DGD: Paisaje 46 (clonografía), 2016 |
miércoles, 25 de mayo de 2016
Los árboles sueñan
Las teorías nos rodean por todas partes, brotan a chorros de
las piedras y de las rendijas entre las piedras. Frecuentemente se nos llama la
atención acerca de la confusión entre “teoría” e “hipótesis” y se nos advierte
que la ciencia llama teoría a un
conjunto de descripciones de conocimiento solamente cuando tiene una “base
empírica firme” (se nos da como ejemplo de una “teoría no científica” a la del
Diseño Inteligente). El mundo académico nos exige distinguir entre hipótesis y mera conjetura, diciéndonos que es más confiable la primera que la
segunda; en el vasto territorio “conjetural” quedan así exiliadas las
“suposiciones no verificadas”, las “creencias basadas en experimentos no
repetibles”, las anécdotas, la opinión popular, la “sabiduría de los antiguos”
(enfáticamente entrecomillada) y, en última y oprobiosa instancia, la
“pseudociencia”.
Se nos dice asimismo que la palabra “teoría” tiene su origen
en el vocablo de origen griego theorein
(“observar”, “contemplar”, referida al pensamiento especulativo), y en este
sentido se la relaciona con la palabra “especular”, que proviene de theoros (“representante”), formada de thea (“vista”) y horo (“ver”). De acuerdo con algunas fuentes, theorein era utilizado en el contexto de observar una escena
teatral, lo que sin duda se trasluce cuando la palabra “teoría” es utilizada
para aludir a algo provisional o “no completamente real”. Y en efecto, la
profusión de las teorías tiene algo teatral.
Pero hay otra acepción muy curiosa, según la cual en la
antigua Grecia se llamaba “teoría” a un desfile o procesión (lo cual se
complica, por ejemplo, cuando se considera que Plotino tenía una teoría de la procesión, con cinco leyes
de bellos nombres: de la actividad, de la productividad de lo perfecto, de la
donación sin merma, de la degradación progresiva y de la génesis bifásica).
Además, en La Paz de Aristófanes
aparece Teoría, diosa de las fiestas, que acompaña a Opora, diosa de las
cosechas. Una fiesta teatral.
Camus escribía: “Esta ciencia que debía enseñármelo todo,
termina en la hipótesis; esta lucidez naufraga en la metáfora; esta
incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos
esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre
este corazón agitado me enseñan mucho más” (El
mito de Sísifo).
La proliferación de las teorías se debe, sin duda, a la
insaciable curiosidad humana, pero también a un fenómeno del que ya Hermann
Hesse daba cuenta, algo que hoy sucede más que nunca y que es bien descrito por
José María Carandell en el prólogo a Rastro
de un sueño de Hesse: “El vanguardismo alcanza hasta las revistas y los
periódicos de masas. Con anterioridad a la guerra, Freud apenas era conocido
por unos cuantos iniciados, pero después ya todo el mundo habla de ‘complejos’,
de represión del erotismo, de censura anímica, de subconsciente. Y lo mismo
cabe decir de las teorías relativistas de Einstein, del principio de
indeterminación de Heisenberg, de la destructividad del átomo”.
Abundan las teorías no porque se celebre la difusión masiva
del conocimiento sino porque cada uno quiere ser un iniciado sin pagar el
precio de la iniciación (esfuerzo, responsabilidad, entrega).
En el fondo todos intuimos que a una determinada teoría no
habrá de seguirla una “demostración”, sino un nuevo cúmulo de teorías que la
matizan, critican y a veces niegan. Como si el universo sólo fuera susceptible
a una hipótesis cuya validez depende de que jamás llegue a ser
demostrada.
El escepticismo vence siempre al eclecticismo, sencillamente
debido a que lo único que parece firme es la duda permanente (no necesariamente
sistemática). Menos que generar un seguimiento (y menos aún un convencimiento),
una buena teoría sirve ante todo para afinar las armas de la descalificación.
No existe realmente un sentido positivo en la frase “teoría aceptada”, y en
cambio hay que ver el magnetismo que suscita la frase “teoría controvertida”.
