clonografía), 2012. |
En la lengua inglesa, la palabra Good
pierde una letra para volverse God; por su parte, la palabra Evil
gana una letra para volverse Devil. Parece una representación
lingüística de la interpretación de ciertos heresiarcas según la cual Dios creó
al diablo con una función específica: la de una especie de mutua preservación.
Esto resulta inquietante incluso a nivel visual:
la letra “O” que pierde Good (el bien) para volverse God (Dios)
es idéntica al cero (0), símbolo de la nada (la creación se da ex nihilo).
En el otro lado de la balanza, la letra “D” que gana Evil (el mal) para
volverse Devil (el diablo) es claramente la mitad de la “O” o del cero:
la “mitad de la nada”. O bien, una creación a partir de la nada y repartida en
mitades.
Simbólicamente, el bien pierde una letra
primigenia (O) para que Dios exista; a la vez, otra letra (D, que
figurativamente es la mitad de aquella y que además es la letra que en español
inicia a las palabras “Dios” y “diablo”) convierte al mal en el demonio. El
antagonismo entre ambos adversarios parece más bien histriónico, una impostura
de ambas partes, y la forma en que se comportan sugiere una secreta amistad, un
pacto de potencias ocultamente aliadas que se fingen enemigas para engañar a
terceros. Ese pacto secreto hace posible y hasta indispensable el mundo humano:
en ninguna otra parte los contendientes podrían “oponerse” (es decir,
colaborar). Aún más: sin ese mundo, no existirían.
Entre todos los hombres de lucidez insobornable
que han tratado de extraer algún sentido de la lectura simbólica de las
Escrituras, Robert Green Ingersoll formula la más simple, la más incontestable:
“¿Por qué el demonio en el inframundo debería atormentar a los pecadores, que
son sus amigos, para agradar a Dios, que es su enemigo?”. Con la serena
contundencia que lo hizo el más famoso agnóstico del siglo XIX, Ingersoll
agrega:
¿Por qué Dios creó a esos ángeles
sabiendo que iban a rebelarse? ¿Por qué deliberadamente esparció en el cielo
las semillas de la discordia, sabiendo que lanzaba a esos ángeles al lago de
eterno fuego, sabiendo también que a partir de ellos crearía la prisión
perpetua, en cuyos sótanos resonarían para siempre los lamentos y agonías del
dolor sin fin? [...] ¿Por qué Dios permite a estos demonios salir de su prisión
y solazarse a expensas de las criaturas ignorantes? ¿Quiere a sus criaturas
desviadas y corrompidas para que él pueda tener el placer de condenar sus
almas? [...] ¡Qué tonta es la infinita sabiduría! ¡Qué malévola es la
misericordia! ¡Qué vengativo es el amor sin límites!
En la modernidad, nadie sensato cree en la
existencia del diablo, ni siquiera los religiosos que sí creen en la existencia
de Dios. El fundamentalismo católico sigue insistiendo en que el diablo no es
sino “una personificación del mal”, mientras que jamás dirá de Dios que “no es
sino una personificación del bien”: la existencia de la divinidad es verdadera
y literal, mientras que la de Satán es “meramente simbólica”. A la vez, la
modernidad descree de la noción del bien, o sencillamente se aburre con ella.
Tampoco cree en la existencia verdadera y literal del diablo, y sin embargo sí
cree en el mal, y tanto, que acaso no cree en otra cosa.
Este curioso Lucifer de las Escrituras lo sabe
todo: que será derrotado; que su final es un fracaso eterno; que cada uno de
sus pasos lo lleva a la catástrofe infinita. Y sin embargo va, como si no lo
supiera o no quisiera saberlo. O como si justamente esa fuera su función, la de
ser la esencia misma de la creación, el referente máximo sin el cual la
divinidad no existiría. El planeta humano parece también el jaloneo entre un
Dios que es literal y un diablo que es “personificación”: el bien y el mal se
crean uno a otro en un curioso reparto de tierras. La luz parece depender más
de la oscuridad que ésta de la luz.
Robert Musil expresa esto con tajante síntesis
en una entrevista realizada en 1926 sobre la base filosófica de la novela que
escribía en ese momento y cuyo nombre habría de ser El hombre sin atributos:
“El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El
bien sólo provoca la parálisis”. A continuación Musil parece describir
directamente al eterno arquetipo de Nadie: “El hombre no es nunca algo acabado,
no puede llegar a serlo. Teniendo la sensación de que su existencia es algo
contingente, puede tomar todas las formas, como si fuera una masa gelatinosa”.
