sábado, 25 de septiembre de 2021

Los dioses (Una tipología) (XIII)

DGD: Postales, 2021.

 

 La cólera

 

Sé de muchos que, por satisfacer su apetito, no dudarían en abolir a Dios junto con todo el universo.

Leonardo da Vinci

[Frammenti letterari o filosofici, Florencia, 1900; ed. Edmundo Solmi.]

 

Ahora lo llevaba, asfixiándolo y abrasándolo, la ira más terrible, la ira de la impotencia.

Mijail Bulgakov: El maestro y Margarita

 

La Naturaleza Divina nos hiere y quizá nos destruye por el mero hecho de ser como es. A eso llamamos ira de los dioses.

C.S. Lewis: Mientras no tengamos rostro

 

 

En Eneida I.11 Virgilio pregunta: Tantaene animis caelestibus irae? Este célebre epifonema (frase enfática que concluye un discurso) ha sido traducido de diversos modos: “¿Pueden tener tanta ira las almas divinas?” (Lorenzo Ríber); “¿Tal ira, tal coraje hay en los dioses?” (Gregorio Hernández de Velasco); “¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?” (Rafael Fontán Barreiro); “¿Cómo pueden las almas de los dioses incubar tan tenaz resentimiento?” (Javier de Echave-Sustaeta); “¿De tan profundo rencor están poseídos los espíritus de los dioses celestes?” (Estefanía Álvarez); “¡Tan grandes iras en las almas celestes!” (Rubén Bonifaz Nuño). Sea pregunta o exclamación, cierra el proemio de la Eneida y Virgilio pasa los siguientes doce libros del poema demostrando que, en efecto, puede haber tanta amargura en los corazones de los dioses como para obligar a Eneas, un hombre piadoso, a pasar por las numerosas pruebas que soporta.

          Ovidio responde a Virgilio en Metamorfosis: “La cólera también mueve a los dioses” (VIII.33).[1] El “también” alude a los otros móviles: deseo sexual, ambición, capricho, celos, envidia y hastío, no necesariamente en ese orden, aunque la cólera/ira/furia ocupa el porcentaje mayoritario.

          —Es el gran tema de la Ilíada y de la literatura greco-romana. La cólera se expresa por medio del rugido, y su elogio por medio del canto: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades a muchas almas valerosas de héroes” (narrador, Ilíada I).

          —La cólera del Pelida Aquiles es menos un estado de ánimo que una esencia. Cuando Héctor, luego de matar a Patroclo, que portaba la armadura de Aquiles, viste esta armadura, se inviste de la esencia: “La armadura de Aquiles vino bien a Héctor; se apoderó de éste un terrible furor bélico, y sus miembros se vigorizaron y fortalecieron” (Ilíada XVII).

          —“[Meleagro] se dejó dominar por la cólera que perturba a la mente de los más cuerdos” (Fénix, Ilíada VIII).

          —“[L]a cólera de una deidad es terrible” (Eneas, Ilíada V).

          —“[N]o se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales lo acompañe” (Pándaro, Ilíada V).

          —“Más allá de lo que [nuestras fuerzas] permiten, nada es posible hacer en la guerra, por enardecido que uno esté” (Paris, Ilíada XIII).

          —La ira es acaso la pasión humana más profunda, y por ello la más misteriosa. Buen ejemplo se da en el Medievo cuando Gildas el Sabio escribe: “El fuego de la ira, justamente encendido por crímenes anteriores, corrió de mar a mar, alimentado en el Oriente por las manos de nuestros enemigos, y alcanzó el otro lado de la isla y hundió su roja y salvaje lengua en el océano occidental”.[2] En los primeros versos de la Ilíada, el poeta Homero exhorta a la diosa a cantar no la guerra de Troya sino la ira de Aquiles; ésta, “justamente encendida por crímenes anteriores”, se extiende como el fuego y contamina a los hombres. Acaso no de otro modo la Ilíada hunde “su roja y salvaje lengua en el océano occidental”.

          —El rayo de Zeus no sólo le sirve para matar y castigar, sino para expresarse: “El próvido Zeus atendió las súplicas del anciano Nelida, y tronó fuertemente” (narrador, Ilíada XV). De ahí su epíteto Zeus tonante (atronador, ruidoso, estentóreo, resonante, sonoro, es decir, irritable, irascible).

