sábado, 15 de junio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XIX: Freno y acelerador / La risa y lo solemne)


DGD: Textiles-Serie blanca 30 (clonografía), 2011

(XIX) Freno y acelerador / La risa y lo solemne

No es difícil encontrar las raíces del ateísmo mayoritario de los científicos. Si Dios no existe, toda esa devastación a lo largo de miles de millones de años es como todo lo demás, fruto del azar y de la adaptabilidad. Pero si existe una divinidad, qué monstruosa es aquella que para su puro entretenimiento se diseña una película gore de eones de longitud, basada en el horror, el canibalismo y un constante e insistente holocausto de la pureza y de la inocencia.

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Un divertido ejemplo fílmico del discurso de la conveniencia, en este caso en el territorio de la teología y expuesto, evidentemente, por el diablo en persona, se halla en la película El día final (End of Days, 1999): “Cuando pasa algo bueno, todos dicen que ‘es Su voluntad’. Cuando pasa algo malo, lo que dicen es que ‘Dios actúa en formas misteriosas’”.

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Otro ejemplo, más serio, es ofrecido por La Bruyère: “La experiencia confirma que la blandura o la indulgencia para uno mismo y la dureza para con los demás no es sino un solo y mismo vicio”.

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Isaac Asimov, en el que era su favorito entre todos los cuentos que escribió (“La última pregunta”, 1956), acumula los planteamientos más incómodos: “la energía, una vez gastada, se va y no puede recuperarse”; “la entropía (una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo) debe aumentar al máximo incesantemente”; “todo se acaba”; “la entropía no puede invertirse. No puedes volver el humo a cenizas primero y a árbol después”. El subtexto final es rotundo: el universo como tradición contiene, en su más íntima fibra, a la ruptura, cuyo nombre es desgaste y caos.

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En un cuento de Asimov cuyo tema son los chistes (“Jokester”, 1956), se registra uno de ellos cuya punch line es a la vez hilarante y asombrosa. Un hombre sufre agónicamente de mareos en el transcurso de un viaje por barco y otro pasajero, con el deseo de confortarlo, le dice “Nadie se ha muerto de mareo”. El sufriente responde: “¡No me diga eso! Es solamente la posibilidad de morir la que me mantiene con vida”.
          Se trata de una risueña variante del Muero porque no muero de Santa Teresa (“Sólo con la confianza / vivo de que he de morir, / porque muriendo el vivir / me asegura mi esperanza”).
          Acaso lo mismo se halla en el núcleo de la dicotomía tradición-ruptura. Es solamente la posibilidad de la ruptura radical la que mantiene viva a la tradición.

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La posibilidad de la ruptura radical, no la puesta en práctica. Bien se cuidarán las rupturas de detenerse en la frontera más allá de la cual acecha lo radical. Se moverán, pues, en el campo de lo moderado, porque ni el mayor irruptor de cualquier territorio parcial (social, religioso, político) quiere la desaparición del territorio global.

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El concepto de tradición es, tradicionalmente, una herencia, una riqueza cuya transmisión a la vez genera y justifica a lo humano. En su novela Tierra de hombres (1939) Antoine de Saint-Exupéry lo sintetiza inmejorablemente:

Lo que se transmitía así, de generación en generación, con el lento progreso de un crecimiento de árbol, era la vida, pero era también la conciencia. ¡Qué misteriosa ascensión! De una lava en fusión, de una pasta de estrella, de una célula viva germinada por milagro hemos brotado, y, poco a poco, nos hemos elevado hasta escribir cantatas y pesar vías lácteas. La madre no sólo había transmitido la vida: ella había enseñado un lenguaje. Había confiado a sus hijos el caudal tan lentamente acumulado en el curso de los siglos, el patrimonio espiritual que ella misma había recibido en depósito, ese pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituye toda la diferencia que separa a Newton o Shakespeare del bruto de las cavernas.

La pregunta es: ¿puede introducirse una manipulación en ese patrimonio, e incluso en la forma de concebirlo?