La figura de Nadie es entendida como la
personificación de la no-persona, la temible presencia de una ausencia, el
símbolo del vacío. Mas ¿no lo es también el diablo? Si éste es concebido como
“personificación” (una representación, una alegoría) mientras que Dios es
“persona” (algo verdadero y literal), entonces toda personificación es atributo
demoníaco, así como todo lo literal es un atributo de la divinidad. Pero al
mismo tiempo (y he aquí lo endiablado del asunto), lo que el diablo personifica
es a quien no es una persona, es decir, al ser que carece de personalidad: a
Nadie. El mundo puede no ser un infierno, pero es la aterradora casa del
diablo. Al menos, Dios no parece tan a gusto “aquí” como su contraparte.
En el pacto entre bien y mal, este último parece
más indispensable que aquél; como un eco de ese pacto, todo lo que se refiera a
la persona (porque es atributo divino) parece más ajeno al hombre que la
personificación (porque es atributo demoníaco). Así, en el mundo humano hay
menos personas que personificaciones, es decir, acumulación de máscaras,
representaciones, roles, imposturas, actuaciones. Y tanto la saturación de todo
esto como su ausencia llevan directamente a la figura arquetípica de Nadie, que
genera pavor. Acaso este horror proviene del mismo punto que lleva a Green
Ingersoll a exclamar:
Es mucho mejor no tener cielo que tener
cielo e infierno. Mejor carecer de Dios que contar con Dios y el diablo. Mejor
descansar en un sueño eterno que ser un ángel y saber que mis seres queridos
sufren dolor eterno. Mejor vivir una vida libre y amorosa, una vida que termina
para siempre en la tumba, que ser un esclavo inmortal.
Tironeados desde tantos polos contrapuestos, los
seres humanos no detentan otra identidad que la crisis de identidad. No hay
personalidades irrepetibles sino una crisis que cada quien experimenta a su
manera.
Existe otra lectura posible de ese sospechoso
pacto entre el bien y el mal que parece tan evidente en todos los niveles de la
cultura: es la terrible intuición de los Evangelios gnósticos, los cátaros y la
herejía albigense: un supremo demonio tomó el lugar de Dios y se disfrazó de
temible deidad. Es el dios celoso y vengativo de la Biblia, aquel que, como un
vampiro, despojó a cada hombre de su divinidad interior y se la apropió para
evitar que la raza humana tomara posesión, como estaba escrito, del cosmos en
todos los niveles, especialmente el espiritual.
El nombre de este poderoso demonio, según los
gnósticos, es Yahvé. No habría, pues, ningún pacto: el mal, absoluto, usa al
bien como una máscara, un pretexto de dominación, sojuzgamiento y despojo
ulterior. Luego de succionar la chispa divina en cada criatura (la “O”
apropiada a la mitad, como “D”), Yahvé aplastó a todas ellas con la noción de
un pecado ajeno, y les enseñó a esperar a un Mesías exterior. Para esta
agudísima herejía, sólo existe una divinidad: la gnosis, el conocimiento último.
El bien es una posibilidad interior.
*
Bibliografía
Robert Green
Ingersoll: “The devil” (1899), en Collected works, 12 vols., Reprint
Services Corporation (Notable American Authors), Los Ángeles, 1999. Cf. Best
of Robert Ingersoll: Selections from his writings and speeches, Prometheus
Books, Buffalo, 1983.
Entrevista a Robert Musil por Oskar Maurus
Fontana, en Literarische welt, Berlín, abril 30 de 1926. Reproducida en Nexos,
n. 31, México, julio de 1980.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]
domingo, 26 de octubre de 2014
Responso del apuntador
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DGD: Redes 203 (clonografía), 2012 |
Homenaje
a Antonio Porchia
Sería falso pensar que podría quejarme de los
veinte años que fui apuntador en el puerto de Buenos Aires. Tampoco lo celebro:
sólo lo observo, acompaño a esa imagen. Claro que es más fácil para nosotros
lamentar que celebrar, y que pensamos en esa imagen como veinte años de
esclavitud o al menos de una injusta pérdida de tiempo. No lo era para mí.