De aquí parecería desprenderse (sin afán de hacer otra
teoría más) una primera categorización: teorías activas y pasivas. La “teoría
aceptada” me deja ante todo dos respuestas: la acepto o no la acepto (hay una
tercera poco usual: ver antes quién la acepta y en qué contexto), posturas más
bien pasivas, mientras que “teoría controvertida” parece invitarme a intervenir
en la controversia, reacción activa puesto que implica argumentar a favor o en
contra.
Pero tal vez sería posible entrever una categorización
inusual de las teorías, que brota de una pregunta: sea cual sea el territorio o
contenido de una teoría, ¿cuestiona al statu
quo o termina por afirmarlo?
La teoría de la relatividad de Einstein, la teoría de la
evolución de Darwin y la teoría del psicoanálisis de Freud están dentro de estas
últimas. Independientemente de la riqueza de sus propuestas individuales, el
uso que se ha dado de ellas las ha fundido en el paradigma mismo de la
modernidad, que curiosamente coincide con la del poder. (En el mismo sentido en
que ya se sabe qué se hizo con el superhombre nietzscheano, quién lo hizo y con
qué fines.) El fenómeno humano es un peregrinaje: el poder no intenta detenerlo
sino decirle a dónde dirigirse.
A su tiempo, hicieron lo mismo la teoría atómica, la del Big
Bang, la teoría del Caos, la Teoría General de Sistemas y, en una “suma” que
tiene más de teatral que de fiesta, la Teoría de Todo. Ese “Todo” dista del Tao
oriental: para aceptar la altanería de su nombre se la llama “un paquete de
hipótesis rivales”, lo mismo que a la teoría de las cuerdas.
Resulta arduo encontrar teorías que cuestionen al establishment sin caer en esa sospechosa
ingenuidad que tan rápida y sagazmente es atrapada, no sin sorna, en el
depósito de desechos conocido como “pseudociencia”. Y sin embargo siguen
apareciendo, aquí y allá, teorías que no refuerzan al sistema sino que ahondan
la realidad.
Un buen ejemplo es el de un estudio reciente emprendido por
investigadores del Centre for Ecological Research en Tihany, Hungría. Ellos
observaron a un conjunto de árboles en Finlandia y Austria y comprobaron que
reducían su tamaño hasta en diez centímetros cuando comenzaba a desaparecer la
luz del día. Las ramas y las hojas caían en una especie de letargo del que se
recuperaban al despuntar el nuevo día, cuando los árboles recuperaban su tamaño habitual en
unas horas.
“Es como si los árboles se fueran a dormir tras un día
agotador”, explica András Zlinszky, uno de los autores de la investigación. Y
la revista NewScientist, que da
cuenta de ese estudio como algo curioso —desde luego no se le ocurre
siquiera llamarlo teoría—, se permite dar el paso siguiente (un paso que daría
un científico solamente si tuviera algo de poeta, y además de modo privado,
para no suscitar la sorna de sus colegas): “Ahora, falta hacer otro experimento
para descubrir si, además de dormir, los árboles también sueñan”.
La literatura hermética en un remoto pasado y a mediados del siglo XX la
ciencia-ficción (el único territorio en el que se salvan las teorías de ser condenadas a la
“psudociencia”) ya lo había dicho desde largo tiempo atrás: todo ser consciente
sueña.
Si llegara a encontrarse una “base empírica firme” para esta
sospecha de los científicos húngaros, muy probablemente la ciencia se
desentendería de aquellos antecedentes y proclamaría un “descubrimiento” (y en
el peor de los casos, una conquista).
Sólo así se reconocería como un hecho
el de que los árboles sueñan, y sólo entonces sería divulgado masivamente por
los medios y aceptado por el “hombre de la calle”, que ya no podría ver a los
árboles de noche como antes lo hacía (automáticamente, sin verlos). Y si un extrañamiento de esta naturaleza logra colarse,
otros podrían hacerlo de igual manera, e irse sumando. Desde tiempo antiguo los
poetas sabían —entre muchas otras cosas— que los árboles sueñan, pero también
saben que únicamente comenzará la fiesta cuando lo sepan y acepten todos, en una celebración colectiva de
la realidad.
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