          —El rugido de la guerra parece alimentar a los dioses: “el férreo estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo éter” (Ilíada XVI). “No braman tanto las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra; ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge; cuánto fue el griterío de troyanos y aqueos en el momento en que, vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos” (Ilíada XIV). “Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren hacia los bajeles; se exhortan a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian los canales; quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria llega hasta el cielo” (Ilíada II). “[S]e apresuraban a volver de las tiendas y naves al ágora, con gran vocerío, como cuando el oleaje del estruendoso mar brama en la playa anchurosa y el ponto resuena” (Ilíada II). “[E]ra tanto el estrépito, que el ruido de los escudos al parar los golpes, el de los cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo” (Ilíada XII).

          —Qué resonante es la súplica de Aquiles, cuando se lamenta ante su madre Tetis de la muerte de Patroclo: “Ojalá pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira, que vuelve cruel hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo” (Ilíada XVIII).

 

 

La ira existencial

 

Independientemente de lo que lleva a un hombre a orar a un dios, el hecho de realizar el acto ritual es en sí mismo una forma de culto y un conocimiento, aun cuando el sentimiento de quien lo realiza sea falso.

Gore Vidal: Juliano el Apóstata

 

—Hay una contradicción tajante entre lo que afirma Lucrecio de los dioses: “en nada dependientes / De nosotros; ni acciones virtuosas / Ni el enojo y la cólera los mueven”, y lo que exclama Virgilio en forma interrogativa: “¿Pueden tener tanta ira las almas divinas?”.

          Evidentemente, más allá del temperamento de cada uno de estos poetas y su “contexto cultural”, hay aquí una vez más la presencia del discurso de la conveniencia. Lucrecio no niega la existencia de los dioses (ello sería tan peligroso como engorroso, puesto que le exigiría un largo exordio); le basta con alejar lo más posible a éstos y a los hombres para eliminar toda noción de dependencia o de necesidad de culto, planteado éste casi siempre como ritualidad tendiente a aplacar la ira de los dioses. La pregunta de Virgilio lo constata.

          —Hay otro matiz en Lucrecio: los dioses existen, pero precisamente existen para que el hombre consiga deshacerse de ellos no como culminación de la hybris sino del libre albedrío. Y el matiz correspondiente en Virgilio (con el que Ovidio se solidariza) implica una respuesta a su propia pregunta: los dioses son la ira humana, que no tiene su origen en la mera interacción social (esto es sólo la manifestación superficial) sino en un núcleo metafísico y existencial: es la furia del hombre al contemplarse de golpe en un universo al que no comprende (no es, desde luego, el que él habría creado si hubiera tenido esa posibilidad) y cuyas leyes lo horrorizan (el orden aparentemente basado en el caos, la devastación y la muerte). El caló norteamericano contemporáneo lo expresa con su llaneza característica: Life sucks, and then you die.

          —La ira es una baja pasión que actúa como el fuego: una vez desatada es indetenible y provoca los peores excesos. Tanto Lucrecio (vía Epicuro) como Virgilio (y Ovidio) implican que la rabia de los dioses actúa del mismo modo: es a la vez el pretexto para alimentar constantemente a la ira humana, la demostración de que es inevitable y, finalmente, la identificación de la rabia con el mal. El mal en el ser humano es una venganza contra “los dioses”, es decir, contra lo que sea que haya creado ese universo al que el hombre siente ajeno, hostil, brutal y finalmente letal.

          —Los seres humanos en la antigüedad greco-romana no piden a los dioses en principio sino que calmen su ira (como si también los númenes se sintieran ajenos a los niveles superiores que les tocó de ese mismo universo) para que los hombres puedan vivir. La forma de calmarlos es sanguinaria y brutal: el sacrificio, primero de seres humanos, luego sustituidos por animales.

          —Los hombres son conscientes de la injusticia superlativa del sacrificio, pero no pueden hacer nada al respecto, porque, como exclama un epigrama anónimo en la Antología Latina, “la ley del talión no vale contra poderes divinos”.

          El traductor y anotador de la Antología Latina, Francisco Socas, explica que la llamada Ley del Talión “no es bíblica (según el error común), sino romana de pura cepa, y se documenta en los restos de las XII Tablas (talio esto, ‘aplíquese lo de tal por tal’)”. Aplicar la ley del “ojo por ojo” supondría que se sacrificaran dioses para aplacar la justa cólera de los animales. En cierto modo el cristianismo cumple esa venganza, en cuanto un sacrificio, el del cordero de Dios, centra la redención humana.

 

*

 

Notas

[1] Traducción de José Carlos Fernández Corte y Josefa Cantó Llorca.

[2] Citado por Borges en Literaturas germánicas medievales, 1966.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XIV).]

 

 

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