Comencé a los veinte años (y la bestia que el hombre lleva dentro tiene siempre
veinte años), cuando había una enorme oferta de trabajo y se laboraban quince,
dieciocho horas al día. Mis compañeros, que estaban siempre agotados, se
acostumbraron a verme ahí, no tan exhausto como ellos, yendo y viniendo,
cargando cosas. (Pero las cosas son cosas porque se cargan; no existirían si
nadie las cargara.) No lo pensaban, pero en cierta forma verme ahí, de ese
modo, callado pero no hostil (nunca fui bueno para hablar, pero sí me gustaba
pensar, aunque no para mí porque entonces habría sido de todas formas hablar;
lo cierto sería decir que me gustaba ser pensado), los ayudaba a soportar la
verdadera carga: no la del objeto que llevaban sobre los hombros sino la de una
vida así, aparentemente condenada a repetirse igual para siempre sin salida
alguna. Claro que los saludaba, claro que me reunía con ellos a tomar mate o a
almorzar un magro pan, pero nunca me pidieron que actuara como ellos, que
desahogara la pena y el esfuerzo por medio de las palabras, palabras que en
ellos eran referidas a todo menos al origen de su pena: de lo que se hablaba
era de mujeres, política, deporte, trabajo, pero yo sentía siempre que en
realidad hablaban del peso, de esa carga que tenían encima y que nada podía
aligerar. Lo curioso es que yo no lo sentía de esa manera. Es cierto que cien
mil veces cargué la misma caja de aquí para allá, es muy cierto que desde un
determinado punto de vista todos esos bultos fueron uno solo a lo largo de
veinte años, y que todos esos años podrían haber sido uno o cien mil y habrían
pesado lo mismo, pero eso es sólo una forma de verlo. La verdad es que yo
acompañaba a mi cuerpo en cada viaje, de aquí para allá, pero nunca cargué más
de lo que aguantaban mis hombros en cada momento. Iba conmigo, me veía cargar,
me ayudaba, pero mi pensamiento nunca se vio lastrado por lo que maniataba a
mis compañeros y que no era sino una idea, la idea a la que ellos nunca aludían
por su nombre y que se llamaba rutina. Rutina era mirar nuestra vida como una
repetición al infinito de los mismos gestos, de los mismos esfuerzos, era
contemplar los callos en nuestras manos y pies como si hubiéramos nacido ya con
ellos ahí, era sudar siempre las mismas gotas que secábamos con gestos tan
antiguos como todo lo que nos rodeaba. Rutina era sentir que de golpe la mañana
era ya la tarde y que la noche se venía encima sin que hubiéramos hecho otra
cosa que sentir los días vacíos acumulándose y sucediéndose como si fueran un
solo día y estuviéramos soñando atropelladamente las partes de cada uno, la
primera mañana sin solución de continuidad con el sol de las tres o con el
pesado atardecer. Nada cambiaba siquiera en los días de pago, en los domingos
que trabajábamos por la paga extra. Rutina era recibir esas monedas y saberlas
gastadas de antemano, nunca suficientes e, incluso, siempre menos aunque
parecieran más. Yo respetaba la alegría ruidosa de mis compañeros, ese ronco
intercambio de improperios que les hacía más tolerable la rutina, y a la vez
sentía que me había ganado su respeto aunque nunca me escucharan hablar así, ni
entrar en su camaradería bajo las reglas viriles de la conformación vital.