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En una hermosa novela que con toda justicia es un clásico de la ciencia-ficción especulativa, La tierra permanece (Earth Abides, 1949), de George R. Stewart, la humanidad es afectada por una plaga que sólo deja viva a una de cada 250 mil personas. El protagonista dirige a un grupo de sobrevivientes e intenta reconstruir la civilización, aunque se da cuenta de que ya no hay sociedades sino tribus, “deformadas por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones”. Uno de los logros de esta obra maestra es ese precisamente, el ver a la tradición como un freno, lo que, en la balanza, revela a la ruptura como un acelerador.
          Si el hombre se impone frenos es porque sabe que lo suyo es el “movimiento desbocado”. El primer freno es “No matarás”, “No robarás”, etcétera, mandamientos de una divinidad que no parece haber asimilado la experiencia de Adán y Eva en el paraíso, quienes lo primero que hicieron fue desobedecer el primer mandamiento, “De ese árbol no comerás”. Según la teoría de Rabelais, el movimiento desbocado habría aprendido de manera “natural” a equilibrarse; en otras palabras, el hombre habría tendido espontáneamente a no matar, no robar, etcétera, pero en el momento en que aparecen las prohibiciones explícitas, las rompe con redoblado fervor, puesto que desea lo prohibido.
          Desde ese momento el complejo tabú, creación abierta, se vuelve un simple freno, límite a la creación. Y los frenos se vuelven “necesarios”: ya no son partes orgánicas sino el organismo en sí. La tradición se vuelve un “No” y para no ahogarse en la negación y la petrificación, inventa pequeños “sí” de cuando en cuando, rupturas provisionales para que haya al menos la apariencia de un movimiento y, en última instancia, la apariencia de un equilibrio.

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Solemnidad y tradición están fuertemente ligadas, y la risa o el humor son rupturas inaceptables. En las ceremonias de la aristocracia, la monarquía o la diplomacia, la solemnidad es sinónimo de seriedad e incluso de gravedad, ligado este sobreentendido a sus orígenes “divinos” (la divinidad siempre está del lado de los poderosos y bendice a ciertas élites que se consideran “elegidas”).
          En la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres en 2012 la reina de Inglaterra se prestó a hacer un sketch con Daniel Craig, actor en ese momento encargado de encarnar a James Bond en el cine. En este sketch, la reina, escoltada por “Bond”, saltaba de un helicóptero para caer en el estadio olímpico (era evidentemente un doble, una stunt woman, pero el símbolo permanecía intacto); se convertía así en una más de las “chicas Bond” que forman parte de la tradición de esta franquicia. Este sketch hacía inferir que el “buen humor” no es contrario a la monarquía, y que ésta sabe reírse de sí misma. Pero el gag no fue una ruptura sino una parte audaz y bravucona de la tradición. La cultura popular no triunfaba sobre las élites: eran ellas las que mostraban su consentimiento en cubrir a esa cultura bajo el manto de su gracia.

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Resulta interminable la cantidad de implicaciones de este “simple y ligero sketch”. En primer lugar basta imaginar los argumentos que se dieron a la reina para que aceptara romper su “imagen” de esa manera. En ese discurso no hubo la menor sencillez ni la menor ligereza, y podría intentarse reconstruir esa labor de convencimiento (que debe haber sido larga) como uno de esos diálogos teatrales usados con tanta eficacia por ejemplo en México por Salvador Novo. ¿Qué se dijo a la monarca para vencer su reticencia, qué antecedentes se le ofrecieron, qué ventajas se le hicieron ver, qué utilidades se le demostraron?
          En millones de hogares en el mundo entero hubo toda una gama del escándalo, a veces iracundo, a veces risueño. Contemplar a la reina como “chica Bond” fue una ruptura oficial, con todo lo que de contradictorio tiene ese término (similar a “revolución institucional”).

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Uno más de los miles de casos similares: Bond nació como ruptura. Las novelas de Ian Fleming eran una reacción contra la solemnidad y el engolamiento del género policiaco y de espías: una revuelta contra las flemáticas propuestas de Agatha Christie y otros autores británicos, como lo fue también en Estados Unidos la aparición de la novela negra (Chandler, Hammet). Con el tiempo la ruptura Bond se volvió industria. Poco antes de aparecer aquel sketch en la televisión mundial, se había transmitido un corto promocional de la entonces más reciente película de la saga, que sería un blockbuster como las anteriores, un negocio seguro, una de las “franquicias” más exitosas de la historia. La reina y las Olimpiadas fueron, ante todo, partes de la promoción. God Save the Tradition.



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