jueves, 6 de junio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XVIII: Sujeción y objeción)


DGD: Textiles-Serie roja 32 (clonografía), 2012

(XVIII) Sujeción y objeción

La tradición es sujeción. No en balde uno de los sinónimos de individuo es “sujeto”; en el habla cotidiana esta palabra suele tener una cierta connotación despectiva, como cuando se dice: “vino ese sujeto a verte”. Acaso el origen de ese regusto despectivo se vuelve claro cuando la misma palabra es usada ya no como sustantivo, sino como adjetivo, como cuando los pescadores hablan de “pez sujeto y pez libre”. No hay en realidad ninguna diferencia entre el sustantivo  y el adjetivo.
          De hecho, estar sujeto, como opuesto a estar libre, bien puede transponerse, con los mismos resultados, a ser sujeto, lo opuesto a ser libre. La tradición es sujeción, y la ruptura es libertad. ¿De ahí que se tema tanto a la ruptura y se le considere una traición?

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La tradición es anónima. Si tiene nombre, es ruptura.
          Lo anónimo es lo que no está sujeto; sujeto, precisamente, por el nombre. El nombre rompe la insujeción, fija lo que estaba suelto. El sujeto lo es porque tiene nombre propio; de otro modo, es objeto.
          La sujeción, si se entiende como inmovilización del sujeto, tiene como opuesto a la objeción, que es la movilización del objeto (sus sinónimos son réplica, respuesta, discusión, razonamiento, impugnación, refutación, negación).
          La tradición es silencio. Se rompe —hace ruido— para oírse y medirse por medio de los ecos.

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La tradición juzga, pero no puede juzgarse a sí misma. Sólo la ruptura puede ser juzgada. Es como un juez, cuyo único sentido es conceptuar, sancionar, re-ordenar, y que, carente de un acusado, se desprendiera de una parte de sí mismo para que cumpliera ese papel.

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En el cine hollywoodense (todo él realista y “de acción”) se habla interminablemente, al grado de que la imagen no parece sino la ilustración del discurso verbal (si es realmente un discurso). A despecho de la idea que todo crítico y toda escuela de cine venden (es decir, que el cine es imagen), el torrente de imágenes apoya, explica y da sentido a la avalancha de palabras. Dicho de otro modo: la tradición se dice y lo que se dice hace “coherente” a lo que se ve.

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En incontables ocasiones se presentan en las películas de la “Meca del cine” diálogos que parecen rupturas, es decir afirmaciones tendientes, en apariencia, a provocar una purga moral en el espectador, a concientizarlo de un “estado incorrecto de cosas”. Sin embargo, un instante después de haber sido dichos (o incluso en el momento mismo de ser pronunciados por los actores), estos diálogos son absorbidos por la tradición: no sólo no hay purga moral en el espectador sino que éste recibe una enésima confirmación de un estado inmutable de cosas.

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El espectador puede estar en desacuerdo con ese estado de cosas, pero se ha acostumbrado a él. En el mejor de los casos, se ha acostumbrado a estar en desacuerdo con él. A fin de cuentas, se ha acostumbrado a él.

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Un ejemplo entre mil. En The Bourne Legacy (2012), un experimentado y duro “ejecutivo” (Edward Norton), integrante de una agencia de gobierno dedicada a las actividades ilícitas y secretas, explica a un aprendiz renuente (Jeremy Renner): “¿Sabe lo que es un comedor de pecados? Pues eso es lo que somos. Somos los comedores de pecados; eso significa que tomamos el excremento moral que hallamos en una determinada ecuación y lo enterramos muy profundo en nosotros y en el resto de nuestra causa para que ella permanezca pura. Ese es el trabajo. Somos moralmente indefendibles, y absolutamente necesarios”.
          El espectador de The Bourne Legacy no toma esto como una “denuncia” ni se indigna de la institucionalización del genocidio, el asesinato y la corrupción: lo toma como un eco más del ininterrumpido discurso que, en los medios de comunicación y las artes narrativas, le dice una y otra vez que la tradición es el Mal.

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En la novela El agente secreto (1907) de Joseph Conrad, un endurecido y burocrático jefe de policía justifica sus medios violentos y rapaces con la frase “Este es un mundo imperfecto”. Páginas más adelante, un rudo cochero que martiriza a su caballo plantea, como justificación, la frase “No vivimos en un mundo fácil”. Los dos personajes, como todos los de Conrad, no son simples ni esquemáticos en su trazo; ambos viven realidades contradictorias, ambos están sumergidos en el mundo de los hombres, “cuyos sufrimientos son grandes y su inmortalidad de ningún modo está asegurada”. Y eso hace aún más honda la atroz resonancia de sus frases de justificación, que son parte esencial del discurso de la conveniencia.
          Aquel policía implica que en un mundo que fuera “perfecto” no serían necesarios los medios retorcidos, la violencia represiva, la crueldad sistematizada; incluso sugiere que ni siquiera la policía, las leyes y el aparato de justicia serían necesarios en un mundo perfecto; sin embargo, como el mundo dista de esa perfección (a la que este agente apenas podría imaginar), esa misma comparación entre el “ideal” y lo “real” vuelve al mundo “imperfecto”, es decir, aquel en donde la rapiña se vuelve natural y en todo caso necesaria.
          Por su parte, el cochero sobreentiende que si el mundo fuera “fácil”, él no sería una víctima (formula esta pregunta: “¿le gustaría a usted sentarse atrás de este caballo hasta las dos o las tres de la mañana, [...] muerto de frío y de hambre, esperando pasajeros borrachos?”) y por tanto no habría victimarios, esos que han convertido a la vida de este cochero en un eslabón más de la cadena según la cual el que sufre la cruel dominación de sus superiores se desahoga por medio de dominar cruelmente a sus inferiores (así es como “se maneja” la pirámide del poder). El que el mundo no sea “fácil” justifica —porque es conveniente— el mantenerlo “difícil”.

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El realismo hollywoodense hereda ávidamente este tipo de frases sintéticas, justificadoras, de apabullante e indudable “veracidad”: “el mundo es horrible”, “la gente es malvada”, “la vida es injusta”. La reiteración de estas muletillas no podría ser más conveniente al poder instituido, puesto que mantiene al mundo en el desequilibrio necesario para que el poder y sus predaciones sigan siendo necesarios.



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