Aceptaban que me reuniera con ellos para estar tan callado como cuando
trabajaba, y sentía que mi pura presencia los aliviaba un poco de la rutina
porque, de alguna forma que no se explicaban y no intentaban explicarse, no
había rutina en mí, no había repeticiones, no había ciclos. Y mirándolos
mirarme (aunque no me miraban porque la mirada desprende y yo he querido
siempre ser invisible, pero era como si me miraran) aprendí que, en efecto, yo
hacía los viajes de aquí para allá, cargando algo, como si cada vez fuera la
primera. O la única vez. O la última. Una forma de decirlo es que siempre
cargué el mismo bulto, del barco a la bodega, de la bodega al barco, pero otra
forma, mucho más cercana a mi verdadero sentimiento, es decir que yo acompañaba
a mi cuerpo pero a la vez me llenaba de lo que en cada instante percibía: la
luz no era nunca la misma, ni las agitaciones del río, ni los colores en los
rostros, ni las voces y los ruidos que nos ensordecían tanto como ese
misterioso silencio que se abre cuando los barcos están atracando. En todo ese
tiempo nunca vi algo repetirse, nunca hubo realmente una segunda vez que, al
unirse con la primera, formara una escala, un ciclo, una progresión. Yo no
pensaba realmente en todo esto, pero lo dejaba pensarse en mí, y eso me
mantenía en una especie de constante embriaguez, si puede llamarse así a una
exacerbación de la mirada, a un permanente pasmo de la percepción. Los amigos
escritores que más tarde conocí tal vez lo llamarían borrachera de lucidez, pero
tampoco era eso, porque eso es una frase que intenta asir algo, y a mí me
sucedía que pensar era más bien desprenderme, y sobre todo de lo que no había
tenido nunca. Todos esos hombres recios, mis compañeros, eran callos en sí
mismos, radiantes en su dureza, admirables en su vitalidad, en lo indomable de
su voluntad de vivir. Dije antes que lo suyo era conformación, y debo agregar
que nunca fue resignación; nunca los vi resignarse: eran rebeldes, dignos y
valientes, pero aunque nunca se resignaron, estaban conformados, como todos. Yo
también estaba conformado, aunque acaso de otra manera, pero nunca resignado, y
luchaba con ellos contra los abusos de los patrones; sin embargo, nunca pude
sentir hacia éstos esa clara diferencia, esa contraposición. Había en los
capataces un tremendo miedo al cambio, y por eso estaban todo el tiempo dando
nuevas órdenes, introduciendo modalidades, cambiando las reglas: cambiaban todo
día con día para que todo siguiera igual. Y es que tenían miedo de sus jefes, y
éstos de los suyos. Porque todos, no importa en dónde estén en la escala
social, tienen patrones, y comparten el mismo miedo a perder lo que creen
tener. (Aun el que lucha por estar encima de todos tiene un patrón, al que
llama Dios; en cambio, el último de los hombres, como yo quise serlo, no tiene
debajo a nadie sino a sí mismo, en completa igualdad: el último está en
completa igualdad con Nadie.) Al principio era extraño para mí ver que los
patrones me tenían ese mismo miedo que les despiertan sus superiores, a mí, el
último de los apuntadores, el más callado, el más invisible. Por supuesto que,
como me consideraban inferior a ellos, podían traducir ese miedo en
indiferencia o mal humor, y a veces en desprecio, represalia o trato más duro
que a los demás. Y eso mis compañeros lo sentían; no es que trataran de
compensarlo, pero sí ahondaba su aceptación de mí, y hasta su respeto. Yo no
hacía nada por generar el miedo de los patrones o la confraternidad de los
obreros; a mi manera, los acompañaba a todos. O mejor, los ayudaba a
acompañarse: no podía dejar de ver que unos y otros llevaban el mismo peso, que
todos éramos apuntadores de una u otra manera. (Pero mi lado siempre fue el
izquierdo, en donde quiera que estuviese: las escalas van descendiendo hacia la
izquierda hasta culminar en el último de los hombres, que es el hombre.) Y por
eso nunca sentí una carga, ni una rutina, y ni siquiera ahora pienso en esos
veinte años como un fardo, una inutilidad, una penuria. Fue, sí, una penuria,
pero por otras razones que no sólo se refieren a mí, sino a todos, porque todos
estamos conformados. Yo no me quejo, pero tampoco me resigno. Si no podemos
tener forma sino estando conformados, me gusta pensar que el universo nos tiene
para acompañarlo, y que cada quien debe reconocer, o crear, su propia
conformación. Fui apuntador, sí, por veinte años en el puerto de Buenos Aires.
Habría sido cualquier cosa en cualquier parte, por cualquier tiempo, porque
nunca sentí cosas, partes ni tiempo. Lo que me gustaba y me gusta es andar, de
aquí para allá, del barco a la bodega, de la casa a la estrella, y no porque
esté huyendo de algo sino, sencillamente, porque las certidumbres sólo se
alcanzan con los pies.
*
[Leer el texto “Antonio Porchia: ‘Un hombre solo es mucho para un hombre solo’”.]
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