sábado, 6 de octubre de 2012

Un fragmento de Mirador en una cuerda floja (II de II) (y cuarto aniversario del blog)


DGD: Textiles-Serie blanca 34 (clonografía), 2012


[Este blog alcanza su cuarto aniversario; gracias a los amigos y colaboradores por su atención y apoyo. (DGD)]


Autenticidad y alienación

En la antigüedad —según recuenta Octavio Paz en Los hijos del limo (1974)—, la tradición era concebida como una magnitud uniforme, inmutable e inmóvil de la que procedían los principios esenciales —identidad, orden, sentido—: una fuente de autenticidad que se manifestaba en la mitología y los ritos; la renovación no consistía sino en la certeza de que los ciclos se repiten y de que, al final del ciclo de ciclos, el único futuro posible es el pasado original (“lo que fue debe seguir siendo”). En cierto modo el cristianismo rompió esta simetría cuando colocó el sentido en el final de los tiempos, es decir en el premio o la condena ulteriores; surgió entonces la alienación y el miedo se generalizó porque había sido refutada la posibilidad del re-comienzo: el tiempo se volvió irreversible pero el cambio siguió siendo negado. (El miedo es un ingrediente esencial en el mayoritario mundo religioso de la modernidad; no resulta excesivo afirmar que no otro origen tiene el inmenso éxito de esa ladera del cine de horror que especula sobre temas bíblicos, apocalípticos y demoniacos.)

En algún punto de la historia, el hombre se hizo consciente de la tradición —o mejor dicho, adquirió respecto a ella otra forma de la conciencia—; para algunos ese punto se localiza en la Ilustración y ya se anunciaba desde el Renacimiento; para otros, se halla en la Revolución industrial y en el surgimiento del cientificismo y la noción moderna del progreso; ciertos analistas lo identifican como un producto lógico de la expansión del capitalismo; otros más lo atribuyen directamente a las vanguardias del siglo XX con su antecedente en el romanticismo.

En todo caso, con este cambio de paradigma, aquella mentalidad ritual y originaria, cuyo acento estaba en la simultaneidad, sufrió una transformación, puesto que el acento fue movido a la sucesividad, al cambio y al proceso mismos; éstos comenzaron a ser exaltados, en tanto el futuro empezó a ser visto como novedad, originalidad, sorpresa e incluso como base (“nada será como fue y, por tanto, todo es posible”). Desde entonces la única permanencia aceptada es la que existe entre el momento en que se destruye la tradición imperante y se da inicio a la que sigue. En rigor, pues, la palabra “modernidad” ya no puede usarse en singular; si no se emplea en plural es porque cada época quiere ser única debido precisamente a la irrepetible cualidad de su ruptura con lo anterior. Las modernidades, entonces, son fugaces manifestaciones de una actualidad condenada a ser siempre distinta. A la vez, cada modernidad no se distingue únicamente por las novedades que aporta, sino también y sobre todo por la continuidad de la interrupción, la constante crítica al pasado inmediato. Así nace —afirma Paz— la “tradición de la ruptura”.

El “cambio de mentalidad” afectó a todos los territorios y tuvo consecuencias fundamentales a nivel social y político: lo anterior comenzó a ser sobreentendido como esclavitud (sujeción a los ciclos, determinismo) para que lo actual correspondiera no tanto a la libertad como a la liberación, es decir, al acto mismo de deshacerse de un yugo, cualquiera que éste sea. Y aquí sobreviene la primera contradicción, porque el acto de liberarse, al ser heredado y reiterado, deviene esclavitud y yugo en sí mismo: las revoluciones terminan por institucionalizarse. Resulta casi imposible enumerar a cabalidad las consecuencias de asociar tradición con esclavitud y ruptura con liberación; baste con un ejemplo en el territorio cinematográfico. En la época de auge del “cine de autor” —que fue también la de la contracultura—, la tradición era vista como obnubilación, estancamiento y ahogo (esclavitud); en cambio, las décadas posteriores la redefinen como pertenencia, reconocimiento y genealogía (liberación), a la vez que contemplan a la ruptura como exilio autoinferido, olvido ulterior e inútil parricidio. (Esto último es lo que se dice en las escuelas a los nuevos cineastas y a todo novicio en el mundo del arte, pero es también lo que los media repiten a todo novicio en cualquier esfera.)

La ecuación no sólo funciona a nivel social sino, sobre todo, individual, en cuanto otra de las dicotomías en que se transforma la de tradición/ruptura es igualdad/diferencia. El gran presupuesto indica que los artistas habrán de diferenciarse unos de otros en virtud de lo que se llama “estilo personal”; mas este prurito de diferenciación, puesto que es precisamente lo que se espera de todos y cada uno, a la vez los iguala. La colectividad es vagamente inferida como tradición; individualizarse implica, pues, una ruptura, pero como esto a su vez conlleva redundancia e igualdad, se vuelve en sí una tradición. Resultado: las formas de diferenciación individual están más codificadas y son más predecibles aún que las características de lo colectivo. Para la ortodoxia, y sobre todo para los mecenas, el mundo del arte no es sino una tipología genérica con valor de entretenimiento (entertainment value); basta ver el modo en que las películas hollywoodenses contemplan a los artistas a través de una serie de tipos, desde el “joven iracundo” hasta el “genio incomprendido”, todos ellos luchando contra un aparato que a fin de cuentas termina definiendo lo que es el arte —y, sobre todo, lo que es la ruptura, tan necesaria para que exista tradición. (Jorge Luis Borges advierte este proceso: “Entiendo que el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes” —Textos cautivos, Tusquets, Barcelona, 1986.)

Entre tantos otros resultados inmediatos que se acumulan para dar paso a la confusión reinante, radica el hecho de que una época puede tomar como “antigua tradición” algo que ha sido fabricado poco antes (inmersos en pleno desarraigo sistemático, fácilmente confundimos lo antiguo con lo que parece antiguo). Puesto que el acento está en el cambio más que en lo cambiado en sí mismo, es posible tomar elementos de varias tradiciones anteriores y reunirlos con otros especialmente creados con objeto de presentarlos como “la” tradición. Esto es lo que hacen los mecenas y lo que, en particular, ha hecho Hollywood en el territorio del cine: es a una muy especial “tradición” a la que dicen defender, y no resulta gratuito que ella coincida punto a punto con el discurso del poder imperante.

La corriente crítica didáctica, que pretende reivindicar a la tradición, no está reivindicando, desde luego, a la tradición centrada en la simultaneidad (autenticidad cosmogónica), sino que confabula, a veces sin saberlo, con lo sucesivo artificialmente vuelto tradición (alienación disfrazada de autenticidad). Por ejemplo, el crítico Leo Braudy (Film Theory and Criticism, 1979) se queja de que las obras “cultas” —definidas como las que “caen” en el error de definir a la cultura como coto alrededor del castillo— o “libres” —es decir, libres de genealogía, desarraigadas, cuando no parricidas— quieren decirlo todo de una vez, lo que las obliga a ser excesivas y poco comprensibles, mientras que la tradición genérica “va más despacio”. Ir despacio corresponde a ser comprendido por la generalidad del público; de ahí la “utilidad” de los géneros dramáticos, que son formulaciones convencionales cuyo juego reiterativo es asumido por los espectadores mayoritarios con inmenso placer: éstos reconocen un melodrama y adivinan (es decir, esperan) que al final el villano será castigado; del mismo modo, saben que en un western habrá un duelo entre los malvados y los justos con una ardua victoria de estos últimos; o que en una comedia el protagonista habrá de sufrir innumerables choques y reveses pero a la vez estará protegido por una especie de poder superior que ama a la inocencia o a la ingenuidad (y, cada vez más, a la estupidez); o que en un musical los personajes podrán romper a cantar a mitad de una conversación sin que los demás personajes se extrañen o escandalicen.

Así como los niños saben que en los cuentos de hadas la bruja malévola o el poderoso hechicero recibirán su oportuno castigo, y ello no impide a aquéllos sufrir o festejar las andanzas de los personajes (e incluso escuchar cien veces la misma historia con idéntica emoción), el “gran público” ama consumir situaciones estandarizadas que le garantizan una resolución justa y satisfactoria. En la medida en que esté seguro de que esa resolución habrá de presentarse, el espectador aceptará lo divergente o disparatado de las historias que le cuentan; en última instancia, todo arte narrativo se resuelve en eso: contar historias con mayor o menor ajuste a lo convencional.

Lograr una verosimilitud —hacer que algo parezca real o auténtico— es siempre más importante que cuestionar las definiciones usuales de realidad o de autenticidad. La tradición es una garantía y, en gran medida, equivale a una vindicación en sí misma. El “espectador medio” pide que en los universos ficticios el mal sea castigado, y en general que exista en las historias todo lo que está radicalmente ausente de la vida cotidiana: orden, justicia, direccionalidad y sentido. Esta “tradición” tiene el primordial objetivo de tranquilizar: el niño se duerme con placidez luego de haber escuchado los horrores que suelen convocar los cuentos de hadas; del mismo modo, los espectadores de cine hollywoodense consumen una avalancha de atrocidades (a esto se llama “realismo”) porque los desenlaces los confortan al explicarles que el mal no es absoluto.

Todo esto origina otro sobreentendido: si las obras que van más despacio son mejor comprendidas, por tanto la total inmovilidad equivale a comprensibilidad absoluta; en otras palabras: la mayor tradición, la más rica herencia, es la que carece de todo movimiento. Pero ¿no es la cultura un vértigo voraz, no corresponde cada modernidad a una avalancha de novedades y no radica en éstas el encanto de lo sucesivo? En la novela El gatopardo (1959), Giuseppe Tomasi di Lampedusa responde con suficiencia: todo se mueve para quedar como estaba; todo cambia para no variar.

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[Fragmento de “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”, sexto anexo de Mirador en una cuerda floja, CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]




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